Cuando hablamos de política, sobre todo los que no nos
dedicamos a ella, solemos pensar en ideas y planteamientos generalistas. Gran
error. Los ciudadanos deberíamos analizar lo que ocurre con la política en las
mismas claves que utiliza la mayoría de los políticos: poder y control sobre
los demás. El poder puede traducirse en negocios y mero dinero fácil, aunque
también en la vanidad de pasar a la Historia. La educación, desde tiempos
remotos, es un ejemplo magnífico de este fenómeno que reduce la política a una
mera cuestión de poder. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
A menudo, las cuestiones más sencillas se nos vuelven
invisibles, pero tuve la suerte de verlo conversando con una persona mayor que
yo, de estas que ven Intereconomía y votan al PP ciegamente. Me decía que no se
creía que el PP quisiera cargarse el sistema público de enseñanza y sanidad. Es
más, que por qué iba a hacerlo, que en definitiva no había nadie tan malo que
pretendiera el mal de los demás tan alegremente. Más allá de lo ingenuo de este
planteamiento, hay una cuestión de base que queda obviada. ¿Qué significa para
el PP el sistema público de educación (no voy a meterme en lo que significa el
de la sanidad, que básicamente se traduce en dinero)? Para estos señores, la educación
pública es un reducto de la izquierda, de los rojos de siempre, vamos, un feudo
ideológico que ha criado tradicionalmente votantes para el PSOE e Izquierda Unida,
por este orden. El PSOE lo supo muy bien cuando reforzó y amplió durante los
años 80 y 90 el sistema público de enseñanza: se estaba garantizando su futuro.
En realidad, tanto PSOE como PP saben que hay que cuidar las canteras donde
surgen sus futuros votantes: la pública y la concertada-privada,
respectivamente. Esto, naturalmente, es al margen de que los hijos de los
grandes dirigentes del PSOE vayan luego a estudiar con los curas, algo que, sin
embargo, no ocurre al revés, es decir, que un hijo de un alto dirigente del PP
vaya a estudiar a la pública. De esta forma, cada partido obra consecuentemente.
No de manera distinta, cuando se expulsó a los jesuitas de los territorios
españoles en 1767, fue básicamente por una cuestión de poder: los jesuitas
formaban a personas que acataban primero la voluntad del Papa y después la del
monarca. Naturalmente, desde aquel Campomanes del siglo XVIII que orquestó la
expulsión de los jesuitas hasta el Wert de hoy día hay notables diferencias,
pero el móvil de sus actuaciones no es muy diferente. FRANCISCO GARCÍA JURADO
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