Quienes murieron el año 79 en Pompeya bajo las cenizas, los gases y lava no supieron que aquella montaña que vomitaba fuego era, en realidad, un volcán. Esa ignorancia hizo que pareciera tan extraordinario e imprevisible lo que allí ocurrió. El muerto más conocido de aquel desastre, el erudito Plinio el Viejo, que estaba precisamente al norte de la bahía, quedó tan asombrado por lo que contemplaba desde lejos que decidió embarcarse para observar mejor el prodigio. Su sobrino Plinio el Joven nos cuenta esta historia en una conocida carta que remite a su amigo el historiador Tácito. Se trata del testimonio escrito más importante de la época, a pesar de que muchos historiadores lo cuestionan como poco fidedigno. Sin embargo, no todos los comentaristas han reparado en que la carta está escrita desde una interesante visión heroica que nos sugiere ver el desastre del Vesubio a partir de la comparación con la misma guerra de Troya. Como hasta muchos siglos después no se supo que el Vesubio era un volcán, observamos cómo el mismo Plinio el Viejo sólo lo cita en su Historia Natural (14, 22) para decirnos que es un lugar donde se crían ásperos vinos. A pesar de todo lo que sabía sobre el mundo conocido, Plinio no pudo adivinar que lo que él consideraba una fértil montaña acabaría también con su vida, como terminó con la de cientos de personas que apenas hoy conocemos. Él murió igual, pero morir tras haber dejado grandes escritos o hazañas implica, al menos, no morir del todo. El Vesubio ya había sido escenario antiguo de sucesos históricos, pues allí comenzó su particular aventura liberadora el gladiador Espartaco. Pero el suceso que convirtió al Vesubio en protagonista de la historia antigua fue su brutal erupción.
Así pues, lo que algunos atribuyeron a un cruel castigo de los dioses terminó encontrando al cabo de los siglos una causa más natural, pues el Vesubio era un volcán. Esta afirmación, sin embargo, no sirve de nada si no tenemos en nuestra cabeza el concepto de volcán. El problema está en el hecho de que en latín no existía ni la palabra ni la idea de lo que era semejante cosa. Bien es verdad que ya Cicerón había hablado de las Vulcaniae insulae al referirse a las islas volcánicas o Eolias que se encuentran al norte de Sicilia, pero aún así no dejaba de pensar en el dios Vulcano como morador del Etna. La palabra “volcánico” nos remite, en principio, a este dios mitológico, el Hefesto de los griegos, engañado por Afrodita (o Venus, en el caso de que lo llamemos Vulcano) y dotado de extraordinarias habilidades en el uso de la fragua. Como es el dios del fuego, los antiguos situaban su fragua precisamente bajo el imponente Etna siciliano. Al cabo de los siglos, tuvieron que llegar a nuevas latitudes los navegantes portugueses para que se les ocurriera aplicar aquella poderosa imagen del mundo clásico a los nuevos volcanes tropicales que descubrían. Aquello fue lo que produjo un singular efecto de ida y vuelta, ya que los descubridores llamaron volcanes a inéditas realidades que, sin embargo, ya eran antiguas. El imaginario grecolatino servía para comprender mejor lo que se iba descubriendo. El Etna, la antigua mansión de Vulcano, pasó por tanto a ser un volcán, al igual que ocurrió con el Vesubio. Pero en la época de la erupción del 79, al desconocer las verdaderas causas naturales del desastre, aquel suceso pudo ser visto como una señal del fin de los tiempos. A los pensadores estoicos, como Séneca, les gustaba pensar de esta manera, interpretando así los fenómenos naturales como castigos ejemplares. Cuesta mucho entender que semejante destrucción sea tan gratuita, y algo parecido sintieron los mismos pensadores ilustrados, como Voltaire y Rousseau, ante el terremoto de Lisboa de 1755. La caída de la piedra pómez y la ceniza sobre Pompeya bajo una interminable noche cuyos únicos resplandores provenían de la lava encendida creó un perfecto imaginario apocalíptico.
Durante aquellas horas de incertidumbre, miedo y agonía, Plinio el Viejo se convirtió en un héroe a su pesar. Plinio el Joven nos relata la hazaña de su tío y su propia experiencia de lo sucedido. Sin embargo, este relato no tuvo crédito durante muchos siglos, hasta que la moderna ciencia de los volcanes pudo comprobar que lo que allí narrado suponía una precisa observación. Lo que en un principio fue considerado una fantasía de su autor terminó viéndose como un importante testimonio. Pero no creemos que lo más importante sea cómo cuenta Plinio el fenómeno natural en sí mismo, sino su propia visión de los hechos. Las cartas suponen también un esfuerzo por comprender una terrible desgracia que Plinio, tanto por su educación escolar como por una necesidad de situarse ante la Historia, va a comparar con la propia caída de Troya. La pequeña gran epopeya comienza cuando tío y sobrino se encontraban en Miseno, a unos 32 kilómetros del Vesubio. Su tío estaba entonces al mando de la flota de la región. Era verano, probablemente el 24 de agosto del año 79, hacia la hora séptima (la una de la tarde), cuando pudo verse a lo lejos un nube gigantesca semejante a un pino (hay que entender que un pino mediterráneo, de copa redonda). Por su situación, aquella gran nube de humo debía de provenir del monte Vesubio. El naturalista queda admirado por lo que ve y decide acercarse hasta donde se produce el fenómeno como algo digno de estudio. Por ello ordena que se le prepare una nave pequeña para hacer la travesía. Invita a su sobrino a acompañarle, pero éste rehúsa con la razón o excusa de que debe seguir con el trabajo de investigación encomendado por su propio tío. Antes de partir ocurre un suceso inesperado que anticipa la desgracia: recibe Plinio el Viejo una petición de ayuda de unos amigos suyos que están cerca del Vesubio. En este momento, a la simple curiosidad se añade la voluntad de socorro, pues decide entonces enviar unas embarcaciones mayores en auxilio de los necesitados. Quizá la imagen más heroica de todo este relato sea la que nos permite imaginar a Plinio el Viejo navegando hacia el volcán en dirección contraria de los que huyen, bajo una lluvia de piedras. Sin embargo, su embarcación no pudo acercarse tanto como él quiso hasta el volcán y se vio obligado a desviarse hacia Estabia, más al sur, donde estaba la villa de su amigo Pomponiano. Una vez allí, Plinio infunde ánimos y pide ser llevado a la sala de baños para quitarse la suciedad acumulada durante un viaje expuesto al humo y la lluvia de piedra. Desde allí se aprecia claramente que hay fuego en el Vesubio, lo que crea todavía mayor temor, pero él tranquiliza a sus amigos aduciendo que deben de ser antorchas dejadas por la gente que huye. Una vez más, la incomprensión de lo que ocurre nos hace ver sólo lo que queremos. Tras la cena, Plinio duerme plácidamente en lo que iba a ser sin duda su última noche con vida. Este comportamiento deja patente la valentía del naturalista y militar, si bien es posible que su sobrino haya querido infundirle estos tintes heroicos para dar mayor dramatismo a su muerte. Como la lluvia de piedras persistía y parecía que la casa se iba a venir abajo, se decidió despertar a Plinio y valorar si era mejor permanecer dentro o fuera. La noche cerrada persistía a la hora del amanecer, y ya no quedaba más salida que acudir a la costa para intentar escapar. Sin embargo, el mar era innavegable, quedando cerrada así la única salida posible. Es entonces cuando a Plinio le sorprendió la muerte, quizá por causa de un infarto, sin sufrir mayores agonías.
Al otro lado de la bahía, su sobrino Plinio el Joven vive otra peripecia, aunque con mejor suerte. Cuando su amigo Tácito le pide que recuerde lo que le ocurrió también a él, se siente como Eneas ante la reina Dido al comenzar a narrar a ésta las desgracias de Troya. Esta comparación de situaciones ayuda a Plinio a entender mejor su propia experiencia, pues la educación clásica servía precisamente para establecer tales analogías y comprender mejor nuestra propia experiencia. Si Plinio comparó la destrucción de Pompeya con la caída de Troya, Primo Levi, en su poema “La niña de Pompeya”, tendrá como referentes a Anna Frank y la bomba de Hiroshima, pues cada época presenta sus desgracias ejemplares. Por tanto, Plinio el Joven nos refiere cómo continuó trabajando tras la partida de su tío. A sus diecisiete años, no era un joven demasiado consciente de la gravedad de aquellos temblores de tierra. Intentó seguir estudiando, quizá para intentar olvidar lo que ocurría fuera. Tanto él como su madre se habían refugiado en el patio de la casa, sin saber que estaban corriendo un grave peligro, pues las paredes circundantes podían venirse abajo en cualquier momento. Por ruego de un amigo salen e intentan huir. Fue allí donde se dieron cuenta de la verdadera gravedad de lo que ocurría, al mezclarse con la multitud aterrada. Dejaron atrás la población con el Vesubio en erupción a sus espaldas, y al volver la vista contemplaron, entre temblores de tierra, cómo el mar devoraba las playas, mientras la montaña continuaba vomitando fuego y piedras. Ante un espectáculo tan apocalíptico la única solución era seguir alejándose, pero tanto a su madre como a él les preocupaba la suerte de su tío. Sin embargo, Plinio obliga a su madre a continuar huyendo, a pesar de que ella prefiere permanecer expuesta al peligro. Llegó la noche, que algunos creyeron que ya sería eterna, y el propio Plinio creyó que el mundo iba a perecer con él. A medida que la lluvia de piedra y los temblores amainaron, Plinio y su madre regresaron a Miseno, a la espera de nuevas sobre su tío, a quien ya no verían más con vida.
Tras este episodio el Vesubio ya no volvió a ser aquella montaña fértil de antes. Su aspecto cambió, al desplomarse sus laderas y quedar un enorme cráter de unos once kilómetros de circunferencia. Las laderas boscosas y los olivares y viñedos de las faldas se tornaron en un paisaje gris. El poeta hispano Marcial describe la devastación de lo que en otro tiempo fue un lugar lleno de vida:
Así pues, lo que algunos atribuyeron a un cruel castigo de los dioses terminó encontrando al cabo de los siglos una causa más natural, pues el Vesubio era un volcán. Esta afirmación, sin embargo, no sirve de nada si no tenemos en nuestra cabeza el concepto de volcán. El problema está en el hecho de que en latín no existía ni la palabra ni la idea de lo que era semejante cosa. Bien es verdad que ya Cicerón había hablado de las Vulcaniae insulae al referirse a las islas volcánicas o Eolias que se encuentran al norte de Sicilia, pero aún así no dejaba de pensar en el dios Vulcano como morador del Etna. La palabra “volcánico” nos remite, en principio, a este dios mitológico, el Hefesto de los griegos, engañado por Afrodita (o Venus, en el caso de que lo llamemos Vulcano) y dotado de extraordinarias habilidades en el uso de la fragua. Como es el dios del fuego, los antiguos situaban su fragua precisamente bajo el imponente Etna siciliano. Al cabo de los siglos, tuvieron que llegar a nuevas latitudes los navegantes portugueses para que se les ocurriera aplicar aquella poderosa imagen del mundo clásico a los nuevos volcanes tropicales que descubrían. Aquello fue lo que produjo un singular efecto de ida y vuelta, ya que los descubridores llamaron volcanes a inéditas realidades que, sin embargo, ya eran antiguas. El imaginario grecolatino servía para comprender mejor lo que se iba descubriendo. El Etna, la antigua mansión de Vulcano, pasó por tanto a ser un volcán, al igual que ocurrió con el Vesubio. Pero en la época de la erupción del 79, al desconocer las verdaderas causas naturales del desastre, aquel suceso pudo ser visto como una señal del fin de los tiempos. A los pensadores estoicos, como Séneca, les gustaba pensar de esta manera, interpretando así los fenómenos naturales como castigos ejemplares. Cuesta mucho entender que semejante destrucción sea tan gratuita, y algo parecido sintieron los mismos pensadores ilustrados, como Voltaire y Rousseau, ante el terremoto de Lisboa de 1755. La caída de la piedra pómez y la ceniza sobre Pompeya bajo una interminable noche cuyos únicos resplandores provenían de la lava encendida creó un perfecto imaginario apocalíptico.
Durante aquellas horas de incertidumbre, miedo y agonía, Plinio el Viejo se convirtió en un héroe a su pesar. Plinio el Joven nos relata la hazaña de su tío y su propia experiencia de lo sucedido. Sin embargo, este relato no tuvo crédito durante muchos siglos, hasta que la moderna ciencia de los volcanes pudo comprobar que lo que allí narrado suponía una precisa observación. Lo que en un principio fue considerado una fantasía de su autor terminó viéndose como un importante testimonio. Pero no creemos que lo más importante sea cómo cuenta Plinio el fenómeno natural en sí mismo, sino su propia visión de los hechos. Las cartas suponen también un esfuerzo por comprender una terrible desgracia que Plinio, tanto por su educación escolar como por una necesidad de situarse ante la Historia, va a comparar con la propia caída de Troya. La pequeña gran epopeya comienza cuando tío y sobrino se encontraban en Miseno, a unos 32 kilómetros del Vesubio. Su tío estaba entonces al mando de la flota de la región. Era verano, probablemente el 24 de agosto del año 79, hacia la hora séptima (la una de la tarde), cuando pudo verse a lo lejos un nube gigantesca semejante a un pino (hay que entender que un pino mediterráneo, de copa redonda). Por su situación, aquella gran nube de humo debía de provenir del monte Vesubio. El naturalista queda admirado por lo que ve y decide acercarse hasta donde se produce el fenómeno como algo digno de estudio. Por ello ordena que se le prepare una nave pequeña para hacer la travesía. Invita a su sobrino a acompañarle, pero éste rehúsa con la razón o excusa de que debe seguir con el trabajo de investigación encomendado por su propio tío. Antes de partir ocurre un suceso inesperado que anticipa la desgracia: recibe Plinio el Viejo una petición de ayuda de unos amigos suyos que están cerca del Vesubio. En este momento, a la simple curiosidad se añade la voluntad de socorro, pues decide entonces enviar unas embarcaciones mayores en auxilio de los necesitados. Quizá la imagen más heroica de todo este relato sea la que nos permite imaginar a Plinio el Viejo navegando hacia el volcán en dirección contraria de los que huyen, bajo una lluvia de piedras. Sin embargo, su embarcación no pudo acercarse tanto como él quiso hasta el volcán y se vio obligado a desviarse hacia Estabia, más al sur, donde estaba la villa de su amigo Pomponiano. Una vez allí, Plinio infunde ánimos y pide ser llevado a la sala de baños para quitarse la suciedad acumulada durante un viaje expuesto al humo y la lluvia de piedra. Desde allí se aprecia claramente que hay fuego en el Vesubio, lo que crea todavía mayor temor, pero él tranquiliza a sus amigos aduciendo que deben de ser antorchas dejadas por la gente que huye. Una vez más, la incomprensión de lo que ocurre nos hace ver sólo lo que queremos. Tras la cena, Plinio duerme plácidamente en lo que iba a ser sin duda su última noche con vida. Este comportamiento deja patente la valentía del naturalista y militar, si bien es posible que su sobrino haya querido infundirle estos tintes heroicos para dar mayor dramatismo a su muerte. Como la lluvia de piedras persistía y parecía que la casa se iba a venir abajo, se decidió despertar a Plinio y valorar si era mejor permanecer dentro o fuera. La noche cerrada persistía a la hora del amanecer, y ya no quedaba más salida que acudir a la costa para intentar escapar. Sin embargo, el mar era innavegable, quedando cerrada así la única salida posible. Es entonces cuando a Plinio le sorprendió la muerte, quizá por causa de un infarto, sin sufrir mayores agonías.
Al otro lado de la bahía, su sobrino Plinio el Joven vive otra peripecia, aunque con mejor suerte. Cuando su amigo Tácito le pide que recuerde lo que le ocurrió también a él, se siente como Eneas ante la reina Dido al comenzar a narrar a ésta las desgracias de Troya. Esta comparación de situaciones ayuda a Plinio a entender mejor su propia experiencia, pues la educación clásica servía precisamente para establecer tales analogías y comprender mejor nuestra propia experiencia. Si Plinio comparó la destrucción de Pompeya con la caída de Troya, Primo Levi, en su poema “La niña de Pompeya”, tendrá como referentes a Anna Frank y la bomba de Hiroshima, pues cada época presenta sus desgracias ejemplares. Por tanto, Plinio el Joven nos refiere cómo continuó trabajando tras la partida de su tío. A sus diecisiete años, no era un joven demasiado consciente de la gravedad de aquellos temblores de tierra. Intentó seguir estudiando, quizá para intentar olvidar lo que ocurría fuera. Tanto él como su madre se habían refugiado en el patio de la casa, sin saber que estaban corriendo un grave peligro, pues las paredes circundantes podían venirse abajo en cualquier momento. Por ruego de un amigo salen e intentan huir. Fue allí donde se dieron cuenta de la verdadera gravedad de lo que ocurría, al mezclarse con la multitud aterrada. Dejaron atrás la población con el Vesubio en erupción a sus espaldas, y al volver la vista contemplaron, entre temblores de tierra, cómo el mar devoraba las playas, mientras la montaña continuaba vomitando fuego y piedras. Ante un espectáculo tan apocalíptico la única solución era seguir alejándose, pero tanto a su madre como a él les preocupaba la suerte de su tío. Sin embargo, Plinio obliga a su madre a continuar huyendo, a pesar de que ella prefiere permanecer expuesta al peligro. Llegó la noche, que algunos creyeron que ya sería eterna, y el propio Plinio creyó que el mundo iba a perecer con él. A medida que la lluvia de piedra y los temblores amainaron, Plinio y su madre regresaron a Miseno, a la espera de nuevas sobre su tío, a quien ya no verían más con vida.
Tras este episodio el Vesubio ya no volvió a ser aquella montaña fértil de antes. Su aspecto cambió, al desplomarse sus laderas y quedar un enorme cráter de unos once kilómetros de circunferencia. Las laderas boscosas y los olivares y viñedos de las faldas se tornaron en un paisaje gris. El poeta hispano Marcial describe la devastación de lo que en otro tiempo fue un lugar lleno de vida:
“He aquí el Vesubio, hace poco verde bajo la sombra de los pámpanos; aquí la noble uva había hecho desbordarse las cubas llenas de vino: éstas son las cumbres que Baco amó más que a las colinas de Nisa, en este monte danzaron los sátiros. Esta era la morada de Venus, más grata para ella que Lacedemonia, este lugar era famoso por el nombre de Hércules. Todo yace sumergido en llamas y en siniestra ceniza: ni los dioses del cielo hubieran querido que esto les fuese permitido.” (Mart. 4,44,1 trad. de Dulce Estefanía).
Francisco García Jurado y María José Barrios
H.L.G.E.
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