jueves, 9 de febrero de 2012

El deber del juez, o la ambigüedad de la justicia, según Aulo Gelio

Cuando Luis Vives recrea en su Templo de las leyes la idea que de los jueces tiene el filósofo estoico Crisipo está, en realidad, recordando un capítulo de las Noches áticas de Aulo Gelio, particularmente el capítulo cuarto del libro 14. Dice así Vives: “Estos jueces, si quisiesen adoptar los principios de la justicia que los rige, cuya imagen pintó estupendamente el filósofo estoico Crisipo, se mostrarán graves, santos, incorruptibles, severos, inalcanzables para la adulación, castos, serenos, prudentes, sin dejarse influir por el favor, ni intimidar por el temor de los hombres; estarán libres de odios, amistad, ira y misericordia; no sentirán nunca codicia de dinero, ni se dejarán someter ante las huestes de la plata.” (Juan Luis Vives, El templo de las leyes, en Diálogos y otros escritos. Introducción, traducción y notas de Juan Francisco Alcina, Barcelona, Planeta, 1988, p. 172). En realidad, el capítulo que vamos a leer nos ofrece la oportunidad de percibir aspectos autobiográficos tamizados por una buena narración con tono de cuento. Aulo Gelio no podía ser un juez más, o simplemente uno de los ambiciosos jóvenes del foro. La cuestión, por lo demás, no ha perdido actualidad. Cuántas veces nos escandaliza una noticia de prensa donde leemos que un juez ha tomado una decisión discutible, o el propio carácter ambiguo que a menudo presenta la justicia, entre el sentido común y la ciega práctica legal. Más allá de los fundamentos jurídicos, al fin y al cabo el juez es una persona que tiene que dictar sentencia en unas condiciones y un momento dado. Disfrutad del texto de Aulo Gelio, traducido por mí. Recordad que leer a los clásicos nunca está de más. FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE.





De qué forma disertó Favorino al preguntarle yo sobre el deber del juez (Aulo Gelio, Noches áticas 14, 2)


En aquel primer tiempo en el que había sido elegido por los pretores para ingresar en el cuerpo de los jueces, a fin de que me encargara de los procesos que se denominan privados, recogí por todas partes libros escritos en griego y latín acerca del deber del juez, a fin de que, como joven que de las fábulas de los poetas y los tratados retóricos era llamado a los pleitos, tuviera conocimiento de la materia judicial, si no de viva voz, dada la penuria de maestros vivos, al menos de los mudos, por así decirlo. Día a día, ciertamente, nos fuimos instruyendo y defendiendo en la materia gracias a los aplazamientos hasta el día siguiente (diffisiones), o los aplazamientos hasta el tercer día (comperendinationes), y otros procedimientos legítimos derivados de la misma Ley Julia, de los comentarios de Sabino Masurio y de algunos otros juristas. No obstante, en estas situaciones ambiguas que suelen darse en los procesos y en la circunstancia incierta de opiniones divergentes, en nada nos ayudaron tales libros. De esta forma, aunque los jueces deben tomar decisiones según se dan las causas en cada situación, hay enseñanzas y consejos de alcance general con los que, antes de asistir a un proceso, el juez debería armarse de antemano y prepararse para las ocasiones inciertas de futuras dificultades. Así tuve yo que vérmelas en cierta ocasión con esta compleja y ambigua situación a la hora de dictar sentencia.
Se hacía ante mí una reclamación de dinero prestado que, según se decía, había sido entregada en dinero contante y sonante; sin embargo, aquel que la reclamaba no justificaba su préstamo ni con tablillas ni testigos, y se basaba en argumentos bastante endebles. Sin embargo, me constaba que este hombre era una persona íntegra, de palabra probada y vida absolutamente irreprochable, y en verdad se mostraban sobrados e ilustres testimonios de su hombría de bien y su carácter sincero; por contra, se mostraba a todas luces que aquel a quien se reclamaba el dinero no era una persona de bien, sino de vida vergonzosa y sórdida, descubierto públicamente en sus falsedades y rebosante de deslealtades y engaños. A pesar de ello, pedía a gritos, con la ayuda de sus numerosos abogados, que demostrara ante mí mediante los procedimientos acostumbrados que el dinero había sido prestado, a saber: un registro de la suma, libros de cuentas, un recibo, la firma del registro, o la intervención de testigos. Si no podía probarse por ninguno de estos procedimientos, convenía ya que se le absolviera y que se condenase a su oponente por calumnia; y respecto a lo que se había dicho acerca de la vida y hechos de uno y otro, esto no tenía valor alguno, pues se trataba de un proceso de reclamación de dinero ante un juez privado, y no de un juicio sobre las costumbres ante los censores.
Así las cosas, mis amigos, a los que había pedido consejo, personas ejercitadas, célebres en la defensa y labores forenses, y habituados a moverse en torno a causas difíciles, me decían que este caso no merecía más atención y que sin duda debía ser absuelto el acusado, ya que no había quedado demostrado mediante prueba legal alguna que recibiera el dinero. Sin embargo, yo mismo, al considerar a ambos hombres, uno de buena fe, y el otro rebosante de oprobio y una vida absolutamente sucia e infame, de ninguna manera podía determinarme a absolver a este último. Así las cosas, ordené que se aplazara la causa por un día, y del banquillo de los acusados acudo al filósofo Favorino, a quien por aquel tiempo solía frecuentar muy a menudo. A él le cuento todo lo que se había dicho sobre la causa y los dos hombres, tal como era la situación, y le ruego que me ayude a ser una persona más prudente en lo relativo a estas cosas, tanto en lo que respecta a este escollo en el que me encontraba como en lo demás que debía ser observado en el cargo de juez.
Entonces, Favorino, habiendo aprobado lo escrupuloso de mis dudas y preocupaciones, me dijo: “Este asunto sobre el que ahora reflexionas puede parecer en apariencia baladí y de poca importancia. Sin embargo, si deseas que yo te instruya sobre todo lo que implica el oficio de juez, no es éste ni el lugar ni el momento; en efecto, una exposición de este tipo implica problemas variados y sinuosos, y requiere de una cuidadosa y total atención. Así pues, por considerar ahora una parte mínima de los aspectos capitales referentes a tales asuntos, lo primero que se pone en cuestión respecto al oficio de juez es lo siguiente: si el juez, por algún casual, sabe algo acerca del asunto sobre el que se litiga ante él, y esta información le ha llegado antes de que se inicie el proceso o se haya dictado sentencia, y si por alguna razón o circunstancia lo que le consta que es cierto o ha averiguado no se tiene en cuenta, sin embargo, en el desarrollo de la causa, ¿conviene que juzgue de acuerdo a ese conocimiento adicional, o debe remitirse únicamente a lo que se trata dentro del proceso? Y esto también,” continúa diciendo, “suele preguntarse, si es lícito o conveniente que, conocida ya la causa que se instruye por parte del juez, puede contemplarse la facultad de arreglar el pleito y, diferido un poco el papel de juez, como un amigo común y pacificador, conciliar las partes. Asimismo, sé que esto es aún materia más ambigua y dudosa, si acaso debe un juez, entre esas cosas que es necesario decir o preguntar durante la investigación del caso, decir y preguntar también lo que a él le interesa, o no. En efecto, dicen que esto es más bien ejercer de abogado, no de juez. Además de estas cosas, también hay desacuerdo sobre este aspecto, si es conforme a la costumbre y cometido de un juez expresar y consignar el asunto y la causa que investiga mediante sus propias preguntas, de manera que antes de que llegue el momento de la sentencia, a partir de estas cosas que ante él se han dicho de manera confusa y variada, según se muestre él en cada ocasión y momento, ofrezca signos e indicios de sus emociones y de su parecer. Pues,” nos dice, “los jueces que parecen activos y rápidos no estiman que sea posible de otra forma indagar y hacerse cargo de un asunto si el que juzga no muestra su propio parecer y capta el de los litigantes mediante frecuentes preguntas e interrupciones pertinentes. Frente a ello, los jueces que tienen reputación de ser más tranquilos y graves, niegan que el juez deba mostrar su parecer antes de la sentencia y mientras se desarrolla la causa, cuantas veces se sienta conmovido por algun hecho presentado. Dicen, en efecto, que lo que ocurrirá es que, como la variedad de proposiciones y argumentos obliga a contemplar opiniones contrarias, dará la impresión de que se piensa y se interpela de manera contradictoria en torno a una misma causa y a un mismo tiempo.
Mas sobre esto”, nos dice, “y sobre el resto de asuntos prácticos que conciernen al oficio de juez también yo, depués, cuando haya una ocasión propicia, intentaré contarte lo que opino, y te reseñaré los preceptos de Elio Tuberón acerca del oficio de juez que he leído hace muy poco tiempo. En cuanto al asunto del dinero prestado que me has referido, te aconsejo, por Hércules, que hagas uso del consejo de Marco Catón, varón de gran prudencia, quien, en el discurso que a favor de Lucio Turio y contra Gneo Gelio pronunció, dice que era costumbre observada y transmitida por nuestros antepasados que, si entre dos personas había un pleito y no era posible resolverlo mediante tablas o testigos, entonces, en presencia del juez, informado sobre la causa, se preguntase cuál de los dos litigantes era mejor persona y, si se trataba de personas iguales, o si eran igualmente buenos o malos, entonces se diera la razón a aquel de donde se reclama el dinero y se dictara sentencia a su favor. No obstante, en este proceso en el que tú te encuentras dudoso, la persona óptima es la que reclama, mientras que es persona deplorable aquella a la que se reclama, y la causa se ha desarrollado sin documentos que testifiquen. Así pues, ¿debes dar la razón al que reclama el dinero y condenar a quien se le reclama, dado que, como tú afirmas, no se trata de personas iguales y el que reclama es mejor persona?
Este fue, ciertamente, el consejo que me dio Favorino, digno de un filósofo. Sin embargo, consideré que era un consejo de más alcance y profundidad de lo que convenía a mi edad y mediocridad, pues iba a parecer que me había informado sobre el caso y había dictado una condena atendiendo a los aspectos morales, y no a las pruebas materiales. A pesar de ello, no logré determinarme a dar la absolución, y por ello decidí que el caso no estaba claro. De esta forma me vi liberado de dictar una sentencia.
Estas son las palabras del discurso de Marco Catón a las que se refiría Favorino: “Y yo he aprendido de nuestros antepasados que si alguno reclama algo de otro, en caso de ser personas iguales, ya de buena o mala condición, en cuanto al proceso que entablen, cuando no hay pruebas de por medio, hay que dar la razón a aquel a quien se reclama. En ese caso, si Gelio ha contraído una obligación con Turio, y no es mejor persona Gelio que Turio, nadie estaría tan loco como para juzgar que Gelio es mejor que Turio: si no es mejor Gelio que Turio, conviene dar la razón a aquel a quien se reclama.” FRANCISCO GARCÍA JURADO

martes, 7 de febrero de 2012

Lenguas sabias, o la visión ilustrada del mundo clásico

La nueva historia de los estudios clásicos en el mundo moderno requiere de planteamientos que todavía hoy son novedosos. Entre ellos, hay que prestar especial atención a los nuevos conceptos que se van articulando a partir de los siglos XVIII y XIX. Esta dimensión, a menudo invisible para casi todos, nos permite ver mejor cómo las nuevas categorías de la modernidad han ido reinterpretando el mundo antiguo a la luz de las modernas ideas. El pensamiento ilustrado francés trajo una nueva denominación para las lenguas de la Antigüedad: la de "lenguas sabias". (en la fotografía, detalle de la sala dedicada a la Ilustración en el Museo Británico) POR FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE
El siglo XVIII supone, entre otras cosas, el comienzo del pensamiento historicista. El recurso a la historia como argumento tendrá consecuencias importantes para la propia consideración de las lenguas antiguas, en especial el latín, que deja de entenderse en términos de lengua de comunicación para pasar a considerarse como una lengua que abre el conocimiento de un tiempo pasado. Son los albores de la moderna filología. Para apreciar cabalmente cómo evoluciona la consideración de las lenguas antiguas, es oportuno que consideremos algunas denominaciones dadas al latín en el siglo XVIII y XIX: “lengua sabia” y “lengua clásica”. Ambas intentan sustituir la peyorativa denominación de “lengua muerta”, fruto de una disputa quinientista que, a partir del tópico de la vida y la muerte de las lenguas, trataba de caracterizar al latín frente a las emergentes lenguas modernas, llamadas también “vivas”, “maternas”, “vulgares” y, ya tiempo después, “vernáculas” (de verna, “esclavo”). “Lengua sabia”, por tanto, resulta ser una acuñación ilustrada y sustitutiva de “lengua muerta”, debido al carácter peyorativo de esta última , que pugnará en el siglo siguiente con la denominación de “lengua clásica”, afincada en el mito del clasicismo y lo clásico, hasta que ésta última termine triunfando. Es oportuno revisar una y otra con más detalle.
Muy propia de la cultura ilustrada es la denominación de “lenguas sabias”. Conviene observar, asimismo, que la denominación “lenguas sabias” se diferencia de todas las demás (“muertas” o “clásicas”) por tener una interesante expresión alternativa para las lenguas modernas de carácter diferente a las anteriores. Así pues, mientras la denominación de “lenguas muertas” se opone a la de “lenguas vivas” y la de “clásicas” a “modernas”, la de “lenguas sabias”, a tenor de lo que vamos a ver en dos ejemplos más adelante, encuentra su expresión alternativa en la formulación de “lenguas europeas” o “propias”. De esta forma, la denominación de “lenguas sabias” tendría que ver con una formulación no peyorativa frente a las nuevas lenguas de cultura, como el francés, el inglés o el alemán. En español, parece que la denominación de “lenguas sabias” es un galicismo léxico proveniente de la juntura “langues savantes”. La primera ocurrencia que encontramos de ella en castellano, en oposición a las lenguas “europeas” modernas (entiéndase, sobre todo, la lengua francesa), es en la famosa “novela rousseauniana” de Pedro Montengón titulada Eusebio (1786):

Acrecentaba mucho más a su concepto la fama que cundía de la cultura de su ingenio, de sus letras, de su erudición, del conocimiento de las lenguas sabias y de las europeas que poseía; sus muchas luces adquiridas en los viajes y que daban tan grande realce a su virtud y piedad, que le granjeaban la universal estimación. (Pedro Montengón, Eusebio, Madrid, Cátedra, 1998, p. 805 apud CORDE)

Asimismo, Menéndez Pelayo opone “lengua sabia” a “lengua propia” en un comentario sobre el abate Marchena:

Así él, como su contemporáneo Sánchez Barbero, eran mucho más poetas usando la lengua sabia que la lengua propia. (Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles V, Madrid, CSIC, 1946-1948, p. 448 apud CORDE)

Si bien la denominación de “lengua sabia” tiene un sabor claramente ilustrado, observamos que puede utilizarse de manera retrospectiva para referirse al latín humanista . El uso es a todas luces anacrónico, ya que en el siglo XVI no se contaba con una expresión semejante para referirse, por antonomasia, a una lengua como el latín. Podemos verlo en este texto de Moratín referente al humanista Pérez de Oliva:

Su extensa erudicion en las lenguas sabias, sus profundos conocimientos en las ciencias morales y exactas, su aplicacion á las buenas letras, juntamente con las prendas estimables de su caracter, despues de haberle merecido el favor de los Pontífices Leon X, Adriano VI y Clemente VII determinaron á Carlos V á elegirle por maestro del príncipe, su hijo, empleo que no llegó á servir, habiendo muerto en el año de 1533 antes de cumplir los cuarenta de su edad. (Leandro Fernández de Moratín, Orígenes del teatro español, Madrid, Real Academia de la Historia, 1830, pp. 165-166 apud CORDE)





Hoy día ya no hablamos de lenguas sabias, pero, sin saberlo, hemos heredado el moderno sentido enciclopédico para clasificar nuestras disciplinas a partir de la idea del "arbor scientiarum", o de las ramas del saber. Superar el viejo concepto circular o cíclico de la enciclopedia antigua para pasar al de la ramificación supuso un profundo paso hacia la modernidad. FRANCISCO GARCÍA JURADO