Es una pena que nuestros alumnos, cuando acaso oigan hablar sobre la Sonata para piano en do menor “Patética” de Beethoven, entiendan que se trata de algo bien distinto de lo que el compositor alemán quiso expresar con su música. “Patético” no es “ridículo”, o no debiera serlo al menos, pero también es verdad que cuando confundimos una cosa con la otra es porque nuestra percepción del sentimiento ha cambiado radicalmente. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
Un uso irónico, seguramente, y ya bien alejado de su sentido propio, es decir, de lo que el Diccionario de la Real Academia define como lo “Que es capaz de mover y agitar el ánimo infundiéndole afectos vehementes, y con particularidad dolor, tristeza o melancolía”, está trastocando un hermoso término de origen griego que tiene que ver, precisamente, con el sentimiento, y no necesariamente con la risa. Lo patético y el patetismo no tienen que ver con lo risible o lo ridículo, aunque la línea invisible que discurre entre el drama y la comedia siempre sea sutil. Mario Benedetti dice en La tregua (1960) algo que puede hacernos vislumbrar las razones por las que el término ha sufrido semejante desplazamiento semántico: “Era un gesto patético, sólo eso, un gesto que no llegaba nunca a parecer ridículo, porque en aquel rostro había, además, bondad.” El problema surge cuando la diferencia entre lo patético y lo ridículo se difumina para dar a entender una burda sinonimia entre ambos. Posiblemente, la confusión responde también a nuestro propios cambios en la percepción del arte y de los sentimiento que éste inspira, pues lo que en otro tiempo pudiera parecer estremecedor hoy se nos antoja simplemente ridículo. Nunca olvidaré el miedo que pasé al ver la película “El exorcista”. Cuántas noches de insomnio pasé recordando el rostro de la niña poseída, casi comparable a las pesadillas que me inspiraron las llamadas caras del Bélmez. Aquel miedo infantil fue compañero tan absoluto que jamás puede imaginar que, al cabo de unos cuantos años, otros chavales pertenecientes a generaciones posteriores a mí se reirían al ver a aquella niña girando su cabeza como si fuera un tuerca. Lo espantoso se había convertido en ridículo, y ante esa constatación sentí incluso vergüenza de haber tenido semejantes miedos. Posiblemente ya no entendemos lo que fue realmente lo patético, de igual manera que no sabemos ya comprender la estética de los cementerios del siglo XIX. Otra cosa es pensar en aquello que hoy nos conmueve, pues esto acaso es más ridículo que aquello que conmovió a las personas del pasado. FRANCISCO GARCÍA JURADO
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