Este juego de estar en una ciudad y recordar otra es propio, quizá, de viajeros nostálgicos o sentimentales, como diría Laurence Sterne. También es curioso buscar en las ciudades el lado menos representativo, como si se tratara de un antídoto contra los tópicos. Bolonia, cuyo canal medieval aparece en esta foto, es conocida por sus cuarenta kilómetros de soportales y sus torres de piedra. Por ello, resulta toda una sorpresa encontrar esta estampa tan veneciana, aunque excepcional, en una ciudad bien diferente. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
No sé si fue casualidad que el día que descubrí este canal boloñés me dirigía a la estación de ferrocarril para visitar Venecia. Me pareció un bonito anticipo, y me fui con este recuerdo insignificante a la ciudad de los canales. Después, he vuelto varias veces a visitar este mismo lugar. La última vez que lo he visto ha sido hace apenas un mes, cuando María José y yo visitamos Bolonia durante un fin de semana. Para ella era una visita primeriza, para mí era simplemente volver a una ciudad donde han quedado recuerdos muy diferentes de una estancia de estudiante y de un congreso internacional. Ahora, felizmente, tengo otros recuerdos renovados y felices. Entre otras cosas, volví a subir a un famoso santuario que está a las afueras de la ciudad, pero al que se accede por un soportal que se extiende desde la puerta de Zaragoza a lo largo de varios kilómetros. En el exquisito viaje por Italia que narró el Presidente de Brosses (obra traducida al castellano por Nicolás Salmerón y publicada por Calpe a comienzos de los años 20 del siglo pasado) se nos habla sobre los pórticos de Bolonia, que el autor califica de anchos y, además de estar embaldosados; asimismo, se nos dice que "han construido otro fuera, que, comenzando en una de las puertas, va subiendo hasta la cima de una montaña bastante alta, a terminar en una pequeña iglesia, muy frecuentada por la gente devota. Este dichoso pórtico no tiene menos de una legua de largo. En el sitio en que termina la llanura para subir más suavemente a la montaña han tendido una especie de puente, que sostiene un bello peristilo cubierto por una bóveda y que salva muy artísticamente la irregularidad del terreno. Sería una obra digna de romanos si en vez de los feos pilares cuadrados, acoplados, que forman este pórtico, hubieran empleado en él columnas de buen gusto (...)". La verdad es que apenas recordaba cómo era este itinerario porticado, que completé con bastante esfuerzo a causa de la pronunciada inclinación del terreno y del calor de la tarde. Curiosamente, recordaba que había hecho esta excursión también un sábado, esta vez de 1992, y que al volver a mi residencia de estudiante (el colegio Poeti, en la vía Barbería), cené, entre otras cosas, una lata de sardinas. Por muchas razones, entre ellas la de poder volver ahora con María José a la ciudad, esta tercera estancia ha sido la más feliz con diferencia. La primera vez que vi Bolonia mi futuro era incierto. Acababa de defender mi tesis doctoral y mi beca se extinguía al cabo de unos meses. Al cabo del tiempo, en 2003, volví a un congreso en circunstancias no del todo felices, y con un calor de justicia. Ahora, al fin, regresaba con cierta paz en el alma y, además, un libro excelente de Julio Caro Baroja: Las veladas de Santa Eufrosina. El libro es todo él una evocación romana. He tenido ocasión de releer esta evocación en Italia, aunque no en Roma, y así he continuado jugando al interminable pasatiempo de evocar una ciudad cuando estamos realmente en otra. FRANCISCO GARCÍA JURADO
No sé si fue casualidad que el día que descubrí este canal boloñés me dirigía a la estación de ferrocarril para visitar Venecia. Me pareció un bonito anticipo, y me fui con este recuerdo insignificante a la ciudad de los canales. Después, he vuelto varias veces a visitar este mismo lugar. La última vez que lo he visto ha sido hace apenas un mes, cuando María José y yo visitamos Bolonia durante un fin de semana. Para ella era una visita primeriza, para mí era simplemente volver a una ciudad donde han quedado recuerdos muy diferentes de una estancia de estudiante y de un congreso internacional. Ahora, felizmente, tengo otros recuerdos renovados y felices. Entre otras cosas, volví a subir a un famoso santuario que está a las afueras de la ciudad, pero al que se accede por un soportal que se extiende desde la puerta de Zaragoza a lo largo de varios kilómetros. En el exquisito viaje por Italia que narró el Presidente de Brosses (obra traducida al castellano por Nicolás Salmerón y publicada por Calpe a comienzos de los años 20 del siglo pasado) se nos habla sobre los pórticos de Bolonia, que el autor califica de anchos y, además de estar embaldosados; asimismo, se nos dice que "han construido otro fuera, que, comenzando en una de las puertas, va subiendo hasta la cima de una montaña bastante alta, a terminar en una pequeña iglesia, muy frecuentada por la gente devota. Este dichoso pórtico no tiene menos de una legua de largo. En el sitio en que termina la llanura para subir más suavemente a la montaña han tendido una especie de puente, que sostiene un bello peristilo cubierto por una bóveda y que salva muy artísticamente la irregularidad del terreno. Sería una obra digna de romanos si en vez de los feos pilares cuadrados, acoplados, que forman este pórtico, hubieran empleado en él columnas de buen gusto (...)". La verdad es que apenas recordaba cómo era este itinerario porticado, que completé con bastante esfuerzo a causa de la pronunciada inclinación del terreno y del calor de la tarde. Curiosamente, recordaba que había hecho esta excursión también un sábado, esta vez de 1992, y que al volver a mi residencia de estudiante (el colegio Poeti, en la vía Barbería), cené, entre otras cosas, una lata de sardinas. Por muchas razones, entre ellas la de poder volver ahora con María José a la ciudad, esta tercera estancia ha sido la más feliz con diferencia. La primera vez que vi Bolonia mi futuro era incierto. Acababa de defender mi tesis doctoral y mi beca se extinguía al cabo de unos meses. Al cabo del tiempo, en 2003, volví a un congreso en circunstancias no del todo felices, y con un calor de justicia. Ahora, al fin, regresaba con cierta paz en el alma y, además, un libro excelente de Julio Caro Baroja: Las veladas de Santa Eufrosina. El libro es todo él una evocación romana. He tenido ocasión de releer esta evocación en Italia, aunque no en Roma, y así he continuado jugando al interminable pasatiempo de evocar una ciudad cuando estamos realmente en otra. FRANCISCO GARCÍA JURADO
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