Soy consciente de que al escribir estas líneas dedicadas a la Cuesta de Moyano, a sus casetas grises junto al Jardín Botánico, escribo sobre un tema manido al tiempo que inacabable. Siempre me gustó, y a través de estas casetas quise adivinar París junto al Sena. Luego vi que la comparación sólo podía ser aparente, pues cada lugar tiene su leyenda y su realidad, y quizá las casetas de la Cuesta de Claudio Moyano sigan siendo más fieles a su orígen que las parisinas, ahora tan turísticas. Allí encontré libros que cambiaron mi vida, y también pasé momentos agridulces. Violenta fue una tarde calurosa de agosto, cuando presencié cómo un librero gritaba a unos turistas anglosajones porque no le entendían, y yo me quedé pasmado sin saber qué hacer ante tal circunstancia. También me he sentido a disgusto ante el insulto de "sobón" que una librera dispensa mecánicamente a los visitantes, ocasionales o no. Antes iba con frecuencia, ahora tengo menos tiempo y, además, mi compra de libros antiguos ha ido cambiando gracias a las compras sistemáticas por medio de internet. Es verdad que han perdido algo del encanto que tenía el encuentro casual, pero la biblioteca de manuales de literatura grecolatina no habría llegado a tener lugar si no fuera por las compras sistemáticas, atenidas a la confección de una bibliografía previa, pacientemente trazada. Pero el otro día volví, más bien, pasé de largo, aprovechando una visita al Museo del Prado. Allí siguen, tentadores, los libros antiguos, y descubrí, no sin sorpresa, a la vieja librera que mecánicamente sigue llamando a sus potenciales clientes "sobones". La escuché esta vez sin disgusto alguno, como quien reconoce un viejo olor, cuánta continuidad dispensan a la vida las imperfecciones del mundo.
FRANCISCO GARCÍA JURADO
H.L.G.E.
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