El texto apareció en el diario EL PAÍS hace ya mucho tiempo (22-IX-1991) con el título "Todavía Virgilio":
"Como es conocido de todos, el de la Blanca Luna le arrancó a don Quijote, cuando le derribó en Barcelona, esta dura promesa: la de amontonar sus armas durante un año. Así se hizo, y don Quijote volvió a casa. Sólo que camino de casa, de su cordura y de la muerte, pensó también don Quijote tirarse al monte por entretener aquellos meses de penitencia. Vivirían vida virgiliana, pastoril y de égloga, conforme al modelo de las Bucólicas. Incluso encontró para él y para su escudero nombres de guerra, es decir, nombres de paz: el pastor Quijotiz y el pastor Pancino.
No me parece a mí que hoy nadie haga alabanza de aldea y menosprecio de la corte. La gente dice amar el campo, pero eso es mentira. De ser así la gente se iría a pasar un mes a un lugar apartado y no se engolfaría en playas abominables. Lo dice el propio Virgilio: «No a todos gustan los vergeles y los tamarindos humildes». El campo a la gente le produce urticaria. La soledad, lo mismo.
Antes no era así y las Bucólicas y las Geórgicas fueron libros leídos, releídos, admirados en toda la cristiandad. Se veía en ellos el símbolo de la vida beata, de la vida feliz, no porque estuviese excluida de ella el dolor, como porque hasta el dolor allí producía alegría. «Alegría el lloro», dice exactamente don Quijote.
Fray Luis de León vertió las Bucólicas y parte de las Geórgicas a un castellano admirable, fuente de toda nuestra poesía lírica. Escribe en alguna parte de sus Complementarios Antonio Machado que admira a Virgilio sobre todo por haber incluido entre sus versos los de otros autores, sin tomarse la molestia de citarlos. Lo mismo cabría afirmar de la traducción de Fray Luis. A veces Fray Luis no se ha tomado siquiera la molestia de mirar el original. Dice de pronto: «La grulla luego alzando el vuelo / como el vapor del valle se levanta». Si acudiéramos al latín en busca de tan inigualable vuelo, quedaríamos todos defraudados, incluido Virgilio.
Saber a medias.
Las Bucólicas y las Geórgicas tienen su historia, sus fechas y sus nombres, sus mecenas y fuentes. Dioses, ninfas, leyendas que hoy nos pillan lejos. No hace mucho, paseando entre las ruinas idílicas de Villa Adriana, en Tívoli, vino el pintor Ramón Gaya a sacarnos de dudas sobre una complicada genealogía mitológica: «Esas cosas hay que saberlas a medias».
Lo mismo aquí. No importa que aparezcan en las Bucólicas, mezclados hombres y dioses, verdad y fábula. No importa siquiera que en las Geórgicas se hable de «esas potrancas que sin coito alguno, quedan preñadas por el viento». Dice a continuación Virgilio: «Causa maravilla decirlo» . Y maravilla nos causa a nosotros oírselo. La erudición, como la ciencia, siempre mejor a medias. Los detalles exactos no le interesaban ni a Stendhal. Bástenos saber que fueron escritos hace 2.000 años, que uno significa pastorales y que el otro, que Josep Pla sabía de memoria, es un tratado de agricultura, casi uno de aquellos mínimos calendarios zaragozanos de color pimentón que aún se venden en nuestras ferias.
¿Qué quedaría si a estos libros se les quitara la erudición, la ciencia? La poesía. Nos queda la poesía irreductible, grande como el primer día en que fue escrita. Tiene uno siempre al leerlos, al releerlos, la impresión de mirar una de esas pinturas inagotables de Brueghel, portento y miniatura de caminos y gentes, de mieses y segadores, de animales y frutos, pinturas en las que se oyen «enjambres que suenan y adormecen», panoramas en cuyas ramas se posan las músicas y las aves.
Los dioses lo son porque pusieron nombres a las cosas. Los clásicos les pusieron adjetivos. ¡Qué invariables adjetivos los de Virgilio, cuánto poder para nombrar el mundo, cuánta poesía!: «los árboles veleros»; «los aires voladores»; «hierba más blanda que el sueño»; «las semillas del fuego». «Las fatigas de la luna» nos dice el poeta para hablarnos de sus fases o «llenar los cubos nevados del ordeño», al mirar la espuma de la herrada.
«Afortunado», insiste Virgilio, «el que ha podido conocer las causas de los fenómenos y los dioses del campo, pues no conoce las leyes del hierro, la locura del foro ni los archivos públicos» .
Son, es cierto, libros destartalados, sin orden ni concierto. Los dos son ingenuos y sencillos. Los dos, un pozo pequeño y de venero limpio. Es decir, libros fuera del mundo. Por eso siguen teniendo unos cuantos lectores. No muchos. Sí lo bastante quijotescos como para saber que Virgilio tenía razón al decir: «Alaba las fincas grandes; cultiva la pequeña». Con un consejo así nadie se hace rico ni moderno. Feliz, como pensó serlo el pastor Quijotiz, quizá, aunque para desbaratar ese sueño siempre tenemos a mano la cordura y la muerte."
Tras leer semejante texto, ¿no nos sentimos acaso invitados a sumergirnos en los versos de Virgilio? La literatura y la erudición antigua, convertida en una curiosa forma de poesía, se dan la mano en estas líneas. Resulta sugestiva, por lo demás, la alusión a los bucólicos paisajes de Brueghel, que enriquece la serie de sugerencias pictóricas que a menudo suscita la propia literatura latina a la luz de los autores modernos. La lectura de las "Bucólicas" y, en especial, de las "Geórgicas" se convierte, más que en un ejercicio intelectual, en una actitud vital. Francisco García Jurado
"Como es conocido de todos, el de la Blanca Luna le arrancó a don Quijote, cuando le derribó en Barcelona, esta dura promesa: la de amontonar sus armas durante un año. Así se hizo, y don Quijote volvió a casa. Sólo que camino de casa, de su cordura y de la muerte, pensó también don Quijote tirarse al monte por entretener aquellos meses de penitencia. Vivirían vida virgiliana, pastoril y de égloga, conforme al modelo de las Bucólicas. Incluso encontró para él y para su escudero nombres de guerra, es decir, nombres de paz: el pastor Quijotiz y el pastor Pancino.
No me parece a mí que hoy nadie haga alabanza de aldea y menosprecio de la corte. La gente dice amar el campo, pero eso es mentira. De ser así la gente se iría a pasar un mes a un lugar apartado y no se engolfaría en playas abominables. Lo dice el propio Virgilio: «No a todos gustan los vergeles y los tamarindos humildes». El campo a la gente le produce urticaria. La soledad, lo mismo.
Antes no era así y las Bucólicas y las Geórgicas fueron libros leídos, releídos, admirados en toda la cristiandad. Se veía en ellos el símbolo de la vida beata, de la vida feliz, no porque estuviese excluida de ella el dolor, como porque hasta el dolor allí producía alegría. «Alegría el lloro», dice exactamente don Quijote.
Fray Luis de León vertió las Bucólicas y parte de las Geórgicas a un castellano admirable, fuente de toda nuestra poesía lírica. Escribe en alguna parte de sus Complementarios Antonio Machado que admira a Virgilio sobre todo por haber incluido entre sus versos los de otros autores, sin tomarse la molestia de citarlos. Lo mismo cabría afirmar de la traducción de Fray Luis. A veces Fray Luis no se ha tomado siquiera la molestia de mirar el original. Dice de pronto: «La grulla luego alzando el vuelo / como el vapor del valle se levanta». Si acudiéramos al latín en busca de tan inigualable vuelo, quedaríamos todos defraudados, incluido Virgilio.
Saber a medias.
Las Bucólicas y las Geórgicas tienen su historia, sus fechas y sus nombres, sus mecenas y fuentes. Dioses, ninfas, leyendas que hoy nos pillan lejos. No hace mucho, paseando entre las ruinas idílicas de Villa Adriana, en Tívoli, vino el pintor Ramón Gaya a sacarnos de dudas sobre una complicada genealogía mitológica: «Esas cosas hay que saberlas a medias».
Lo mismo aquí. No importa que aparezcan en las Bucólicas, mezclados hombres y dioses, verdad y fábula. No importa siquiera que en las Geórgicas se hable de «esas potrancas que sin coito alguno, quedan preñadas por el viento». Dice a continuación Virgilio: «Causa maravilla decirlo» . Y maravilla nos causa a nosotros oírselo. La erudición, como la ciencia, siempre mejor a medias. Los detalles exactos no le interesaban ni a Stendhal. Bástenos saber que fueron escritos hace 2.000 años, que uno significa pastorales y que el otro, que Josep Pla sabía de memoria, es un tratado de agricultura, casi uno de aquellos mínimos calendarios zaragozanos de color pimentón que aún se venden en nuestras ferias.
¿Qué quedaría si a estos libros se les quitara la erudición, la ciencia? La poesía. Nos queda la poesía irreductible, grande como el primer día en que fue escrita. Tiene uno siempre al leerlos, al releerlos, la impresión de mirar una de esas pinturas inagotables de Brueghel, portento y miniatura de caminos y gentes, de mieses y segadores, de animales y frutos, pinturas en las que se oyen «enjambres que suenan y adormecen», panoramas en cuyas ramas se posan las músicas y las aves.
Los dioses lo son porque pusieron nombres a las cosas. Los clásicos les pusieron adjetivos. ¡Qué invariables adjetivos los de Virgilio, cuánto poder para nombrar el mundo, cuánta poesía!: «los árboles veleros»; «los aires voladores»; «hierba más blanda que el sueño»; «las semillas del fuego». «Las fatigas de la luna» nos dice el poeta para hablarnos de sus fases o «llenar los cubos nevados del ordeño», al mirar la espuma de la herrada.
«Afortunado», insiste Virgilio, «el que ha podido conocer las causas de los fenómenos y los dioses del campo, pues no conoce las leyes del hierro, la locura del foro ni los archivos públicos» .
Son, es cierto, libros destartalados, sin orden ni concierto. Los dos son ingenuos y sencillos. Los dos, un pozo pequeño y de venero limpio. Es decir, libros fuera del mundo. Por eso siguen teniendo unos cuantos lectores. No muchos. Sí lo bastante quijotescos como para saber que Virgilio tenía razón al decir: «Alaba las fincas grandes; cultiva la pequeña». Con un consejo así nadie se hace rico ni moderno. Feliz, como pensó serlo el pastor Quijotiz, quizá, aunque para desbaratar ese sueño siempre tenemos a mano la cordura y la muerte."
Tras leer semejante texto, ¿no nos sentimos acaso invitados a sumergirnos en los versos de Virgilio? La literatura y la erudición antigua, convertida en una curiosa forma de poesía, se dan la mano en estas líneas. Resulta sugestiva, por lo demás, la alusión a los bucólicos paisajes de Brueghel, que enriquece la serie de sugerencias pictóricas que a menudo suscita la propia literatura latina a la luz de los autores modernos. La lectura de las "Bucólicas" y, en especial, de las "Geórgicas" se convierte, más que en un ejercicio intelectual, en una actitud vital. Francisco García Jurado
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