Poco a poco voy perfilando una historia no académica de la literatura basada, fundamentalmente, en cuatro mitos: el mito del autor, el mito (o superstición) del texto, el mito de la crítica y, finalmente, el mito de la lectura y la relectura. Poco a poco iré desgranando estos aspectos, dentro una irrepetible aventura vital. Por Francisco García Jurado.
Frente al criterio eminentemente positivista que domina buena parte de la historiografía literaria, especialmente la del siglo XIX, nuestra historia no académica se caracteriza por sus criterios intuitivos. No vamos a entrar en una polémica discusión acerca de la conveniencia de los diversos métodos, si bien no ponemos en duda que sin el positivismo la ciencia no tendría fundamentos empíricos. Es evidente que hay que partir de los datos, y que estos deben clasificarse de manera razonada. A resultas de este método, la historia de la literatura se divide por géneros, autores o periodos cronológicos. Nuestra reserva surge cuando nos hacen creer que la manera en que los manuales de historia de la literatura ofrecen los hechos es la única posible, y es, precisamente, en esa imposibilidad de concebir alternativas donde encontramos la mayor reserva. No en vano, la historia de la literatura que bulle en nuestras mentes no tiene forma de manual, como algunos podrían pensar (y cuánta culpa tiene esta creencia en el hecho de que algunos cursos de literatura terminen siendo un desastre) sino que presentan, más bien, la forma de una “antología inminente”, en palabras ya comentadas antes de Alfonso Reyes. Somos los portadores de unos textos que, una vez leídos y soñados, forman parte de nosotros. Si bien no somos sus dueños (como pretenden los partidarios más extremos de la estética de la recepción) sí somos sus transmisores y los que hacemos posible que estos textos vuelvan a la vida. La alquimia que los sentidos del texto van conformando en nuestra mente, ligados a nuestras experiencias vitales, es, en definitiva, la que va a conferir su significado más profundo y vital, al menos para nosotros. La historia no académica que proponemos ofrece de vez en cuando interesantes muestras de este método hermenéutico, como las de James Joyce, Herman Broch y Luis Goytisolo. Joyce desarrolla en el capítulo noveno su Ulises una sugerente interpretación que, partiendo de la semejanza fonética entre el personaje de Hamlet y el nombre del hijo de Shakespeare, Hamnet, lleva a uno de los personajes de Joyce a identificar a Shakespeare no tanto con Hamlet como con el espectro de su padre[1]. Por su parte, Hermann Broch indaga desde dentro de su propia circunstancia vital acerca de las razones por las que Virgilio quiso quemar su Eneida al margen de los criterios positivistas que han aportado tradicionalmente las Vitae Vergilianae, como ha estudiado el profesor Vidal[2]. Y no podemos pasar por alto la subjetiva indagación que sobre la cólera de Aquiles desarrolla un personaje de Luis Goytisolo:
“No quiero dejar de señalar, por otra parte, la enorme repercusión que tuvo en el desarrollo de mi autoanálisis el descubrimiento, en la figura de Aquiles, de un claro antecedente de mi propio caso, antecedente mejor que modelo, dado lo muy subjetivo que todo resulta en esta materia. Sobre todo si se tiene en cuenta que el mérito de tal descubrimiento -que, más aún que mi propia personalidad, explica la de Aquiles- es algo que, o mucho me equivoco, o me pertenece por entero. Que yo sepa, al menos, nadie hasta la fecha ha encarado el tema con suficiente agudeza. Me gustaría ver, si no, quién es la eminencia capaz de explicarme la reacción de Aquiles en dos momentos cruciales del asedio de Troya -el abandono de la lucha y su retorno a ella, similares en ambas ocasiones así el motivo como el resultado, a cual más aciago- sin remontarse hasta la primera infancia, sin rastrear el enmarañado panorama que allí se ofrece a nuestros ojos (...)” (Luis Goytisolo, La cólera de Aquiles [Antagonía 3], Madrid, Alianza Editorial, 1987, p. 236)
Se trata de una interpretación personal y muy poco filológica de la consabida cólera de Aquiles, en cuya figura se encarna uno de los personajes femeninos de su novela para tratar de ver a través de ella diferentes aspectos de su propia vida. Esta identificación lleva al personaje de Goytisolo a una apropiación de la figura de Aquiles, a quien cree comprender mucho mejor en sus reacciones psicológicas que algunas “eminencias”.
[1] José María Valverde comentaba así este peculiar capítulo en su ya mítica traducción de Joyce: “Es de notar que las teorías que Stephen dice no creer, a pesar de exponerlas brillantemente, eran tomadas bastante en serio por el propio Joyce y empiezan a serlo por algunos especialistas en Shakespeare.” (Prólogo a James Joyce, Ulises, Barcelona, Bruguera-Lumen, 1979, pp. 59-60).
[2] “Por qué Virgilio quería quemar la Eneida..., si es que quería”, publicado en HVMANITAS in honorem Antonio Fontán (Madrid, Gredos, 1992, pp. 479-484). Nos parece también muy interesante el libro Hermann Broch (1886-1951) (Madrid, Ediciones del Orto, 2001), de Berit Balzer, quien habla así del problema de dar fin a la obra: “La forma cíclica encierra en sí el peligro de desembocar en lo esotérico, y a Broch le preocupaba el problema de cómo llevar a término su novela sin caer en el misticismo. De esa disyuntiva saca la conclusión de que toda verdadera obra de arte se mueve en el precario umbral de lo mítico/místico. Virgilio, consecuente con esta idea última, quiere ver destruida su Eneida después de su muerte –como lo dispuso Kafka con algunas obra suyas-, pero el emperador Augusto quiere conservarla por el interés que ha de tener para la posteridad.” (p. 32).
FRANCISCO GARCÍA JURADO
H.L.G.E.
Frente al criterio eminentemente positivista que domina buena parte de la historiografía literaria, especialmente la del siglo XIX, nuestra historia no académica se caracteriza por sus criterios intuitivos. No vamos a entrar en una polémica discusión acerca de la conveniencia de los diversos métodos, si bien no ponemos en duda que sin el positivismo la ciencia no tendría fundamentos empíricos. Es evidente que hay que partir de los datos, y que estos deben clasificarse de manera razonada. A resultas de este método, la historia de la literatura se divide por géneros, autores o periodos cronológicos. Nuestra reserva surge cuando nos hacen creer que la manera en que los manuales de historia de la literatura ofrecen los hechos es la única posible, y es, precisamente, en esa imposibilidad de concebir alternativas donde encontramos la mayor reserva. No en vano, la historia de la literatura que bulle en nuestras mentes no tiene forma de manual, como algunos podrían pensar (y cuánta culpa tiene esta creencia en el hecho de que algunos cursos de literatura terminen siendo un desastre) sino que presentan, más bien, la forma de una “antología inminente”, en palabras ya comentadas antes de Alfonso Reyes. Somos los portadores de unos textos que, una vez leídos y soñados, forman parte de nosotros. Si bien no somos sus dueños (como pretenden los partidarios más extremos de la estética de la recepción) sí somos sus transmisores y los que hacemos posible que estos textos vuelvan a la vida. La alquimia que los sentidos del texto van conformando en nuestra mente, ligados a nuestras experiencias vitales, es, en definitiva, la que va a conferir su significado más profundo y vital, al menos para nosotros. La historia no académica que proponemos ofrece de vez en cuando interesantes muestras de este método hermenéutico, como las de James Joyce, Herman Broch y Luis Goytisolo. Joyce desarrolla en el capítulo noveno su Ulises una sugerente interpretación que, partiendo de la semejanza fonética entre el personaje de Hamlet y el nombre del hijo de Shakespeare, Hamnet, lleva a uno de los personajes de Joyce a identificar a Shakespeare no tanto con Hamlet como con el espectro de su padre[1]. Por su parte, Hermann Broch indaga desde dentro de su propia circunstancia vital acerca de las razones por las que Virgilio quiso quemar su Eneida al margen de los criterios positivistas que han aportado tradicionalmente las Vitae Vergilianae, como ha estudiado el profesor Vidal[2]. Y no podemos pasar por alto la subjetiva indagación que sobre la cólera de Aquiles desarrolla un personaje de Luis Goytisolo:
“No quiero dejar de señalar, por otra parte, la enorme repercusión que tuvo en el desarrollo de mi autoanálisis el descubrimiento, en la figura de Aquiles, de un claro antecedente de mi propio caso, antecedente mejor que modelo, dado lo muy subjetivo que todo resulta en esta materia. Sobre todo si se tiene en cuenta que el mérito de tal descubrimiento -que, más aún que mi propia personalidad, explica la de Aquiles- es algo que, o mucho me equivoco, o me pertenece por entero. Que yo sepa, al menos, nadie hasta la fecha ha encarado el tema con suficiente agudeza. Me gustaría ver, si no, quién es la eminencia capaz de explicarme la reacción de Aquiles en dos momentos cruciales del asedio de Troya -el abandono de la lucha y su retorno a ella, similares en ambas ocasiones así el motivo como el resultado, a cual más aciago- sin remontarse hasta la primera infancia, sin rastrear el enmarañado panorama que allí se ofrece a nuestros ojos (...)” (Luis Goytisolo, La cólera de Aquiles [Antagonía 3], Madrid, Alianza Editorial, 1987, p. 236)
Se trata de una interpretación personal y muy poco filológica de la consabida cólera de Aquiles, en cuya figura se encarna uno de los personajes femeninos de su novela para tratar de ver a través de ella diferentes aspectos de su propia vida. Esta identificación lleva al personaje de Goytisolo a una apropiación de la figura de Aquiles, a quien cree comprender mucho mejor en sus reacciones psicológicas que algunas “eminencias”.
[1] José María Valverde comentaba así este peculiar capítulo en su ya mítica traducción de Joyce: “Es de notar que las teorías que Stephen dice no creer, a pesar de exponerlas brillantemente, eran tomadas bastante en serio por el propio Joyce y empiezan a serlo por algunos especialistas en Shakespeare.” (Prólogo a James Joyce, Ulises, Barcelona, Bruguera-Lumen, 1979, pp. 59-60).
[2] “Por qué Virgilio quería quemar la Eneida..., si es que quería”, publicado en HVMANITAS in honorem Antonio Fontán (Madrid, Gredos, 1992, pp. 479-484). Nos parece también muy interesante el libro Hermann Broch (1886-1951) (Madrid, Ediciones del Orto, 2001), de Berit Balzer, quien habla así del problema de dar fin a la obra: “La forma cíclica encierra en sí el peligro de desembocar en lo esotérico, y a Broch le preocupaba el problema de cómo llevar a término su novela sin caer en el misticismo. De esa disyuntiva saca la conclusión de que toda verdadera obra de arte se mueve en el precario umbral de lo mítico/místico. Virgilio, consecuente con esta idea última, quiere ver destruida su Eneida después de su muerte –como lo dispuso Kafka con algunas obra suyas-, pero el emperador Augusto quiere conservarla por el interés que ha de tener para la posteridad.” (p. 32).
FRANCISCO GARCÍA JURADO
H.L.G.E.
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