sábado, 28 de mayo de 2016

Cuando queríamos ser Umberto Eco

Todavía recuerdo el "fervor intelectual" que presidía los kioskos de prensa en la honorable ciudad de Bolonia a comienzos de los años 90 del siglo XX. Libros de Umberto Eco, traducciones al italiano de Fernando Savater y no sé cuántas cosas más. La Carta a la felicidad de Epicuro fue un "best seller" por aquel lugar y por aquel entonces (no es una ironía, fui testigo de ello) en una de esas ediciones de "mil liras" gracias a su paganizante introducción. Hasta pude ver una clase sobre Gracián dentro de un curso de verano emitido por el segundo canal de la televisión española. Durante aquellos días que tenían como música de fondo las canciones de Battiato todos quisimos ser Umberto Eco. Entonces tan sólo intuíamos las mentiras que escondían la cultura disfrazada de "mass media". POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE 

Para mi colega y amigo Juan J. Cienfuegos, a quien sin duda le gustará este blog

Cada vez estoy más convencido de que una de las cosas que nos separan a los seniores de los jóvenes es la noción de lo inefable. Sí, de lo inefable, de esos resquicios de la realidad que apenas pueden describirse, pero que forman parte de los mecanismos internos de la vida. Hay un tiempo de creer, y otro de descreer (adopto tono bíblico y sentencioso). Hay un tiempo donde pensamos que simplemente nuestra valía nos llevará hasta donde queramos, y que alguien "desconocido" llamará a nuestra puerta o teléfono por el mero hecho de ser quienes somos. Pero la vida va en serio y las cosas no son tan sencillas. Los matices, las afinidades, aquello que hace que seamos amigos de unos y no de otros, que estemos aquí y no allí, van trazando caminos no escritos por los que no es fácil transitar. Hay un momento donde la ingenuidad ya no nos es perdonable. Sin política a varios niveles (incluso con ella) no es posible traspasar ciertos límites.

Por ejemplo, una de las claves básicas para movernos en la vida es saber que los premios (me refiero a los gordos, los que dan dinero) no existen. Hace un tiempo quise presentar una monografía que había coordinado para el premio de una sociedad. Al margen de las reacciones a veces adversas de algunos socios a los que requerí su apoyo alguien vino a decirme que aquel premio "estaba pensado" ya para dárselo a un historiador. Casi pregunto a esa persona que, entonces, por qué coño (con perdón) se hacía el paripé de convocar el premio. No formulé la pregunta porque sabía que hacerla era un acto de ingenuidad ya imperdonable a mi edad.

Estos días se ha concedido el premio Princesa de Asturias a la clasicista británica Mary Beard. Conste que me parece una persona admirable e impar que, entre otras cosas, tiene la suerte de ser británica y dar clase en la honorable universidad de Cambridge. Mi amigo Juan J. Cienfuegos se preguntaba estos días en facebook por qué no se le había dado el premio al profesor Juan Gil o, tratándose ya de gente de fuera, al profesor Michael von Albrecht, egregios latinistas ambos. Recuerdo también que hace unos meses votamos en mi departamento complutense a favor de la candidatura del helenista Luis Gil. Ya sabía yo que aquella candidatura caería en saco roto, al igual que en el caso supuesto de los dos latinistas ya citados, pues ninguno daría el "lustre mediático" que Mary Beard proporciona.

Que cómo se pasa al lado mediático, me preguntarán algunos. Ya hay guardianes con nombre y apellido que, dentro de los grandes medios de comunicación están encargados de negar el pan y la sal a cualquier advenedizo que ose ir "más allá" de lo que le corresponde. La "fama" no es gratuita, en ningún sentido. Razones políticas, profesionales y vanidades varias convierten en una hazaña casi imposible ir más allá de nuestras invisibles fronteras. Ante todo, como digo, se trata de un código no escrito. El caso es que sólo unos elegidos nacen o se hacen para ser los "reyes" de ese mambo que llamamos la cultura oficial (cada vez más reducida y prostituida). El resto, por bueno que sea, se queda en el mero reconocimiento de sus colegas más cercanos.

El mundo es así. Ahora vuelvo la mirada con nostalgia a aquellos años juveniles de mi estancia en Bolonia. Mi compañero de residencia era alumno de Umberto Eco. Me dijo que si quería conocerlo, dado que entonces daba clase allí, debía tener algo que contarle, pues no concedía audiencias como el Papa. Decidí que no iría a visitar a Umberto Eco, y ya intuí entonces que yo estaba "fuera". Aquellos intelectuales, gracias a sus estrechos círculos de amistades, inauguraron el género mediático, hecho que también tuvo su eco en España. Luego fueron entrando también en el circo pseudointelectuales de pelaje diverso. En fin, el mundo es así, tan así que ninguno de los tres autores citados jamás será premio Princesa de Asturias porque hay unas leyes no escritas que lo impiden, tan reales como irreales resultan ahora aquellos mis sueños. FRANCISCO GARCÍA JURADO


miércoles, 24 de febrero de 2016

Para el éxito

Como dos impostores, al menos era así como el poeta Rudyard Kipling veía al éxito y al frasado, esos polos disparejos en los que solemos cifrar nuestra vida. Somos nuestros errores, y nuestros fracasos dicen tanto de nosotros como nuestros propios éxitos. Problema más arduo es plantear lo que encerramos tras cada una de estas palabras. Estas cosas pienso a menudo cuando veo la estatua dedicada a Camilo José Cela en la Ciudad Universitaria. Está entre las facultades de Filología y Derecho, en la plaza o cuadrángulo que muchos, acaso, sólo ven como un aparcadero de automóviles. A mí me conmovió, sobre todo, la frase lapidaria que encontramos bajo el busto de Cela, como recién escrita de su mano. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE

Para José Antonio González Marrero, desde la distancia física que la amistad vuelve cercana

La frase en cuestión dice: "PARA EL ÉXITO SOBRA EL TALENTO, PARA LA FELICIDAD NI BASTA". Me llamó la atención el tono lapidario de la frase, propio de una sentencia de Séneca o del mismo Gracián. Podía haber sido el motto de un emblema del siglo XVII, adornado de un grabado barroco. La reflexión, sin embargo, tiene un transfondo que nos acerca a nuestro tiempo, pero que nos recuerda también a frases latinas, como ésta de la Eneida de Virgilio: "Aprende de mí la virtud, de otros el éxito". Es así como Eneas se refiere a su propio hijo antes de combatir contra el terrible Turno, sin saber, claro está, cómo termirá el singular combate. Pero más cercana a nuestro tiempo, y grabada en la propia estación del metro de Ciudad Universitaria, podemos leer estos versos de Jaime Gil de Biedma: "Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde -como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante". Se trata de un poema titulado "No volveré a ser joven", donde la experiencia acumulada a lo largo de nuestros fracasos, a menudo disfrazados de éxitos, nos va dando la pauta lúcida de aquello que pudo ser lo realmente importante para nuestra vida. Pensando ahora en la frase de la Eneida (Disce, puer, virtutem ex me verumque laborem, fortunam ex aliis (Aen. 12, 435), he tenido el gusto de traducir al latín la sentencia de Cela. Es una frase lapidaria, absolutamente apta para este ejercicio traductor, dado que la sintaxis puede quedar inalterada: TRIUMPHO SATIS INGENIUM, LAETITIAE NON SUFFICIT. Ahora que la Universidad Complutense es noticia, una vez más, por los nubarrones de la deuda que se ciernen sobre ella y las tremendas dificultades económicas (esta universidad es la triste metáfora de un país), estos rincones se vuelven pequeños reductos de paz. FRANCISCO GARCÍA JURADO

domingo, 10 de enero de 2016

Biblioteca Nacional de Irlanda: o la lectura como biografía

Cada vez habrá más gente que no comprenda cómo una lectura puede formar parte de nuestros recuerdos, de los más propios. La lógica parece implacable: si no lo vivimos nosotros mismos, si se trata de una experiencia ajena, ¿cómo va a formar parte de nuestra vida? Pero una lectura, una lectura vital, puede llegar a estar repleta de recuerdos tan genuinos como los supuestamente verdaderos. Por FRANCISCO GARCÍA JURADO.

Lo reconozco, mi forma de entender los viajes, el recorrido por las ciudades, tiene poco de curiosidad por lo nuevo. Esto me ocurre especialmente cuando voy (o, en algún sentido, "regreso") a ciudades donde se esconden mis recuerdos literarios. Soñé Dublín, como tantas otras personas, con el Ulises de Joyce en las manos, particularmente en la traducción española de José María Valverde (en concreto, la primera edición en la colección "Libro Amigo", de 1979, que coeditaron Bruguera y Lumen). La fotografía color sepia de Joyce que aparece en la portada de uno de sus dos míticos tomos se convirtió para mí en algo parecido a un amuleto, precisamente cuando tenía entre dieciocho y diecinueve años. Mi padre me preguntaba, con todo su natural cariño y preocupación, de qué me iba a servir la literatura a la hora de encontrar un trabajo. Y ante esa duda vital, que yo mismo compartía en silencio, me consolaba pensar en el tono cálido de la portada del libro, aunque esto parezca una tontería. De aquella lectura tan temprana del libro de Joyce (ya conocía el Retrato del artista adolescente, que me allanó mucho la difícil lectura del nuevo libro) recuerdo en especial cómo evoqué la erudita conversación que tiene lugar en el despacho del director de la Biblioteca Nacional de Irlanda o, para quien se oriente mejor por las geografías librescas, por el capítulo noveno. Allí, entre juegos de palabras con "Hamlet" y "Hamnet", se desarrolla una teoría que identifica al primero, el príncipe de Dinamarca, con el hijo muerto del propio Shakespeare, que comparte una pérdida semejante con Leopold Blloom, pues también había perdido a su hijo prematuramente. En definitiva, variaciones sobre las complejas relaciones entre padres e hijos. Este capítulo se convirtió, con los años, en uno de los ejemplos más significativos de lo que después he llamado "una historia no académica de la literatura", es decir, una manera libre de interpretar la lectura de los autores antiguos. Aquella conversación ocurrió en un lugar y un momento mítico. El lugar todavía queda en pie, pues se trata del mismo edificio donde hoy sigue estando la Biblioteca Nacional de Irlanda, un notable edificio decimonónico. Necesitaba acudir allí no tanto para rememorar el pasaje de Joyce como para reencontrarme conmigo mismo, con "el otro" que fui y que ya no seré, pero que todavía sigo siendo, para mi propia sorpresa. Así que cuando hace unos años visitamos Dublín, María José no tuvo ningún inconveniente, sino todo lo contrario, para que tuviéramos un primer encuentro con aquel vetusto edifico al caer la tarde, como paseo previo de lo que al día siguiente sería ya una visita en toda regla. En mi retina había una antigua fotografía de la verja de entrada (esa que aquí veis), fotografía que formaba parte de un lugar único que ahora iba a poder convertir en real gracias a mi propia mirada. No tuve problema en reconocer el emplazamiento de la vieja fotografía, a la que ahora conferí el color de una noche feliz, tamizada por las cálidas luces de los alegres pubs, y lugar real donde evoqué el recuerdo de una lectura que ha pervivido para siempre. Francisco García Jurado H.L.G.E.

jueves, 7 de enero de 2016

Hacia la Estación de Finlandia (San Petersburgo). Nuevo viaje sentimental

No sé si hoy día Lenin hubiera podido sortear el tránsito rodado e ir más allá de la estación de Finlandia, en la actual ciudad de Petersburgo, otrora Petrogrado y, durante mucho tiempo, incluso, Leningrado. Actualmente los automóviles hacen poco aconsejable cruzar desde la orilla del río Neva hasta ella. Esta reflexión fue la primera que se me ocurrió al llegar, no sin esfuerzo, hasta aquel lugar mitificado por la Historia y, sobre todo, por la Historiografía. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE



Una vez más, para Jesús Ángel Espinós, que habita doblemente Petersburgo.

Sin embargo, aquel lugar un tanto inhóspito, gris y cargado de Historia, como el propio acorazado Aurora, alba de la revolución, me trajo el recuerdo de un emotivo libro de Edmund Wilson, el titulado “Hacia la estación de Finlandia”. Allí traza su autor la peculiar epopeya historiográfica de aquellos que soñaron la Historia para, quizá, convertirla en pesadilla, desde autores como Vico y Michelet hasta el mismo Lenin. Este libro era para mí completamente desconocido, y supuso una maravillosa oportunidad para completar mi laguna de saber. Últimamente he descubierto que las cosas que no conocemos son estímulos para seguir aprendiendo, señales de que seguimos vivos. Me fue dada la existencia de este libro en la salita de una casa sevillana, una noche. Fue María José Barrios quien me lo mostró con entusiasmo al leerme un párrafo delicioso de Michelet. El historiador francés recreaba, con plena conciencia de hacerlo, el mito renacentista de la imprenta, y convertía a su inventor en santo. Desde entonces, la estación de Filandia ha constituido para mí un doble mito, el del libro de Wilson y el del lugar al que su relato tiende, tan lejano en el espacio y, sobre todo, en el tiempo. 
Aquel día fue de intenso caminar por Petersburgo. Cruzamos el río Neva, tras recorrer los bellos canales de una ciudad que tanto me recuerda a Ámsterdam, pues ya conocéis nuestra pasión por recorrer las ciudades a pie. La ciudad nos pareció un paraíso tras haber padecido la lluvia y el humano frío moscovita. A Petersburgo fuimos, entre otras muchas cosas, para sentir los lugares donde había habitado el poeta Ossip Mandelstam, cuya evocación ovidiana yo estudiaba por aquel entonces. También nos estremecimos recordando las historias trágicas tanto de él como de los poetas de su generación, cuyas vidas sucumbieron bajo la suela comunista. 
Los recuerdos de la llegada al nuestra particular meta, tras no poco esfuerzo, son literalmente grises. La estación de Finlandia es un frío edificio de estilo soviético en cuyo centro aparece la estatua de Lenin, quizá uno de los pocos lugares donde todavía se justifica su presencia en una Rusia que intenta recrear con vehemencia la época de los zares. Materialmente nos sirvió para acceder a un servicio público y apenas es posible entender en su estado actual por qué la incipiente Historia del siglo XX dio allí semejante giro. 
La Historia termina convirtiéndose en relato, los muertos acaban siendo frías cifras, los pequeños anhelos de la gente normal se desvanecen ante las líneas maestras de los grandes acontecimientos, como nosotros nos habíamos desvanecido unos días antes frente a los imponentes edificios soviéticos. Por ello, una vez superé el mito de llegar hasta aquel lugar, ya sólo me quedó el libro de Edmund Wilson, unido al recuerdo de una cálida noche sevillana en una salita también llena de recuerdos, pero esta vez de recuerdos personales, del tamaño de nuestros sueños. FRANCISCO GARCÍA JURADO

lunes, 28 de diciembre de 2015

El paisajismo hiperrealista de Julián Palazuelos

"Vista de Burdeos", de Julián Palazuelos
Óleo sobre tela
Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York
Sin duda, uno de los grandes pintores de estos comienzos del siglo XXI es Julián Palazuelos. Formado primero en Sevilla y luego en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, ya en Madrid. Palazuelos ha sabido, no obstante su todavía corta edad, crear un estilo propio que podemos denominar justamente como "paisajismo hiperrealista". En la ilustración de este blog podéis admirar uno de sus más bellos cuadros: "Vista de Burdeos". El breve comentario que aquí haremos pretente resumir e ilustrar toda una filosofía pictórica. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO

Para Isabel, que ríe mientras escribo

La "Vista de Burdeos", actualmente expuesta en el Museo de Arte Contemporáneo (MoCA) de Nueva York, nos ofrece un universo visual construido a partir de dudas y contrapuntos. El espectador poco avezado quizá piense, al primer golpe de vista, que se encuentra ante una fotografía, pero nada más incierto. Palazuelos, digno heredero de la tradición paisajística española del siglo XIX y comienzos del XX (desde Pérez Villamil hasta Beruete), al tiempo que hábil alumno del hiperrealismo de Antonio López, ha creado una serie de obras paisajísticas repletas de posibles miradas. En un principio, y vista de lejos, La "Vista de Burdeos" puede resultar atemporal, casi un bello grabado del siglo XIX. Pero debemos fijarnos depués en los inquietantes detalles.
Detalle del cuatro "Vista de Burdeos"
Los pequeños personajes que pueblan la obra son estrictamente contemporáneos a nosotros, hiperreales, y esto crea una suerte de melancólico anacronismo con respecto al conjunto. De esta manera, las técnicas pictóricas diversas y los temas nos llevan a visitar un pequeño mundo lleno de sorpresas. El hiperrealsimo de Palazuelos va, asimismo, más allá de la misma sensación de fotografía, pues logra crear una total ambigüedad tanto en la composición general de la obra como en el mismo cromatismo. Invitamos al amable y desocupado lector a que amplíe la vista del cuadro y se sumerja en el pequeño mundo de personajes que lo pueblan. Sentirá no sólo estar ante una dudosa fotografia, sino dentro de otro cuatro completamente diferente al que ha visto de manera sinóptica. Esta es la magia de Palazuelos y esta es también su grandeza.

(Estas notas están inspiradas en mi obra Historia imaginaria de la pintura contemporánea)

sábado, 26 de septiembre de 2015

Desconocidos, pero no anónimos

En el momento en que esto escribo, la lejanía de mi biblioteca me impide saber si Fernando Lázaro Carreter escribió algún "dardo en la palabra" relativo al actual abuso del término "anómimo" (como adjetivo o sustantivo) para referirse impropiamente a personas "desconocidas". Debería haberlo escrito en cualquier caso y vayan, por tanto, estas reflexiones en recuerdo suyo. Las personas que no somos famosas deberíamos, cuando menos, rebelarnos contra la imbecilidad de que se nos llame "anónimos". Porque nombre tenemos. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO

Los tiempos bélicos suelen dar lugar, cuando pasan a ser historia, a monumentos conmemorativos. Entre ellos, suele estar el llamado monumento al "soldado desconocido". No sé si hoy, nuestros incultos gerifaltes, haciendo ostentación de su profunda y radical ignorancia, hablarían del "soldado anónimo". Asimismo, me llama la atención cuando en la televisión se habla sin rubor alguno de "gente anónima" para referirse a alguien que, sencillamente, no es famoso. Todavía recuerdo un chiste, creo que de Forges, publicado en EL PAÍS, donde alguien leía tal noticia: "SE PROPONE NO TRIUNFAR EN LA VIDA Y LO CONSIGUE". La clave del chiste está en la negación de un propósito que, aparentemente, todo el mundo desea: triunfar en la vida. Habría que pararse a pensar, sobre todo, lo que puede costar ese supuesto triunfo, sobre todo cuando se asocia con ciertas formas de fama. Asimismo, recuerdo otro chiste genial donde un señor firmaba en la parada del autobús un sinfín de autógrafos a sus vecinos. La leyenda del chiste era como sigue, más o menos así: "INDIVIDUO FIRMANDO AUTÓGRAFOS A SUS VECINOS TRAS HABER SODOMIZADO UN SOMORMUJO EN LA TELEVISIÓN LA NOCHE ANTERIOR". Naturalmente, la clave del chiste radicaba en cómo se logra la fama por cosas absurdas y abyectas. Legiones de personas desconocidas, llamadas por los periodistas "anónimas", pelean cada día por salir de ese desconocimiento y lograr tener un nombre mediático. Entonces pasan a llamarse VIPs, o "personas muy importantes" (me pregunto por qué o para qué), de manera que, pongamos por caso, cualquier cretino hijo de vecino que aparezca rebuznando en un programa de telebasura alcanza la categoría de famoso mientras un reputado médico que se pasa la vida salvando vidas tan sólo es un vulgar ser "anónimo". No me meto en estos desiguales repartos que dispensa la fama, tan sólo reivindico que las personas normales seamos, simplemente, "desconocidas" (a Dios gracias puedo ir por la calle libremente sin que nadie me mire por ser famoso o me pida autógrafos, o se haga fotos conmigo, salvo cuando voy a la India, claro está). La palabra "anónimo" se usa propiamente cuando algo o alguien no tiene nombre o lo quiere ocultar, pero las personas solemos tener nombre, aunque éste sea desconocido para los demás.
En cualquier caso, más allá de su impropiedad, este uso de "anónimo" por "desconocido" da que pensar a la hora de valorar lo que hoy se considera como fama. Desde los tiempos de Juan del Encima, que nos decía aquello de:

Todos los bienes del mundo
pasan presto y su memoria,
salvo la fama y la gloria.
El tiempo lleva los unos,
a otros fortuna y suerte.
y al cabo viene la muerte,
que no nos dexa ningunos.

han pasado muchas cosas, y hoy la fama y la gloria se han vuelto algo tan efímero como el resto de bienes del mundo. La fama se gana y se pierde al paso de los programas de televisión, y tan grande es la horda de aspirantes a esa efímera fama como el grupo de náufragos que, tras pasar unos días por las pequeñas pantallas, son arrojados de nuevo a sus orígenes de personas normales y corrientes. El escritor bohemio Cansinos Assens (en la imagen inicial) tituló uno de sus libros "El divino fracaso". En aquellos tiempos de comienzos del siglo XX los poetas y los artistas buscaban la fama y el reconocimiento. Hoy días los poetas, salvo alguna excepción, son considerados tan "anónimos" como cualquier hijo de vecino. Así son los tiempos. FRANCISCO GARCÍA JURADO

domingo, 30 de agosto de 2015

El templo y sus habitantes: Madurai (al sur de la India)

Ya solamente el nombre del estado de Tamil Nadu es una referencia mítica para cualquier viajero que recorra el sur de la India. Allí se encuentra Madurai, una de las ciudades más antiguas del mundo que hayan sido continuamente habitadas. Su Templo de Meenakshi, en realidad un inmenso complejo religioso, una ciudad templo, ocupa el centro urbano y constituye una experiencia inolvidable. La entrada al templo es, como bien cabría imaginar, un inmenso mercado de tiendas. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
Ya lo sabía de antemano, pero no por ello dejaba de ser asombroso, que el Templo de Meenakshi en Madurai era uno de los puntos fuertes de nuestro viaje a la India del sur. Tanto que, en realidad, lo demás que puede visitarse en la ciudad queda empequeñecido ante sus dimensiones y magnificencia. El hecho de que durante el mes de agosto los turistas escaseen convierte la visita al complejo en algo todavía más inolvidable. Imaginemos que pudiéramos visitar un antiguo templo griego con sus antiguos sacerdotes y su vida cotidiana, es decir, un templo aún vivo. Esto es lo que sentimos al disfrutar no sólo de la luz cenital que crea un ambiente realmente mágico en las largas galerías, sino del trasiego de fieles que van y vienen en su sagrado deambular. Es curioso, no obstante, observar cómo algunos sacerdotes, por lo general muy bien alimentados, distraen sus horas muertas junto a los dioses con móviles de última generación. La ilusión mística queda un tanto desdibujada, pero debemos aceptar que en un templo semejante el día a día se confunde con lo sagrado de una forma sutil. El sinfín de tiendas que encontramos nada más entrar en el complejo religioso nos da la idea de cómo aquel lugar ha regulado desde hace decenios la vida no sólo religiosa de la ciudad, sino también su cotidianidad. Allí acuden los fieles a reunirse, a pasar la mañana, o simplemente a dejarse vivir.
Esto se entiende mejor cuando has intentado moverte andando por la ciudad. Poco menos que de aventura puede calificarse la "excursión", por llamarla de alguna manera, que María José y yo organizamos para desplazarnos desde el hotel hasta el centro. Es mucho más rentable pagar un tuc-tuc que te lleve en cuestión de minutos, pero, en ese caso, nos habríamos perdido una inmensa farmacia, la vida que late bajo la carretera elevada, o las miradas de tantas personas que se asombran ante nuestra inusitada aparición en medio de sus quehaceres. Cuántas veces me sentí desalentado ante lo que me parecía una prueba de resistencia más que un paseo, pero finalmente llegamos hasta el centro de la ciudad y atisbamos, a lo lejos, la altas torres del templo, verdadero oasis en el bullicio. Pudimos comer en un restaurante indio que recomendaba nuestra guía y hasta hicimos fotos desde su terraza. La India, como siempre, esconde el secreto de las historias de sus gentes, como la del orgulloso abuelo que, ese domingo, invitaba a comer a su familia, llegada desde América, para pasar unos días con él. Así nos lo contó junto a su nieto. Madurai nos brindó, además, la visita a un supermercado que había cerca del hotel. Allí compramos frutos secos al estilo indio, mientras una dependienta se me quedaba mirando boquiabierta y su compañera se reía abiertamente ante su pasmo. En fin, todo, al final, era como una inmensa extensión de aquel templo donde la fe y la vida se confunden con sabiduría y paciencia. FRANCISCO GARCÍA JURADO