El mito del autor "natural", alejado de las influencias literarias que sólo refleja la vida tal como es, no deja de ser algo parecido al anhelo de los místicos por "el canto no aprendido de los pájaros". Todos somos más que lo que puede verse a simple vista.
Por Francisco García Jurado
Las disyuntivas pretenden establecer preferencias y jerarquías que nos ayuden mejor a superar el trauma que supone elegir. Se nos clasifica como "de ciencias o de letras", de una tendencia política o de otra, y así continuamente. Como lector que soy, una de las disyuntivas que más me divierten es la que algunas personas establecen entre la literatura y la vida. La idea, básicamente, consiste en decirnos que la "vida es la vida", que la literatura es un mero sudecáneo de la primera y que perdemos el tiempo leyendo y no viviendo. El asunto es, naturalmente, viejo como la vida misma, y ofrece muchas modalidades. Entre otras, hay quien cree que sólo vale la literatura que cuenta "la vida", no esa modalidad que recrea lo leído. Lo más singular de todos estos tópicos es la obsesión por hacer incompatibles aspectos claramente complementarios. También es verdad que quien no lee con avidez y pasión no podrá comprender, por mucho que se lo cuenten, lo que esto implica, de igual manera que quienes no somos exploradores o vivimos al límite apenas podemos hacernos una idea de lo que una vida de este tipo implica. En todo caso, todas estas reflexiones me han venido a la cabeza este fin de semana al escuchar algunos comentarios relativos a la obra de Miguel Delibes. Es posible que se haya ido un escritor de los de antes, de aquellos que los niños conocíamos porque de vez en cuando aparecía en una televisión en blanco y negro, que contaba con programas culturales sosegados, programas que no pretendían hablar de libros con videoclips, sino de una manera, digamos, digna para el escritor. Delibes escribió historias humanas y aparentemente sencillas, donde aparecían temas como el de la infancia, la vejez o el campo. No había en su obra excesos o estridencias, como en otros autores, ni tampoco coqueteos experimentales. Esto podría dar a entender al respetable público que Delibes ha sido un escritor, vamos a decir, "neutro", que ha reflejado, a la manera del ideal de la Historia de Ranke, la vida como fue realmente. El caso es que cuando yo contaba dieciséis años apareció en los quioscos una colección de libros titulada "Historia universal de la litertura". Un compañero de clase me la recomendó y comencé así a adquirir, semana tras semana, volúmenes de autores que me resultaban tan desconocidos como extraordinarios. Acostumbrado como estaba a una manera décimonónica de novela, me quedé boquiabierto ante "Las olas", de Virginia Woolf, el primer tomo de "A la busca del tiempo perdido", de Proust, o las "Ficciones" de Borges. "El retrato del artista adolescente", de Joyce, me llevó luego al "Ulises", que leí con dificultad en ciertos momentos, pero cuyo monólogo final, el de Molly Bloom, me dio una nueva perspectiva sobre la relación entre literatura y pensamiento. No quisiera olvidar tampoco mencionar aquí "El sonido y la furia", de William Faulkner, que después intenté leer incluso en inglés, y donde aprendí algo sobre cómo diversos personajes pueden contar una misma historia desde perspectivas diferentes. El pequeño Benjamín, al que siempre están callando los demás personajes, es un "idiota", y en realidad, encarna aquello que dijo Shakespeare en Macbeth; "La vida no es más que un cuento contado por un imbécil, lleno de ruido y de furia". Todo esto me formó definitivamente como lector, me proporcionó lo que hoy entiendo que es una gramática literaria, y también fui entendiendo que la literatura, además de en la experiencia, se alimentaba siempre de la litertura. Así fue naciendo, a mis dieciséis años, aquello que con el tiempo sería mi propuesta de una historia no académica de la literatura antigua en las modernas y que ahora, treinta años después, sigo desarrollando como una línea de investigación. Pues bien, en aquel entonces fue cuando entreví que "Cinco horas con Mario", que habíamos leído en clase un año antes, recordaba al monólogo de Molly Bloom escrito por Joyce al final del "Ulises": qué más da que el marido esté dormido o simplemente muerto, ¿acaso no es más que un mueble inerte? Lo de "Los santos inocentes" ocurrió más tarde. Recuerdo el tomito blanco de Seix Barral que adquirí en un quiosco. Me sorprendió que los capítulos tuvieran nombre de personajes y que contaran una cruda y dura historia enfocada desde cada uno de ellos. Rápidamente pensé en la estructura narrativa de "El sonido y la furia" de Faulkner y aquello me hizo pensar, precisamente, en la grandeza de Delibes. Beber de la literatura precedente no es un demérito, como creyeron algunos románticos, sino un acto de humildad y reconocimiento que hace que la literatura sea lo que es. Italo Calvino, cuando reflexiona acerca de los clásicos, nos dice que hoy cada vez más éstos constituyen una biblioteca personal de lecturas, pero, por otra parte, se inscriben en una tradición, de manera que cuando se lee a un clásico normalmente entrevemos a otros autores. Delibes, por tanto, tiene también una lectura metaliteraria, en él se entreven a Joyce y a Faulkner, pero sin las estridencias ni las galas que otros autores han hecho a este respecto. El mito del autor "natural", alejado de las influencias literarias que sólo refleja la vida tal como es, no deja de ser algo parecido al anhelo de los místicos por "el canto no aprendido de los pájaros". Todos somos más que lo que puede verse a simple vista.
Francisco García Jurado
H.L.G.E.
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