En el año 64 de nuestra era se declaró un terrible incendio por los barrios más populosos de Roma. Fue tan devastador que duró varios días. No sabemos si fue Nerón quien provocó esta catástrofe. En todo caso, el emperador aprovechó la circunstancia para emprender la reconstrucción de Roma y levantar un palacio colosal: la Domus Aurea o Casa Dorada. Como casi siempre en estas circunstancias, los grandes perdedores fueron las capas populares de Roma. En particular, hubo una “secta” que fue acusada de haber provocado aquel incendio: los cristianos. Las interpretaciones sobre los hechos de este incendio continúan siendo hasta hoy controvertidas.
EL INCENDIO DE ROMA DEL VERANO DEL 64
El incendio de Roma del año 64 descrito por Suetonio en la Vida de Nerón y por Tácito en el libro 15 de los Anales sigue hoy día constituyendo uno de los episodios más conocidos de la agitada historia de la Roma imperial. Gracias, primero, a la obra de los historiadores antiguos y, después, a los modernos relatos históricos, en especial la novela Quo vadis?, escrita por el polaco Sienckiewicz, podemos imaginar al emperador Nerón cantando con su lira un poema sobre la caída de Troya mientras contempla extasiado el pavoroso incendio. Sea verdad o fabulación, Nerón ha pasado a la Historia como uno de los mayores pirómanos jamás conocidos.
De lo que no cabe duda es de que el desastre llegó a asolar una gran parte de Roma, como si se hubiera producido una invasión enemiga. La zona más afectada fue la que luego acabaría correspondiendo a los alrededores del Coliseo. El incendio se declaró una noche de julio, en la parte del Circo que está más cerca de los montes Palatino y Celio. Las llamas se propagaron de manera virulenta, pues esa parte de Roma estaba constituida por un entramado de callejuelas y casas hacinadas. Tácito describe con tonos vivos cómo aquel lugar se convirtió en una trampa mortal para sus habitantes, ante la rapidez con la que se extendía el fuego. En poco tiempo, gracias al viento, alcanzó las proporciones del Circo y se extendió por las zonas llanas para luego subir por las irregulares manzanas. Las capas sociales más desfavorecidas se llevaron la peor parte, ya que sintieron primero el miedo a la muerte y, en caso de sobrevivir, la desolación de haberlo perdido todo. Las calles estaban atascadas por el tumulto de personas, pues mientras unas corrían para salvarse y otras no podían huir tan rápido de una muerte cierta. Como suele ocurrir en las desgracias colectivas, entre tanta desesperación y pavor hubo quien aprovechó para hacer rapiña e incluso seguir quemando otros lugares con la ayuda de teas. Algunos piensan que estos incendiarios seguían órdenes concretas, quizá del mismo emperador.
Tras seis días interminables de devastación sin tregua se había logrado habilitar cerca de las Esquilias una zona abierta para servir de cortafuegos. Es entonces cuando, según Tácito, volvió a declararse un segundo incendio, ya en zonas más abiertas de la ciudad. El foco de este nuevo incendio estaba en el barrio Emiliano, en una finca de Ofonio Tigelino. Tigelino era un siniestro personaje y la mano derecha de Nerón, que incluso participaba en las orgías privadas de éste. El nuevo incendio, si bien no provocó tantas víctimas como el primero, arrasó numerosos templos y lugares de recreo, de manera que contribuyó aún más a la sensación de ruina colectiva. La magnitud del desastre, ahora más monumental que propiamente humano, hizo concebir la sospecha de que Nerón pretendía fundar una nueva ciudad sobre las ruinas de Roma. Ciertamente había motivos reales para creerlo, pues de las catorce regiones en que se dividía la urbe sólo cuatro habían quedado completamente ajenas al desastre. Quizá ahora el capricho de Nerón había llegado muy lejos.
LA FIGURA DE NERÓN
Resulta innegable que, independientemente de la participación real del emperador en los sucesos, este gran incendio de Roma no puede narrarse al margen de su persona. De hecho, al día siguiente de haberse declarado el primer incendio Nerón volvió de su villa de recreo, en Anzio, cuando las llamas tocaban ya sus propiedades palaciegas, que tampoco se libraron del fuego. Aquí es donde, según nos cuenta Tácito, corrió la voz de que Nerón no había tenido mejor ocurrencia que subirse a un escenario dispuesto en su propia casa para cantar la destrucción de Troya, como si la mítica y lejana historia contada por los grandes poetas tuviera ahora un excelente marco para su memorable recuerdo. No hay constancia cierta de que el emperador cometiera semejante excentricidad. Más bien, parece que tiene mucho de leyenda, sobre todo cuando vemos que las otras dos fuentes antiguas relevantes sobre el incendio sitúan a Nerón en lugares distintos al referido por Tácito. Suetonio nos cuenta que hizo este canto desde la llamada torre de Mecenas, sobre el monte Esquilino, y Dión Casio, por su parte, dice que fue en la zona alta de palacio. Sin entrar en la veracidad de este hecho, el emperador ya había dado muestras suficientes de su carácter estrafalario para que la leyenda de su canto ante las llamas fuera, cuando menos, creíble. Gracias a la historia, a la novela y al cine, podemos imaginar cómo al tiempo que decenas de personas morían o huían ante la desolación más absoluta, el emperador convertía la desgracia común en improvisado escenario para una de sus acostumbradas locuras. Pero el emperador no se había comportado siempre de esta manera tan esperpéntica.
Conviene recordar que Nerón había sido aclamado imperator a los diecisiete años, en el 54. Cuando se declara el incendio lleva, por tanto, diez años a la cabeza del imperio. El primer lustro había resultado un ejemplo de respeto a las tradiciones políticas romanas, gracias a la excelente educación recibida de sus maestros Séneca y Afranio Burro. Fue una época tan benigna que se la denominó el quinquennium aureum (“el quinquenio dorado”), si bien no era oro todo lo que relucía, pues ya durante este período había comenzado el emperador a derivar hacia un nuevo modelo despótico. El punto de partida lo marcó el asesinato de su propia madre, Agripina. De esta forma, Nerón se fue alejando paulatinamente del modelo inicial, basado en las viejas costumbres romanas, para convertirse en un monarca absoluto al estilo oriental, dentro de una política fuertemente marcada por el personalismo. Para ello, Nerón contaba con la simpatía de la plebe y se había ido rodeando de nuevos consejeros, como Tigelino, debilitando así la autoridad de sus viejos y honorables maestros.
De esta forma, cuando llegamos al año 64, fecha del incendio de Roma, parece que este proceso de cambio ha culminado: la vieja nobleza se siente marginada y maltratada frente al auge de personas provenientes de otras clases, como el orden ecuestre. Nerón ha logrado hacerse con un apoyo social variado y suficiente para su nuevo proyecto político, el neronismo. En estas circunstancias, si bien el incendio pudo ser una mera casualidad, acabó convirtiéndose, al mismo tiempo, en todo un síntoma de este nuevo estado de cosas. FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
EL INCENDIO DE ROMA DEL VERANO DEL 64
El incendio de Roma del año 64 descrito por Suetonio en la Vida de Nerón y por Tácito en el libro 15 de los Anales sigue hoy día constituyendo uno de los episodios más conocidos de la agitada historia de la Roma imperial. Gracias, primero, a la obra de los historiadores antiguos y, después, a los modernos relatos históricos, en especial la novela Quo vadis?, escrita por el polaco Sienckiewicz, podemos imaginar al emperador Nerón cantando con su lira un poema sobre la caída de Troya mientras contempla extasiado el pavoroso incendio. Sea verdad o fabulación, Nerón ha pasado a la Historia como uno de los mayores pirómanos jamás conocidos.
De lo que no cabe duda es de que el desastre llegó a asolar una gran parte de Roma, como si se hubiera producido una invasión enemiga. La zona más afectada fue la que luego acabaría correspondiendo a los alrededores del Coliseo. El incendio se declaró una noche de julio, en la parte del Circo que está más cerca de los montes Palatino y Celio. Las llamas se propagaron de manera virulenta, pues esa parte de Roma estaba constituida por un entramado de callejuelas y casas hacinadas. Tácito describe con tonos vivos cómo aquel lugar se convirtió en una trampa mortal para sus habitantes, ante la rapidez con la que se extendía el fuego. En poco tiempo, gracias al viento, alcanzó las proporciones del Circo y se extendió por las zonas llanas para luego subir por las irregulares manzanas. Las capas sociales más desfavorecidas se llevaron la peor parte, ya que sintieron primero el miedo a la muerte y, en caso de sobrevivir, la desolación de haberlo perdido todo. Las calles estaban atascadas por el tumulto de personas, pues mientras unas corrían para salvarse y otras no podían huir tan rápido de una muerte cierta. Como suele ocurrir en las desgracias colectivas, entre tanta desesperación y pavor hubo quien aprovechó para hacer rapiña e incluso seguir quemando otros lugares con la ayuda de teas. Algunos piensan que estos incendiarios seguían órdenes concretas, quizá del mismo emperador.
Tras seis días interminables de devastación sin tregua se había logrado habilitar cerca de las Esquilias una zona abierta para servir de cortafuegos. Es entonces cuando, según Tácito, volvió a declararse un segundo incendio, ya en zonas más abiertas de la ciudad. El foco de este nuevo incendio estaba en el barrio Emiliano, en una finca de Ofonio Tigelino. Tigelino era un siniestro personaje y la mano derecha de Nerón, que incluso participaba en las orgías privadas de éste. El nuevo incendio, si bien no provocó tantas víctimas como el primero, arrasó numerosos templos y lugares de recreo, de manera que contribuyó aún más a la sensación de ruina colectiva. La magnitud del desastre, ahora más monumental que propiamente humano, hizo concebir la sospecha de que Nerón pretendía fundar una nueva ciudad sobre las ruinas de Roma. Ciertamente había motivos reales para creerlo, pues de las catorce regiones en que se dividía la urbe sólo cuatro habían quedado completamente ajenas al desastre. Quizá ahora el capricho de Nerón había llegado muy lejos.
LA FIGURA DE NERÓN
Resulta innegable que, independientemente de la participación real del emperador en los sucesos, este gran incendio de Roma no puede narrarse al margen de su persona. De hecho, al día siguiente de haberse declarado el primer incendio Nerón volvió de su villa de recreo, en Anzio, cuando las llamas tocaban ya sus propiedades palaciegas, que tampoco se libraron del fuego. Aquí es donde, según nos cuenta Tácito, corrió la voz de que Nerón no había tenido mejor ocurrencia que subirse a un escenario dispuesto en su propia casa para cantar la destrucción de Troya, como si la mítica y lejana historia contada por los grandes poetas tuviera ahora un excelente marco para su memorable recuerdo. No hay constancia cierta de que el emperador cometiera semejante excentricidad. Más bien, parece que tiene mucho de leyenda, sobre todo cuando vemos que las otras dos fuentes antiguas relevantes sobre el incendio sitúan a Nerón en lugares distintos al referido por Tácito. Suetonio nos cuenta que hizo este canto desde la llamada torre de Mecenas, sobre el monte Esquilino, y Dión Casio, por su parte, dice que fue en la zona alta de palacio. Sin entrar en la veracidad de este hecho, el emperador ya había dado muestras suficientes de su carácter estrafalario para que la leyenda de su canto ante las llamas fuera, cuando menos, creíble. Gracias a la historia, a la novela y al cine, podemos imaginar cómo al tiempo que decenas de personas morían o huían ante la desolación más absoluta, el emperador convertía la desgracia común en improvisado escenario para una de sus acostumbradas locuras. Pero el emperador no se había comportado siempre de esta manera tan esperpéntica.
Conviene recordar que Nerón había sido aclamado imperator a los diecisiete años, en el 54. Cuando se declara el incendio lleva, por tanto, diez años a la cabeza del imperio. El primer lustro había resultado un ejemplo de respeto a las tradiciones políticas romanas, gracias a la excelente educación recibida de sus maestros Séneca y Afranio Burro. Fue una época tan benigna que se la denominó el quinquennium aureum (“el quinquenio dorado”), si bien no era oro todo lo que relucía, pues ya durante este período había comenzado el emperador a derivar hacia un nuevo modelo despótico. El punto de partida lo marcó el asesinato de su propia madre, Agripina. De esta forma, Nerón se fue alejando paulatinamente del modelo inicial, basado en las viejas costumbres romanas, para convertirse en un monarca absoluto al estilo oriental, dentro de una política fuertemente marcada por el personalismo. Para ello, Nerón contaba con la simpatía de la plebe y se había ido rodeando de nuevos consejeros, como Tigelino, debilitando así la autoridad de sus viejos y honorables maestros.
De esta forma, cuando llegamos al año 64, fecha del incendio de Roma, parece que este proceso de cambio ha culminado: la vieja nobleza se siente marginada y maltratada frente al auge de personas provenientes de otras clases, como el orden ecuestre. Nerón ha logrado hacerse con un apoyo social variado y suficiente para su nuevo proyecto político, el neronismo. En estas circunstancias, si bien el incendio pudo ser una mera casualidad, acabó convirtiéndose, al mismo tiempo, en todo un síntoma de este nuevo estado de cosas. FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
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