Habíamos aterrizado a mediodía en la remotísima ciudad de Nukus, procedentes de la capital de Uzbekistán, la todavía muy soviéticaTaskent. Debido a un retraso en el vuelo, nuestro guía decidió que marcháramos directamente hasta el que era nuestro objetivo de visita ese día, el pueblo de Muynak, donde estaba la playa seca y abandonada de lo que un día fue el Mar de Aral. Este tipo de viajes no suele ser comprendido a menudo por nuestros conocidos.
Nos preguntan que qué se nos ha perdido allí, tan lejos y en lugares donde hace tanto calor. Nukus no es una ciudad turística, ni tampoco acuden muchos turistas a visitar el desastre ecológico del Mar de Aral. Las rutas más comunes por Uzbekistán giran en torno a Bujara y Samarkanda, los lugares bonitos, y hasta nuestro guía nos llevaba un poco a regañadientes a ese enclave inhóspito llamado Muynak. Tras unas horas de camino, no siempre fácil, y una vez hubimos comido en el único bar de carretera que hay en la zona, entre camioneros (yo probé por primera vez el "plof", o el plato típico uzbeco de arroz y cordero), continuamos la marcha hasta el lugar de nuestra visita. Atravesamos Muynak, que no es más que una calle, no tan desértica como la esperaba, y donde todavía pueden verse dos cementerios rusos, testimonio de otra época más próspera donde el mar era una fuente de riqueza. Los soviéticos decidieron hace unas décadas aprovechar el cauce de los dos ríos que convergían en el Mar de Aral, uno de ellos el mítico Amu Daria, para el cultivo intensivo de algodón. Poco a poco el mar fue empequeñeciéndose, pues la única aportación que ahora hacían los ríos era la de un agua mucho menor en cantidad y plagada de pesticidas. Tras recorrer la calle principal (y creo que única) del pueblo, llegamos al fin, y a unas horas donde el sol estaba todavía muy alto, hasta una suerte de monumento que, por cierto, en Google Earth aparece como recuerdo de los combatientes de la segunda guerra mundial. En realidad, el monumento rememora actualmente el desastre del Mar de Aral, que ahora no es más, al menos en esta parte sur uzbeka, que un inmenso desierto perdido en el horizonte. Unos barcos oxidados y desvenzijados, varados sobre la cruel y cálida arena, constituyen el único referente marino del lugar. Si nos fijamos un poco, al descender por una escalera que nos acera hasta ellos, podemos encontrar pequeñas conchas blancas. Debe de haber miles de estas conchas, y me recordaron los fósiles que hoy día aparecen en lugares que están alejados a cientos de kilómetros del mar. Nuestra actitud al llegar allí no fue la propia de los turistas. La verdad es que nos dejó un tanto boquiabiertos. Posiblemente, el sol implacable que caía sobre nuestras cabezas contribuyó a sentir todavía con mayor intensidad este desastre. Estuvimos un rato, el que nos permitió el calor, paseando por un lugar que era, antes de nada, simbólico. Al regresar de nuevo hacia Muynak, volví a ver una suerte de cine o teatro de la época comunista que estaba a la salida del pueblo. El guía nos explicó que allí se proyectaban bastantes películas los domingos. Entiendo que serían películas cargadas de mensajes ideológicos propios de la época. Lo que pensé entonces fue en cómo sería una larga y espesa tarde de domingo en aquel lugar, en aquella suerte de cine desolado y soviético, donde posiblemente la desolación se había materializado al cabo de los años en un mar perdido. Pensé en cuántas vidas hay sin esperanza, sin alegría, sin belleza, como la playa sin mar que acabábamos de visitar. Sin embargo hubo una inesperada nota de color en aquella salida del pueblo de Muynak. Cuatro jóvenes turistas esperaban el autobús en una de esas paradas donde podían pasar las horas sin que nadie apareciera. Decidimos que había que recogerlos como acto humanitario del día. Eran franceses, dos chicas y dos chicos, e iban también de regreso hasta Nukus. Asimismo, nuestro autobús les dejó en el mismo hotel al que íbamos nosotros, lo que no es mucha casualidad, dada la escasa capacidad hotelera de Nukus.
5 comentarios:
Sí, debe de ser terrible: recuerdo que hace casi veinte años estuve con alguien que había estado allí y me contó cómo, queriendo aprovechar el agua del mar de Aral para la agricultura (desaladoras, plantaciones de algodón...), las autoridades de la época habían destrozado el mar de Aral, la economía de la zona, la riqueza natural del lugar, los núcleos de población... Estas cosas son las que animan a uno, una vez y siempre, a ser conservacionista y dejar que la naturaleza siga su curso. Un abrazo desde Pamplona, Paco, para ti y Mª José
Hola, Pepe. No sabía que estabas ahí, al otro lado del ordenador. Necesitaba expresar estas sensaciones sobre el Mar de Aral. Abrazos también para vosotros dos.
Mencionas que en el pueblo sigue habiendo una calla habitada, por lo menos. Me subyuga, casi como a Stendhal, la capacidad del ser humano para quedarse, sobrevivir, para adaptarse y vivir en un lugar desolado. A pesar del desastre del Mar de Aral nada hace prever que las personas que ahora habitan el lugar no puedan seguir teniendo momentos de felicidad, sea lo que esta sea.
Hola, Salomé. Gracias por tu comentario. Imagino que sí, que la gente que malvive allí, a pesar de las nubes tóxicas y la pobreza siguen viviendo allí, ante todo, porque aquella es su casa. Mis impresiones de viaje deben mucho a Stehdhal, y son eminentemente subjetivas. La tristeza que describo responde en gran medida a mi propia vivencia.
Estimados visitantes sean ustedes bienvenidos a la ciudad de Khiva.
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