Hay lugares que rememoran otros lugares más cercanos y que no pueden dejar de hacernos recordar momentos de nuestra infancia. Eso es lo que me sucedió cuando hace unos pocos días paseábamos al atardecer por la mítica Samarcanda. POR MARÍA JOSÉ BARRIOS CASTRO
De cada lugar que visitamos Paco y yo siempre buscamos en ellos algo en lo que podamos encontrar un motivo de afinidad o un sentimiento de que aquello que vemos no nos es completamente ajeno. De este modo, cada recorrido siempre tiene como meta hallar un lugar que nos haga recordar y nos sitúe; esta búsqueda puede ser una iglesia, un centro de investigación, una sociedad geográfica o un museo, por citar tan sólo algunos ejemplos. Así pues, tras las visitas acordadas con el guía, por la tarde decidimos dar una vuelta por Samarcanda y recorrer el barrio judío en busca de la sinagoga. Salimos del hotel paseando por el agradable boulevard de la Universidad hasta llegar a la hermosa plaza del Registán, y allí, con el mapa en la mano, por la calle peatonal Tashkent buscábamos una salida a la calle Abu Laiz Samarqandiy. Sin embargo, mi sorpresa fue cuando nos dimos cuenta de que para acceder a esta calle había que cruzar una puerta. Era como atravesar un decorado para acceder a otro mundo completamente diferente; la ciudad de Samarcanda, la real, está escondida detrás de unos paneles de color crema que dan al turista la impresión de hallarse en un cuento de las mil y una noches. Mas cuando atraviesas esos paneles, la realidad que se ofrece, con niños semidesnudos jugando al fútbol en una plaza, casas viejas pintadas de cal, calles mal empedradas, y ancianos musulmanes sentados junto a la mezquita, te devuelven, como si recibieras un tortazo, a un mundo del que eres totalmente consciente.
La razón de ocultar esta realidad no la conozco, quizá sea porque el gobierno no quiere que el turismo vea una Samarcanda que no correspondería con sus expectativas, o tal vez porque hay un interés político de propaganda. El hecho es que cuando nos acercamos a la puerta de acceso a este otro mundo me llegaron recuerdos muy dispares. Lo primero que recordé fue un sueño que tuve cuando era pequeña y visité por primera vez las ruinas de Itálica en mi ciudad natal. En esa visita, una de las cosas que debió de impresionarme más, de hecho motivó el sueño, fueron las huellas de dos pies grabadas en la piedra. En el sueño, al pisar las huellas atravesaba una Itálica en ruinas para encontrarme una Itálica del s.I a.C. Y como en Alicia a través del espejo nada era lo que parecía. Evidentemente, tampoco pude evitar comentarle a Paco la sensación de sentirme como Alicia al pasar de un decorado al otro. Y es que Samarcanda es una mezcla de ciudades invisibles, como aquellas de las que nos habla Italo Calvino en su libro del mismo título. Samarcanda es Sofronia, la ciudad compuesta de dos medias ciudades, una tiene la gran montaña rusa de ríspidas gibas, el carrusel con el haz estrellado de sus cadenas, la rueda con sus jaulas giratorias, la otra media es de piedra y mármol y cemento, pero Samarcanda es también Melania, la ciudad teatro, donde el diálogo se repite una y otra vez, cambian los actores pero el decorado es el mismo. Quizá no estemos ante una Samarcanda real y otra inventada, quizá las dos sean reales o quizá ambas falsas, pues como dice el propio Calvino, la mentira no está en las palabras sino en las cosas. Por MARÍA JOSÉ BARRIOS CASTRO
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