La pequeña ciudad de Wells, perdida en esos paisajes de una Inglaterra soñada, me devolvió sensaciones pasadas y puras, tanto como esos pozos o manantiales (wells) que le han dado con merecimiento su nombre. A Wells llegamos precisamente un domingo de resurrección, tras haber podido entrever la liturgia anglicana de Semana Santa (Easter) en ciudades como Bristol o Salinsbury. Fue el día perfecto para llegar a Wells. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
Un autobús que se tomaba a la entrada de la estación de Bristol nos llevó durante la pacífica mañana del domingo hasta la ciudad de Wells. Una joven conductora, con dos infantiles coletas, nos contó a María José y a mí que ese día el autobús tenía un precio especial para las familias. Ese día, en efecto, las familias se visitan y por ello pagan menos. De esta forma, y con la tranquilidad de un domingo especial, llegamos hasta la ciudad de Wells entre campos felices. De Wells nos sorprendió sobre todo la visita a los pozos naturales de agua cristalina. Me entretuve en captar la imagen de la catedral reflejada en uno de ellos. Los jardines que rodean los edificios religiosos parecen estar sacados de un ameno grabado del siglo XIX. Había, además, muy poca gente que pudiera perturbar aquella santa paz. Pensé en la novela de Evelyn Waugh titulada "Retorno a Brideshead", cuando el protagonista pasea por Oxford hasta el college donde reside su amigo Sebastian y define aquella mañana como "un mundo de piedad". Así me sentí, vencido por tales sensaciones, intensas y a la vez sencillas. Ya a media mañana entramos en la solemne catedral, engalanada discretamente por ser domingo de resurrección. Me impresionó ver cómo a esa hora los rayos de sol caían oblicuamente sobre el cuerpo de Cristo crucificado, como si se tratase de una visión mística.
Recordé que, de todas las celebraciones de la liturgia cristiana es la pascua de resurrección y el día siguiente lo que más me impresiona. No creo en esta resurrección (y no porque no desee creer en ella), pero me gusta pensar en la posibilidad de reencontrarme, siquiera un momento, con los seres queridos que perdemos. Lo que antes no era más que un cotidiano gesto de cariño, como besar a mi padre, ahora es algo tan imposible que casi nos sobrecoge pensar en cuánto nos hemos equivocado al considerar lo que era o no importante en nuestras vidas. La resurrección reúne en sí misma la belleza de superar las barreras del tiempo y, a la vez, de hacernos ver que lo más sencillo puede convertirse en lo más inefable. También me conmovió, ya en otro orden de cosas, un cochecito de juguete que descansaba en un jardín cercano.
Otro cochecito parecido y otro niño vinieron a mi recuerdo, y pensé que también a lo largo de nuestra propia vida dejamos de ser muchas cosas, y que muchas de nuestras pequeñas vidas van también muriendo mientras vivimos, como si de pieles distintas se tratara. Aquel niño y aquel otro jardín ahora estaban también lejos, no sólo en el espacio, sino también en el tiempo inexorable. Mi padre y mi hijo, que nunca se pudieron conocer, se reunían ahora, gracias al milagro de las evocaciones, en esta ciudad de pureza y de piedad. FRANCISCO GARCÍA JURADO
2 comentarios:
Qué conmovedora evocación. Algunos espacios tienen ese poder de desvelar alguno de nuestros mundos ocultos. Transmitiste la magia de la ensoñación y el recuerdo. Un cordial saludo desde Buenos Aires
Gracias, Mónica. Gracias de todo corazón.
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