Acabo de terminar el libro titulado La muerte de Montaigne, del autor chileno Jorge Edwards. Su lectura, discreta, me ha deparado buenos momentos y algunas reflexiones pertinentes. Procuro no tener el libro conmigo ahora, cuando escribo precisamente sobre él, para que así sea tan sólo su conciencia lo que me inspire estas líneas. Tengo la impresión de haber leído un libro post-utópico. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE
Fue, por lo que recuerdo, en el diario EL PAÍS donde conocí la existencia y la obra de Jorge Edwards. La primera vez que lo leí, precisamente, fue a propósito de un pequeño ensayo sobre la figura de Séneca que me resultó muy útil para uno de mis estudios. Frente a los autores españoles del regeneracionismo, que seguían convirtiendo a Séneca en esencia de lo español, Edwards, en cambio, lo hacía ciudadano de cualquier lugar del imperio. Lo más sutil de todo es que aquel aserto no aparecía en la prosa de Edwards, era algo que yo mismo, como lector, podía encontrar de manera defectiva al calor de otras lecturas. Este carácter sutil de las cosas, de la elocuencia de lo tácito, me ha vuelto a la memoria tras la lectura del ensayo de Edwards sobre Montaigne, quien, no en vano, era también un gran lector y admirador de Séneca. Una vez más, un artículo en EL PAÍS, hace ya unos cuantos meses, me llamó la atención, pues no es normal, ni mucho menos, que un autor moderno dedique a Montaigne su atención consciente y explícita. Este artículo ahora se justifica perfectamente, pues era parte del estudio para la “novela”, según dice Edwards, que él mismo preparaba sobre el autor que llegó a ser alcalde de Burdeos.
No es fácil escribir algo esencialmente novedoso sobre Montaigne. Entre mis lecturas tenía el ensayito que Peter Burke había dedicado al humanista francés, o la biografía inacabada de Stephan Sweig, absolutamente conmovedora. Yo no llegaba al libro de Edwards, por así decirlo, como “homo novus”, es decir, cual “tabula rasa”. Llevo tiempo leyendo, releyendo, intentando asimilar a Montaigne, incluso soñando con su cuarto de trabajo en el castillo aquitano del que toma su nombre, y que algunas veces reconstruyo simbólicamente en mi vida para protegerme de la intemperie de lo zafio. Yo llegué a este libro ya como lector convencido, que es seguramente como llegan casi todos los lectores de obras ensayísticas. El libro de Edwards, manejable y portátil, me ha servido para recorrer lecturas ya pasadas de los propios ensayos de Montaigne y de su viaje por Francia e Italia. Me ha sorprendido lo mucho que Edwards ha leído de y sobre Montaigne, y sin ofrecerme ideas radicalmente novedosas me ha hecho pasar muy buenos ratos de lectura. Ahora regreso, por cierto, al Álbum Montaigne, que la lujosa colección de La Pléiade publicó hace un tiempo en torno a su época y su obra. Delicioso en grado sumo. Ahora recuerdo conmovido el viaje a Burdeos que hicimos hace unos cuantos meses, cuando estuve ante la gigantesca estatua de Montaigne, de igual forma que hice en París ante la estatua que hay en la Rue des écoles. Por diversas razones, he vuelto a justificarme en mi propio escepticismo ante las grandes ideas, los sistemas de pensamiento, las ideologías, las fes inquebrantables. Edwards establece una dicotomía que me ha resultado interesante: Marx, que crea un pensamiento para el futuro que termina ahogango (y ha ahogado) el presente, frente a Montaigne, que es un pensador de su presente, presente que se vuelve atemporalidad en manos de los lectores modernos. Nunca me convencieron, por ejemplo, mis maestros “progres” de los años setenta y ochenta, aquellos que convirtieron la política en mero dogmatismo, en una burda conjunción de buenos y malos, muy efectista para los jóvenes. Nunca me he creído la religión o esa otra forma de religión que es el comunismo. En cierto momento me sentí afín al anarquismo, quizá por razones sentimentales y familiares, quizá porque para mí el anarquismo es la infancia y mi abuelo. Por supuesto, tampoco creo en los “salvadores de la patria” de la derecha política. Qué solo, qué marginal me siento a veces en este sentido, apenas con la compañía de estos libros escritos por autores con los que suelo dialogar en mis viajes de autobús Me gustaría poder felicitar a Jorge Edwards por este libro que recrea, aún no lo he dicho, el posible amor de Montaigne con Marie de Gournay, ella tan joven y él tan viejo. Ella admiraba sus ensayos, y fue editora póstuma de la obra, una vez reescrita. En todo caso, se trata de un libro escrito más allá de las peligrosas utopías. FRANCISCO GARCÍA JURADO
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