No soy consciente de haber vivido tiempos tan malos como los actuales. Este verano no es como los otros, y tiene mucho de preludio de tormentas terribles. El sueño de Europa ha vuelto a revelarse como un gran fiasco y las diferencias entre el sur y el norte se hacen bien palpables. La vida se ha vuelto tan gris que apenas la reconocemos. Sin embargo, me resisto a dejar de sentir ilusión por lo que hago, sobre todo a dejar de pensar y de leer. Pienso en cuántas personas han pasado durante su vida por pruebas terribles, como el profesor Víctor Klemperer, que de su mundo perfecto en la Universidad de Dresde pasó a sumergirse en el infierno del nazismo. A pesar de todo, decidió no sólo vivir, sino seguir pensando y escribiendo. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
Sí, fue hace ya unos años cuando pude leer sus cuadernos, titulados La lengua del III Reich. Klemperer era un profesor de literatura francesa en la idílica Universidad de Dresde y experto en Montesquieu. Su pecado no era otro que el de ser judío. Una vez más, estamos ante el castigo que nos cae desde arriba por el mero hecho de ser parte de un grupo determinado. Klemperer fue viendo cómo al principio se le prohibía dar clase. Entonces se quedó en la biblioteca. Luego también se le negó el acceso a la biblioteca, y permaneció en su casa leyendo sus propios libros. Pero los nazis le prohibieron también leer algo que no fueran libros judíos. Después, ni eso le dejaron. Gracias a estar casado con una mujer alemana de pura cepa no le deportaron, pero esto supuso que ella sufriera a diario constantes humillaciones por estar casada con un judío. Kemplerer terminó despojado de su pequeño mundo, de su trabajo, de sus libros, de su dignidad. No sé si lo que ahora voy a relatar lo cuenta él como tal en sus diarios o soy yo mismo quien lo inventa, tras años de evocar la escena. Imagino a Klemperer una noche sentado, tras una agotadora jornada de trabajo vejatorio, con la estrella de David cosida en su ropa, pensando si no sería mejor morir. Casi puedo verlo con una luz marchita de una bombilla antigua, en un mundo donde ya nada parecía que fuera a ser lo mismo que él antes había conocido. Su decisión fue vivir, y no sólo eso, sino intentar escribir con medios harto precarios una obra sobre el lenguaje que utilizaban los nazis. Esta obra supuso un gran riesgo no sólo para él, a quien se le prohibía escribir, sino para quienes se aventuraron a esconder los manuscritos hasta el final de la guerra. Entre otras cosas estudió el término "héroe" y "heroico", tan del gusto de la propaganda nazi, pero sólo en su accepción del héroe que se presenta ante las masas, como los jóvenes atletas rubios durante los juegos olímpicos. Klemperer sabe bien que los verdaderos héroes son desconocidos, al igual que las verdaderas epopeyas son las que nadie ve. Su mujer fue una heroína en este sentido profundo de la palabra. ¿Merece la pena luchar en estas condiciones? Por supuesto que sí, y gracias a esta lucha hoy podemos disfrutar de estos cuadernos magníficos. Stephan Zweig y su esposa tomaron, sin embargo, un camino bien distinto al de Klemperer y terminaron con su vida. No sabían lo cerca que estaban del fin de aquella pesadilla. Qué bella novela hubiera podido escribir Zweig precisamente al final de la Segunda Guerra Mundial. El verdadero fracaso es no poder sobrevivir al fracaso. FRANCISCO GARCÍA JURADO
2 comentarios:
El análisis de Klemperer sobre el adjetivo "fanático" es un ejemplo de precisión filológica que nos ilumina sobre la actuación nazi sobre su lengua y sobre la influencia que esa variación de sentido ejerció sobre la mayoría de alemanes de entonces. La lección de este profesor, imprescindible para cualquiera que quiera aproximarse con rigor al estudio de la relación entre lengua e ideología, remite inevitablemente a la "neolengua" que describe Orwell en "1984".
Un saludo.
Muy oportuno tu comentario, Ricardo, y muy lúcida esa relación que estableces entre la obra de Kemplerer y el planteamiento orwelliano de la neolengua.
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