No creo que muchos turistas españoles –y no sé si esto es aplicable al resto de los europeos, aunque imagino que también- visitarán una librería cuando viajen a China. ¿Para qué –pueden pensar- si no entienden nada de lo que dicen los libros que allí venden? A pesar de este inconveniente, nosotros no pudimos resistirnos, sobre todo cuando pudimos apreciar, en una de las librerías del aeropuerto de Beijing, qué hermosos podían ser algunos libros editados en esa lengua críptica, pero tan plástica en su caligrafía. Ya habíamos hecho visitas a librerías en Moscú, y no creo que dejemos de hacerlo a medida que vayamos descubriendo nuevos mundos (las últimas visitadas han sido las magníficas de la Plaza de Wenceslao, en Praga). Nos gusta apreciar la diversidad a partir de algo que nos es reconocible y grato, y ésta fue ya una razón suficiente para que entráramos en una gran librería de la ciudad de Hanzhou, cerca de Shanghai, al caer la interminable tarde china. La librería estaba repleta de personas, a pesar de ser una hora ya avanzada del día, y eso nos hizo pensar que en China siempre hay mucha gente en todas partes. De manera diferente a lo que nos ocurrió en Moscú, donde teníamos que guiarnos por el alfabeto cirílico, en esta librería había subtítulos en lengua inglesa que nos guiaban más fácilmente. Y ahí surgió una pequeña sorpresa. A lo lejos, dentro de la sección de literatura, encontré una recia estantería donde figuraba el contundente rótulo de “Classics”. ¿Qué habrá allí?, pensé. Se trataría, casi sin duda, de autores antiguos, pero de los autores antiguos nacidos a este otro lado del mundo. Mi sospecha se confirmó. Entre otros libros inmortales, estaba, por ejemplo, El viaje al Oeste, libro al que más de un guía chino aludió durante nuestro periplo, en especial cuando llegamos al templo del Buda de Jade, en Shanghai. De todas formas, algo imperceptible me conmovió ante esta experiencia de haber descubierto juntos, en una pared, a los clásicos chinos. Era, precisamente, que se les llamara “clásicos”, que no es otra cosa que una denominación puramente occidental para referirse a los que entendemos que son nuestros autores más importantes, nuestros autores fundamentales, los que nunca dejan de leerse. Un autor latino del siglo II de nuestra era, Aulo Gelio, llamó así a los que él consideraba los mejores autores, es decir, aquellos que escribían con mayor corrección. Era casi una broma, pues los “clásicos” no son otros que los autores que, como los ciudadanos de posición más elevada, pertenecen a la primera clase, al círculo más distinguido de su particular república, la literaria. Luego, unos catorce siglos más tarde, esta denominación esporádica se convirtió en una importante categoría literaria durante el humanismo. El concepto de “clásico”, así formulado, es occidental, y estoy seguro de que su equivalente chino de “maestros” presenta diferencias esenciales. De todas formas, me sorprendió y emocionó ver tan lejos de mi cultura europea el uso de un concepto a todas luces importado. Allí estaba, sobre aquellos anaqueles, el nombre que mi querido Aulo Gelio había dado a los mejores autores de su literatura, ahora aplicado a unos escritores que el latino jamás pudo conocer. Pensamos a menudo que Occidente está en los rascacielos, en el modo de vida más estruendoso, y no alcanzamos a ver que lo mejor de nosotros apenas se ve, pues pertenece al mundo de las ideas y de la cultura. China es famosa por haber inventado la pólvora o el papel, pero nosotros hemos inventado la categoría de “clásico”, hemos inventado la historia como razón primordial de nuestros saberes, o conceptos tan articulados como el de democracia o división de poderes. La imponente colección de arte que atesora el museo de Shanghai, perfectamente ordenada por tipos de manifestación (caligrafía, pintura, sellos, jade...) y períodos no habría sido posible si Winckelmann no hubiera inventado la historia del arte.
El concepto de clásico se escribió por primera vez en latín, una lengua sabia, como la llamaban los franceses cultos en el siglo XVIII al mismo tiempo que la relegaban al rincón de las cosas pasadas. No por ello aflora de vez en cuando donde menos lo esperamos, como en la graduación que nos da nuestro oculista o en un cartel botánico. Qué curioso es el cartel que puede verse a la derecha. Es latín, sí, donde la "u" se ha confundido con la "n", pero latín, en definitiva. Ese "Pinus Tabulaeformis" está junto a un trecho de la misma muralla china, a las afueras de Beijing.
Francisco García Jurado
H.L.G.E.
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