Suelen explicarse los guías en la India con categorías históricas occidentales al hablar de su país. De esta forma, hablan de la “Edad Media” cuando estamos en los templos de Khajurahu, o de la “Ilustración” cuando llegamos a Jaipur, la ciudad rosa. Los tiempos históricos de la India son esencialmente distintos, pero ahora convergen en nuestra conciencia. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
Jaipur es la capital del mítico estado de Rajastán. Fundada en 1728 por el maharajá Sawai Jai Singh, gobernante de Amber y gran aficionado a la Astrología (reproduzco el detalle de uno de los artilugios diseñados para la observación del movimiento de los astros), la ciudad muestra todavía el recto trazado de sus calles, y no pude dejar de acordarme del Barrio del Comercio de Lisboa, tan ligado a la memoria del ilustrado marqués de Pombal. La gran diferencia es que en Jaipur, como en todas las ciudades que hemos visitado en la India, la mugre, los taxistas y el tránsito rodado arruinan cualquier intento de paseo tranquilo. Poco a poco fuimos aprendiendo María José y yo que lo que considerábamos “normal”, es decir, poder caminar desde el hotel hasta el centro, era poco menos que una proeza. Los taxistas de los populares motocarros nos acosaban, literalmente, para que montáramos en sus sucios cacharros. Hubo hasta quien nos impidió el paso cruzándose en nuestro camino. ¡Cómo iban a dejar escapar ese potencial dinero de dos turistas que osaban a pasear por su territorio! Decididos a caminar, no obstante, a unos les contábamos que nos gustaba ir paseando, a otros ni les contestábamos siquiera, todo dependía de nuestro estado de ánimo y de la agresividad del sujeto en cuestión. Pero el paseo, en efecto, se volvía a menudo arduo, por no decir imposible. Recuerdo cómo a la salida por una de las puertas de la ciudad antigua, y tras saltar por los orines y la suciedad indescriptible, tuvimos que hacer uso de una suerte de estrategia militar para cruzar la calle. Nos vimos, literalmente, inmersos en un mar de vehículos, con el agravante de que era por la noche. Jaipur sería una ciudad habitable y hermosa si hubiera lugares para disfrutar de su contemplación. Como las aceras están ocupadas por todo tipo de tiendas, motos, vacas y de cualquier cosa inimaginable, hay que estar constantemente sorteando los vehículos que llegan desde todas partes. El bazar está repleto de tiendas de ropa, y también de libros para la selectividad (“competition books”). Recuerdo las colas de estudiantes comprando los libros nuevos, vieja sensación que también me hizo reencontrarme un poco conmigo mismo cuando tenía menos años. A la ciudad vieja se acude, por tanto, para estas cuestiones prácticas, y a esto ha quedado reducida. Pero la belleza del palacio de los vientos, que no es otra cosa que un inmenso velo para que las mujeres vieran y no fueran vistas, sigue allí, pese al tráfico, la mugre y los vendedores. Finalmente, me gustó mucho que nuestro guía recordara, a la salida de la ciudad, que Octavio Paz vivió allí. Recordé su libro titulado “El mono gramático”, donde aparece una curiosa fotografía del observatorio “astrológico” (pues ya sabemos que Astronomía y Astrología sólo se distinguen ya en tiempos modernos) que mandó construir el maharajá para conocer el futuro. Visitar la India suscita constantemente esta paradoja entre el rechazo y la admiración. No es posible encasillar un viaje como éste simplemente entre lo que nos ha gustado y lo que no. Al volver a casa, observé con pasmo que mi fotografía del observatorio era casi la misma que la que había tomado Octavio Paz, salvo que en la suya aparece una mujer. No sé si todo esto fue casualidad. FRANCISCO GARCÍA JURADO
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