Cuando ingresé como ayudante en la Complutense tuve la inmensa suerte de convivir durante unos años con una parte de la biblioteca de D. Antonio Tovar. Allí había una serie de tesoros que, por aquel entonces, aún inmerso en la Lingüística, no sé si pude apreciar en su justa medida. Junto con obras capitales de la filología alemana de comienzos del siglo XX me llamaron la atención un par de libritos, de color marrón oscuro con una decoración que, como luego supe, era muy característica del siglo XIX. Se trataba de la Historia de la Literatura Griega de Alejo Pierron, traducida al castellano por Marcial Busquets y publicada en 1861. Pierron fue un conocido estudioso francés que tuvo la suerte de publicar no los mejores, pero sí los más afamados manuales de Literatura Griega y Latina de la Francia (y la Europa) de su tiempo. Él mismo dice muy ufano que escribe para las “gentes de mundo” y, como he tenido ocasión de comprobar, el mismo Clarín se hace eco de Pierron en algunos apuntes historiográficos que pueden verse en su obra de creación.
Así las cosas, vemos que en España se tradujo relativamente pronto la Literatura Griega de Pierron. De hecho, es el primer manual de una Literatura Clásica traducido al español. El manual de Literatura Latina también circuló (así lo he podido comprobar, por ejemplo, en los apuntes que Canalejas tomó de las clases de Alfredo Adolfo Camús, pues tales apuntes se completan con una parte del texto de Pierron). La diferencia está en que la Literatura Latina circuló en francés, mientras que la Griega lo hizo en español.
En cierto momento, supe que también existía una versión castellana de la Literatura Latina. Miré en las bases bibliográficas y supe que era una versión de Antonio Clement publicada en la editorial Iberia en 1966. No, no me estoy equivocando, en el año de 1966, ya en pleno siglo XX (creo que yo mismo había nacido un año antes, aunque todavía no era muy consciente de ello).
Creí que la historia había terminado ahí, pero algunos indicios me llevaron luego a sospechar que existía una versión castellana bastante anterior en el tiempo a la traducción de 1966. Los datos que tenía me llevaban al convulso año de 1910. ¿Una edición fantasma? Gracias a las búsquedas especializadas al final di con la clave: la traducción del libro de Pierron estaba dentro de una Historia Universal. Particularmente, su Literatura Latina estaba junto a la Historia de la República Romana del gran historiador francés Jules Michelet, del que volveré a hablar en otro momento. También figuraba en el mismo tomo El imperio romano de Victor Duruy, cuya Historia de los Griegos había aparecido en 1890 en la editorial Montaner y Simón. No dejaba de ser relevante, además, que las traducciones de los tres libros, ahora reunidos en un solo tomo correspondiente a esta Historia Universal, fueran de Blasco Ibáñez. La encuadernación es una tela editorial y es un libro profusamente ilustrado, en especial con una serie de cromolitografías que ilustran sobre diferentes aspectos, como el vestido, el ejército, etc. (la ilustración que abre este texto es una muestra).
Blasco Ibáñez, bien lo sabéis quienes estáis estudiando la Colección Prometeo (me refiero a David Castro), tuvo una relación circunstancial si bien no despreciable con los clásicos de Grecia y Roma. En su novela Sonnica la Cortesana aparece una curiosa semblanza de Plauto:
“-Yo no he sido siempre esclavo. Hace poco que lo soy, y cuando gozaba de libertad, mi mayor deseo era visitar tu país. ¡Oh Atenas! La ciudad donde los poetas son dioses...Y recitó en griego algunos versos del Prometeo de Esquilo, asombrando a Acteón por la pureza de su acento y la expresión que sabía comunicar a sus palabras.-¿Es que en Roma os dedican vuestros amos a la poesía? –dijo el ateniense riendo.-Yo era poeta antes de ser esclavo. Mi nombre es Plauto.Y mirando en torno de él, como si temiera ser sorprendido por la familia de su amo, continuó hablando, contento de librarse por algunos instantes del tormento de la muela.-He escrito comedias. Intenté establecer en Roma el teatro, que es entre vosotros como una religión. Los romanos son poco sensibles a la poesía. Aman las farsas. Una tragedia que a vosotros os hace llorar les dejaría fríos; una comedia de Aristófanes les haría dormir. Sólo gustan, ateniense, de los bufones etruscos, de los grotescos personajes de las farsas que llaman atelanas o de los mascarones de agudos dientes y cabeza deforme que desfilan rugiendo obscenidades en las pompas del triunfo. Apedrearían a un héroe de vuestras tragedias, y en cambio braman de entusiasmo cuando en la entrada de un cónsul victorioso pasan los soldados disfrazados con una piel de cabrón y un penacho de crines, y ríen al ver cómo se vengan de su humildad insultando al vencedor detrás de su carro triunfal. Yo escribí comedias para este pueblo y aún las escribo en los momentos que mi amo cesa de maltratarme para que dé vueltas al molino. Los patricios, los ciudadanos libres, no gustan de verse sobre la escena. Aquí despedazarían a Aristófanes, que sacaba a las tablas a los primeros hombres de su país. Mis héroes son esclavos, extranjeros. Mercenarios, y hacen reír mucho al público. He acabado una comedia ahí dentro, en ese antro, ridiculizando las fanfarronadas de los guerreros. Te la recitaría si no temiese que de un momento a otro llegue mi amo.-¿Y cómo has caído en tan mísera situación después de divertir a tu pueblo?...-Cometí la locura de fundar en Roma el primer teatro a imitación de los de Grecia. Era una cerca de tablas en las afueras de la ciudad. Pedía dinero prestado, contraje deudas; el populacho venía a reír, pero daba poco. Me arruiné, y las sabias leyes de Roma condenan al que no puede pagar a ser esclavo de su acreedor. Este panadero, que antes reía mis comedias y me prestaba gustoso algunos sacos de cobre, se venga ahora de su pasada admiración haciéndome dar vueltas a la muela, porque resulto más barato que un asno. Cada carcajada del pasado se trueca ahora en un golpe sobre mis espaldas. Es el destino de los poetas. También vosotros, al gran Esquilo, que siempre fue hombre libre, le agradecíais los versos a pedradas. Quedó en silencio Plauto, y sonriendo melancólicamente dijo después:-Confío en el porvenir. No siempre he de ser esclavo; tal vez encontraré quien me devuelva la libertad. Los romanos que hacen la guerra y ven nuevos países vuelven con más dulces costumbres y aman las artes. Seré libre, fundaré un nuevo teatro, y entonces... ¡entonces!...En su mirada brillaba la esperanza, como si viese ya realizados los ensueños con que embellecía la lobreguez de su antro, mientras rodaba, jadeante como una bestia, el enorme cono de piedra.Sonó ruido en el interior de la casa, y antes de que pudieran verle los hijos de su amo, Plauto corrió a uncirse de nuevo a la barra de la muela, mientras el griego salía de la panadería asombrado de tal encuentro.¿Qué pueblo era este que convertía al deudor en esclavo y hacía de los poetas bestias de carga?” (Vicente Blasco Ibáñez, Sonnica la cortesana [Novela], Valencia, Prometeo, s.d., pp. 259-261)
Naturalmente, esta traducción de la Literatura Romana de Pierron responde, ante todo, a razones económicas. No obstante, cabe preguntarse por la microhistoria de esta obra. Cuántos lectores de comienzos del siglo XX supieron, por ejemplo, de Plauto o de Ovidio gracias a la lectura amable de un manual francés cuya única pretensión era ilustrar deleitando. Como vemos, mientras la Literatura Griega se tradujo en el siglo XIX, la Latina lo hace a comienzos del siglo XX y “camuflada” dentro de una Historia Universal. No dejan de ser curiosas, a tenor de tales asimetrías y desproporciones, las pequeñas historias culturales y editoriales que envuelven el mundo de las letras.
Francisco García Jurado
HLGE
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