Mis compañeros de viaje no tenían ni la menor idea del experimento que estaba realizando mientras recorríamos uno de los trechos míticos de la ruta de la seda, precisamente entre Bujara y Samarcanda. Mi inocente lectura, el manejo silencioso de unos folios, contenía toda una experiencia irrepetible: leer ciertos versos de Borges ni más ni menos que en plena ruta de la seda. ¿Por qué? Sobre todo porque debemos viajar leyendo y leer mientras viajamos. Pero esta lectura, de manera concreta, no era casual. Había sutiles asociaciones. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
La ruta de la seda, con su trasiego incesante de remotas caravanas, no nació por las consabidas razones comerciales que todos los libros de historia y viajes se empeñan en contarnos. Nació, simplemente, para que un poeta llegara a sentir en cierto momento la frescura de la seda de Oriente. Esta razón es tan profundamente hermosa como inútil, pero así es como nos la cuenta Jorge Luis Borges: "Por el camino de la seda, por el arduo camino que fatigaron antiguas caravanas para que un paño con figuras llegara a manos de Virgilio y le sugiriera el hexámetro, Marco Polo, atravesando cordilleras y arenas, arribó a la China (...)" (Marco Polo, "Descripción del Mundo", en Biblioteca Personal J.L. Borges). El poeta que sintió la frescura de la tela de Oriente fue Virgilio, cuya obra es imprescindible para comprender la poesía de Borges. Tras mi libro titulado "Borges, autor de la Eneida" (2006) llevo tiempo estudiando cómo Borges llegó a aprender en sus tiempos adolescentes de Ginebra otra de las obras latinas de Virgilio, concretamente la primera égloga, la que nos presenta a dos pastores, Títiro y Melibeo, cantando sus penas y alegrías. Esta égloga se cierra con dos versos insuperables, donde se nos habla del plácido ocaso, de las sombras de los montes y de las lejanías. Pues bien, he tenido la irrepetible experiencia de leer los versos de Borges, los inspirados en Virgilio, a lo largo de una parte de esa ruta de la seda. En cierta manera, estos versos han regresado a su ideal origen: los camellos trajeron la seda hasta Roma, hasta Virgilio; Virgilio, a su vez, inspiró a Borges algunos de sus mejores poemas en la Ginebra adolescente de 1914; finalmente, yo leo los poemas de Borges en el lugar originario que trajo la supuesta inspiración a Virgilio, al menos según Borges. Mi experiencia de viaje se ha vuelto, por tanto, parte de esta admirable ficción. Mientras recorríamos el árido desierto mi mente lectora intentaba dilucidar, muy en concreto, el sentido o sentidos que tiene el adjetivo "lento" en la poesía de Borges. Si Virgilio dice que uno de sus pastores está "lentus in umbra", Borges pasea por la innumerable biblioteca "lento en mi lenta sombra". "Lento", en Virgilio, se refiere a cualidades tan diversas como lo "flexible" o lo "tranquilo". Borges, entre otras cosas, habla de la "lenta mano de Virgilio" cuando acaricia la seda de Oriente. Mi lectura fue intensa y gratificante. No era una lectura meramente ociosa y venía motivada por muchas horas de reflexión previa. Algunas de esas horas habían transcurrido previamente en la propia Ginebra hacía un tiempo. Lo más curioso de todo fue que, ya de regreso, tuvimos que hacer una parada técnica precisamente en Ginebra. Desde el avión vi de nuevo los hermosos Alpes, coronados por el Mont Blanc, y supe que esas mismas montañas de las que habla Virgilio al final de su primera égloga son también las que Borges vio desde la Ginebra de su adolescencia. Borges está enterrado en Ginebra, en el tranquilo cementerio de Plain Palais. La ciudad de su adolescencia se convirtió, al mismo tiempo, en la ciudad de su crepúsculo. De la misma manera, el latín de Virgilio terminó siendo una nostalgia, inseparable de Ginebra. No sé muy bien cómo, pero antes de aterrizar en Ginebra di con la clave de "lento" en Borges. El resultado de esta investigación se ha publicado ahora en tierras no menos míticas y literarias, las de Escocia (Bulletin of Hispanic Studies), en cuya ciudad de Aberdeen Joseph Cartaphilus (¿inmortal Homero?) se subscribió a los tomos de la Ilíada de Pope. Así se cierra una mágica ruta sentimental que comenzó en Ginebra, prosiguió por las tierras Uzbecas y termina coronada por las brumas del norte. Nada más borgiano. Es por ello por lo que cuando volvía de la ruta de la seda y llegaba a Ginebra la realidad geográfica de mi viaje se había convertido ya en un itinerario oculto, quizá uno de los viajes literarios más sutiles que llevaré a cabo alguna vez a lo largo de mi vida. El resultado ha sido dichoso, y he vuelto a comprobar que todavía hay lugar para la magia en nuestras vidas. FRANCISCO GARCÍA JURADO
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