Hay muchas formas de equivocarse, pero, probablemente, peores que los errores inevitables son aquellos que, aunque previsibles, no podemos dejar de cometer. Publio Ovidio Nasón (43 a. C. – hacia el 17 p. C.) encarna con su propia vida ese último tipo de error y, al mismo tiempo, convierte su existencia en una obra de arte tan trascendente como sus versos. Fiel a sus pasiones literarias, Ovidio era, ante todo, un creador de versos, a quien su padre criticaba sin ambages afanes tan poco prácticos, que lo llevarían a renunciar a la esperable carrera política (el llamado cursus honorum) de un ciudadano de su condición. Ovidio era, además, el hombre de las mil caras; se le ha visto como un poeta diletante, un sectario neopitagórico, un paradigma del desterrado o un hombre que se enfrenta al poder. El gran historiador Carcopino ha observado cómo la figura del poeta sigue siendo cambiante incluso a lo largo del tiempo: “Creían conocer en el poeta del siglo de Augusto a un diletante, a un virtuoso de la prosodia latina, al compilador alegre de 231 fábulas, cuyas fáciles narraciones insertó en los 15 libros de sus Metamorfosis; al infatigable improvisador de la poesía galante que se explaya en los Amores, Heroidas, Arte amatoria y Remedios de amor, y se enfrentan con un hombre muy distinto del que les evocaban más o menos vagamente los recuerdos de su formación clásica: a un alma angustiada por el misterio del destino humano, desesperadamente tenso hacia la luz de un más allá (...).” Ovidio está en la estela de grandes autores universales que, como Casanova o Hemingway, han hecho de su vida acaso la obra más perfecta.
El poeta del amor
Los años romanos de Ovidio vienen marcados por obras novedosas, a menudo irreverentes, que hacen de él un poeta único ya desde sus primeros versos. Es el caso del Ars amatoria, cuyo título se inspira en los de las gramáticas escolares. En este caso, estaríamos ante una especie de gramática de usos amorosos que enseña a los jóvenes a iniciarse en el amor, entendido, según las convenciones poéticas de su momento, como una forma de milicia. El propio poeta expone a sus lectores de qué partes se compone su indecoroso manual: “En primer lugar procura encontrar a la mujer que vas a amar, soldado que por vez primera entras sin experiencia en el combate. La siguiente tarea es conseguir el amor de la mujer que te ha gustado. La tercera, que ese amor perdure largo tiempo” (trad. de E. Montero Cartelle). Sin embargo, este verdadero manual de usos y costumbres eróticas no encajaba muy bien en el programa de regeneración moral de Augusto, hecho que comenzó a conferir al poeta una fama de poeta licencioso que ya no pudo corregir y que se volvería luego en su contra. Merece la pena recordar que, siglos más tarde, esta obra hizo las delicias del Arcipreste de Hita, quien lo parafrasea en su Libro del Buen Amor, y que todavía hoy podemos encontrar versiones más o menos fieles de este verdadero manual de autoayuda amorosa para los hombres. Pero no sólo fueron los hombres lectores de Ovidio, y el poeta lo sabía. En este sentido, también sabe adoctrinar a las mujeres, y a ellas destina el libro III de su manual, a fin de que la batalla sea equilibrada. No contento con todo ello, compone, a su vez, una suerte de antídoto para su Ars, los Remedia amoris, y ofrece también un breve e incompleto repertorio de cosmética para las mujeres en sus Medicamina faciei.
No dejan de estar presentes las mujeres en las veintiuna cartas de amor que componen las Heroidas. Estas cartas resultan sorprendentes, al igual que las obras antes citadas, pues nos ofrecen los diferentes puntos de vista sobre conocidos asuntos mitológicos de mujeres como Penélope, Briseida o Dido. Por ejemplo, la carta que la reina cartaginesa Dido escribe al héroe troyano Eneas ofrece una interpretación bien distinta de aquella que nos daba Virgilio en su Eneida. Una vez que éste ha decidido abandonarla por una misión más elevada nos dice la reina: “Tienes decidido, a pesar de todo, irte y dejar a la desdichada Dido, y los vientos se llevarán al mismo tiempo tus velas y tu promesa. Tienes decidido, Eneas, desatar amarras a las naves a la vez que te desatas tú de tu compromiso, y buscar los reinos ítalos, que no sabes dónde están.” (trad. de Vicente Cristóbal). Estamos ante un libro absolutamente actual que contempla el punto de vista femenino desde la variedad y sutileza de los diferentes personajes. En el caso de Dido, destaca la debilidad y cobardía de Eneas ante la idea de un compromiso.
No dejan de estar presentes las mujeres en las veintiuna cartas de amor que componen las Heroidas. Estas cartas resultan sorprendentes, al igual que las obras antes citadas, pues nos ofrecen los diferentes puntos de vista sobre conocidos asuntos mitológicos de mujeres como Penélope, Briseida o Dido. Por ejemplo, la carta que la reina cartaginesa Dido escribe al héroe troyano Eneas ofrece una interpretación bien distinta de aquella que nos daba Virgilio en su Eneida. Una vez que éste ha decidido abandonarla por una misión más elevada nos dice la reina: “Tienes decidido, a pesar de todo, irte y dejar a la desdichada Dido, y los vientos se llevarán al mismo tiempo tus velas y tu promesa. Tienes decidido, Eneas, desatar amarras a las naves a la vez que te desatas tú de tu compromiso, y buscar los reinos ítalos, que no sabes dónde están.” (trad. de Vicente Cristóbal). Estamos ante un libro absolutamente actual que contempla el punto de vista femenino desde la variedad y sutileza de los diferentes personajes. En el caso de Dido, destaca la debilidad y cobardía de Eneas ante la idea de un compromiso.
El gran poeta de las metamorfosis
Las obras que hemos comentado ya habrían bastado para dar al poeta la dimensión de un clásico universal. Sin embargo, los quince libros de su magna obra, las Metaformosis, estaban aún por llegar. Ningún poeta griego había tratado las transformaciones mitológicas con la maestría con que lo va a hacer Ovidio. Las Metamorfosis suponen, además, una antología de géneros literarios. Hay belleza descriptiva, dramatismo, reflexión... De hecho, esta obra de Ovidio se ha convertido, sin proponérselo, en una ayuda imprescindible para comprender todas las obras de arte que a lo largo de los siglos se han inspirado en ella, desde el Renacimiento hasta artistas modernos como Rodin.
El poeta inicia también durante este período de su vida otra obra ambiciosa dedicada al calendario Romano: la obra se titula Fastos, palabra que todavía podemos hoy reconocer cuando decimos que un día malo ha sido “nefasto”. La obra, en unión probablemente con la apoteosis de Augusto que cierra las Metamorfosis, venía probablemente motivada por el intento de cambiar su imagen de poeta diletante y cortesano ante el omnipotente emperador. Si esto se hizo con este empeño no llegó, sin embargo, a buen término. La desgracia se cernía irremediable sobre el poeta, y sólo faltaba la gota que desbordara el vaso.
El poeta del exilio
El año 8 d.C., cuando Ovidio se encontraba en la cima de su éxito, recibió de Augusto la orden de dejar Roma y partir al Mar Negro, entonces llamado Ponto Euxino, que era donde se encontraban los confines del imperio. Mucho se ha especulado acerca de las causas de este exilio. El propio poeta aduce que las causas de su destierro fueron un carmen y un error, es decir, un poema y una suerte de imprudencia, probablemente cometida con una mujer de la familia imperial: Julia, la hija del emperador, o Julia Minor, hija de aquélla. Hay, incluso, quien sostiene que el destierro fue tan sólo una ficción biográfica tramada por el propio Ovidio. Poetas y filólogos han tratado de poner en claro si la inhóspita Tomis, en la actual Rumanía, era tan inhabitable como el propio exiliado nos cuenta quejumbroso. El poeta ruso Pushkin desmiente que el lugar sea como Ovidio lo describió (“Brilla aquí largo tiempo un azulado cielo / y breve es el imperio de la invernal borrasca” trad. de E. Alonso Luengo). En todo caso, el exilio abre otro ciclo poético bien distinto, el de los Tristia y las Epistulae ex Ponto, elegías llenas de reflexión y patetismo. De entre las diferentes elegías compuestas por Ovidio durante este tiempo, ninguna ha sido probablemente tan citada como aquella que recuerda el dolor de la última noche en Roma. Los niños han aprendido durante siglos en la escuela los versos de esta elegía tercera del libro primero de Tristia, la que comienza con el verso cum subit illius tristissima noctis imago (“cuando acude a mi memoria la imagen tristísima de aquella noche...”).
El poeta contra el poder
Cuando muere Augusto en el año 14, Ovidio, que lleva ya varios años de exilio, implora esta vez a Tiberio su perdón para intentar volver y vivir o, al menos, morir en Roma. El poeta ya tiene cerca de sesenta años, y quedan muy lejos los tiempos felices de sus poemas amorosos. Los años de exilio y la nostalgia de Roma le han convertido en otra persona. El ingenio de sus obras anteriores se transforma ahora en una continua queja y autojustificación, teñida a menudo de adulaciones desesperadas. Esto tampoco logrará que Tiberio se ablande ante las súplicas del poeta, que terminará muriendo en esa lejana región del imperio. Si bien algunos críticos han visto (creemos que injustamente) la decadencia del poeta en su obra del exilio, asistimos de vez en cuando a versos llenos de fuerza y rebeldía. Son la voz de un hombre que, si bien ha tenido que abandonar todo lo que más amaba, no ha dejado de ser poeta:
heme aquí, aunque privado de mi patria, de vosotros y de mi casa,
y aunque se me ha arrebatado todo cuanto quitarme se pudo,
sigo acompañado, sin embargo, de mi ingenio y de él disfruto;
ningún derecho pudo el César tener sobre él. (Ov. Tr. iii 7 45-48)
y aunque se me ha arrebatado todo cuanto quitarme se pudo,
sigo acompañado, sin embargo, de mi ingenio y de él disfruto;
ningún derecho pudo el César tener sobre él. (Ov. Tr. iii 7 45-48)
Hacia el año 17 o 18 d.C. Ovidio muere en el exilio. El tiempo le ha conferido una de las inmortalidades más transcendentes que poeta alguno haya podido soñar, pues es varios poetas a un tiempo: del amor, de las metamorfosis y del exilio.
FRANCISCO GARCÍA JURADO
Francisco García Jurado
H.L.G.E.
1 comentario:
Me paso al fin por tu blog y, cosas de los atajos al pasado que a veces es buscar en google, me topo con este post del otoño pasado. Lejos de sufrir la tentación de irme a uno más reciente, me quedo en él, cómo dejar atrás a Ovidio...
Ya sabes me mis pocas lecturas y menores conocimientos de clásicos griegos y latinos (ni siquiera hice el bachillerato de letras, oh my god), pero lo poco leído de Ovidio lo tengo intancto, limpísimo en la memoria.
Especialmente fresca está la emoción que me produjeron los Tristia. Luego, zambulléndome en Garcilaso y en sus maravillosamente arrogantes poemas dedicados al Emperador Carlos desde su exilio en una isla del Danubio, le recordé intensamente. Uno y otro proclamaron, aunque bajo apariencias distintas, que el verdadero Emperador del poeta (no diré Dios, porque ese trono fue para ellos ocupado por Eros)es la creación, ese pálpito ingenioso que les lleva una y otra vez a verterse más allá de sí mismos. Fidelísimo (al menos poéticamente)a su amor, bien podría haber sido él, Garcilaso, quien escribiera, a propósito de la nula importancia que le condeció a las iras de Carlos V (sobre esto sí se atrevió a escribir)y a la enorme que le concedió a su conciencia de creador y de amante aquel inolvidable verso de de los Tristia (y sé que en Ovidio tiene otro significado, pero eso es lo bueno): "placato possum non miser esse deo".
Me encantó hablar contigo. Otro tipo de viaje en el tiempo, supongo.
Mil besos.
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