Que los viajes transcurren, en definitiva, por nosotros mismos, por nuestra íntima historia, es algo que compruebo en especial cuando visito lugares muy lejanos. “Lejano” no quiere decir “ajeno”, como ahora tendré ocasión de mostrar cuando os relate algunas sensaciones de un paseo por Moscú, nada menos que en busca de la casa de León Tolstoi. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
Ya os he contado alguna vez que mis impresiones de Moscú son las de una ciudad fría e inhumana, atravesada por grandes avenidas que generalmente se cruzan por medio de pasadizos subterráneos. Es, justamente, en ese improvisado inframundo de los pasadizos donde aflora la vida espontánea de las pequeñas tiendas y donde uno recupera cierta dimensión humana de las cosas.
A la sombra de los antiguos rascacielos estalinistas, y ahora también de los modernos complejos urbanísticos que los nuevos ricos hacen florecer para pasmo de los pobres, Moscú es también una ciudad literaria, y mucho. María José y yo habíamos ido a parar a un destartalado hotel a las afueras de la ciudad, cerca del parque Ismailovo, lugar que en otro tiempo fue propiedad de los zares. Nuestro recorrido diario por Moscú comenzaba siempre en la monumental estación de metro que había cerca del hotel, y todavía provista del aroma fuerte de la antigua Unión Soviética. A las horas punta del metro debíamos mostrar toda la pericia del mundo para no titubear, pues las filas interminables de viajeros no permitían errores o retrocesos.
Ya no recuerdo qué día fue, ni de qué lugar de Moscú partimos exactamente. Sí recuerdo que era por la tarde, y que emprendimos, como es nuestra costumbre, un largo e intenso paseo en busca de la casa de León Tolstoi. El paseo por el Moscú de Bulgakov, en particular por el Moscú de su novela titulada El maestro y margarita, nos había llevado hasta la gratísima Laguna del Patriarca durante una tarde de sol. Ahora disfrutábamos de otra tarde agradable, pero el paseo parecía que nunca iba a terminar (volví a tener la misma sensación en Beijing, cuando dejamos atrás la plaza de Tiananmén). Recuerdo que cruzamos una anchísima avenida donde los autos nos miraban amenazantes y que volví a tener esa sensación recurrente de que por allí era imposible que se conservara la casa de escritor o persona alguna. Pero al fin vislumbramos un gran parque presidido por una gigantesca escultura de Tolstoi, indicio de que ya estábamos cerca. Enfilamos una pequeña calle de la que absurdamente recuerdo un bar cuya puerta tenía forma de botella de vodka.
Al fin nos encontramos con la casa del escritor, construida de madera y pintada de un grato color alegre. Para mí Tolstoi es el recuerdo grado de mi abuelo, buen lector de Tolstoi, como todo viejo anarquista que se preciara de ello, y que me regaló, cuando yo era bastante pequeño, un precioso librito ilustrado que narraba la vida del escritor. Recuerdo dos cosas de ese libro, una que no era recomendado para los jóvenes y otra que Tolstoi logró durante sus tiempos de servicio militar una hazaña habilidosa: un cañón se había disparado de forma improvisada, y Tolstoi logró encajar la bala dentro de otro cañón. No sé si esto fue verdad, ni tan siquiera posible, pero recuerdo perfectamente que aquel librito narraba esa historia, y que a Tolstoi lo condecoraron por ello. Sin embargo, el día en que se le iba a imponer la condecoración Tolstoi se quedó dormido, por lo que sufrió un consejo de guerra que le hizo abandonar el ejército. Quizá por esto el libro no era recomendable para los jóvenes.
Tan lejos de mi casa y, sobre todo, tan lejos de los años de mi infancia, durante aquel rato, ante la casa de Tolstoi, me di cuenta de que para mí aquel gran escritor no era una persona distinta de la de mi abuelo Antonio Jurado. Si miraba el retrato de Tolstoi volvía a ver a mi querido abuelo y regresaba por arte de magia a una parte aún viva de mis días infantiles. También pensé en el comienzo de Ana Karenina, cuando Tolstoi nos dice que la felicidad de las familias suele ser parecida, mientras que la tristeza es diversa. Me vinieron a la cabeza tantos sinsabores de mi familia y horas de angustia en unos tiempos donde yo no podía entenderlos cabalmente. En aquella calle lejana de Moscú, con un vago recuerdo campestre, volví a habitar los sueños. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
A la sombra de los antiguos rascacielos estalinistas, y ahora también de los modernos complejos urbanísticos que los nuevos ricos hacen florecer para pasmo de los pobres, Moscú es también una ciudad literaria, y mucho. María José y yo habíamos ido a parar a un destartalado hotel a las afueras de la ciudad, cerca del parque Ismailovo, lugar que en otro tiempo fue propiedad de los zares. Nuestro recorrido diario por Moscú comenzaba siempre en la monumental estación de metro que había cerca del hotel, y todavía provista del aroma fuerte de la antigua Unión Soviética. A las horas punta del metro debíamos mostrar toda la pericia del mundo para no titubear, pues las filas interminables de viajeros no permitían errores o retrocesos.
Ya no recuerdo qué día fue, ni de qué lugar de Moscú partimos exactamente. Sí recuerdo que era por la tarde, y que emprendimos, como es nuestra costumbre, un largo e intenso paseo en busca de la casa de León Tolstoi. El paseo por el Moscú de Bulgakov, en particular por el Moscú de su novela titulada El maestro y margarita, nos había llevado hasta la gratísima Laguna del Patriarca durante una tarde de sol. Ahora disfrutábamos de otra tarde agradable, pero el paseo parecía que nunca iba a terminar (volví a tener la misma sensación en Beijing, cuando dejamos atrás la plaza de Tiananmén). Recuerdo que cruzamos una anchísima avenida donde los autos nos miraban amenazantes y que volví a tener esa sensación recurrente de que por allí era imposible que se conservara la casa de escritor o persona alguna. Pero al fin vislumbramos un gran parque presidido por una gigantesca escultura de Tolstoi, indicio de que ya estábamos cerca. Enfilamos una pequeña calle de la que absurdamente recuerdo un bar cuya puerta tenía forma de botella de vodka.
Al fin nos encontramos con la casa del escritor, construida de madera y pintada de un grato color alegre. Para mí Tolstoi es el recuerdo grado de mi abuelo, buen lector de Tolstoi, como todo viejo anarquista que se preciara de ello, y que me regaló, cuando yo era bastante pequeño, un precioso librito ilustrado que narraba la vida del escritor. Recuerdo dos cosas de ese libro, una que no era recomendado para los jóvenes y otra que Tolstoi logró durante sus tiempos de servicio militar una hazaña habilidosa: un cañón se había disparado de forma improvisada, y Tolstoi logró encajar la bala dentro de otro cañón. No sé si esto fue verdad, ni tan siquiera posible, pero recuerdo perfectamente que aquel librito narraba esa historia, y que a Tolstoi lo condecoraron por ello. Sin embargo, el día en que se le iba a imponer la condecoración Tolstoi se quedó dormido, por lo que sufrió un consejo de guerra que le hizo abandonar el ejército. Quizá por esto el libro no era recomendable para los jóvenes.
Tan lejos de mi casa y, sobre todo, tan lejos de los años de mi infancia, durante aquel rato, ante la casa de Tolstoi, me di cuenta de que para mí aquel gran escritor no era una persona distinta de la de mi abuelo Antonio Jurado. Si miraba el retrato de Tolstoi volvía a ver a mi querido abuelo y regresaba por arte de magia a una parte aún viva de mis días infantiles. También pensé en el comienzo de Ana Karenina, cuando Tolstoi nos dice que la felicidad de las familias suele ser parecida, mientras que la tristeza es diversa. Me vinieron a la cabeza tantos sinsabores de mi familia y horas de angustia en unos tiempos donde yo no podía entenderlos cabalmente. En aquella calle lejana de Moscú, con un vago recuerdo campestre, volví a habitar los sueños. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
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