Acabo de leer el libro que Jesús Marchamalo ha publicado sobre varias bibliotecas de escritores: “Donde se guardan los libros”. Siento gran interés por este tipo de textos que relatan bibliotecas y, haciendo caso omiso a mi propia recomendación de no leer novedades, terminé por comprármelo e incluso leerlo. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
En realidad, buscaba en este libro renovar el grato recuerdo de una lectura que encontré en los años 80 sobre bibliotecas personales. Era un reportaje del dominical de El País (cuando todavía aparecían artículos que me interesaban) donde, entre otras bibliotecas, aparecían las de Jesús Aguirre (el jesuita, “autor de prólogos, según Cela, que entonces aparecía como flamante Duque de Alba), el músico Luis de Pablo, el antropólogo Julio Caro Baroja o la impar Esther Tusquets, de cuya biblioteca recuerdo, sobre todo, un bello busto modernista. Aquel reportaje, creo que se titulaba “Bibliotecas vivas”, me ha acompañado durante toda la vida, y no sólo físicamente. Entre otras cosas, recuerdo la fascinación que me produjeron los libros de brujería que atesoraba Caro Baroja en su biblioteca de Itzea, o el sano hábito de Eshter Tusquets de no dejar que su biblioteca fuera más allá de 5.000 ejemplares. Leí y releí aquel artículo, como queriendo extraer de él toda la felicidad que acaso podría seguirme reportando. Hoy día lo conservo en mi archivo sobre bibliotecas, pero no he querido rescatarlo para escribir este blog, sino relatarlo de memoria, para que el juego de olvidos y recuerdos lo muestre, si cabe, aún más propio y personal. Para quienes hemos dedicado buena parte de nuestra vida a los libros, las bibliotecas personales son un buen reflejo de lo que somos, en definitiva. Constituyen una riqueza no material, y son difíciles de entender para los profanos en la materia, es decir, los que no viven con libros. Nosotros vemos en nuestros anaqueles relieves difícilmente perceptibles para quienes no nos conocen, y que suelen ver moles de papel amenazantes. Pero ese carácter amenazante, invasivo, propio del cuento “Casa tomada”, de Cortázar, hace ya tiempo que se va adueñando también de mi percepción. No es el caso de María José, que sigue conservando una pasión libresca propia de una adolescente estudiosa. Algunos de los libros que me llegan a la facultad a veces no viajan hasta casa, pues pienso en las abarrotadas librerías, en cómo las secciones que destiné, por ejemplo, a la literatura latina ya no pueden seguir recibiendo nuevos inquilinos, a no ser que los viejos se vayan. Naturalmente, cerrar la entrada a los nuevos libros supone ya una forma de tiempo detenido, de conciencia de lo ya leído y de cierta desconfianza por lo nuevo. Son cosas de la edad, supongo, pero el día que compré el libro de Marchamalo ya estaba devorándolo por la Avenida Complutense, poco antes de llegar al metro de Ciudad Universitaria. No me ha reportado tanta felicidad como el artículo de las bibliotecas vivas, pero tampoco es cuestión de que las cosas y las sensaciones sean igual siempre. FRANCISCO GARCÍA JURADO
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