viernes, 30 de diciembre de 2011

Vidas cruzadas: Pedro Estala y Fray Vicente Navas

Hace unos días tuve la oportunidad de visitar en el Museo de Cádiz una interesante exposición titulada “El viaje andaluz de José I. Paz en Guerra”. Entre las personas que acompañaron al rey francés en su periplo por Andalucía, a finales del primer decenio del siglo XIX, estaba Pedro Estala, helenista y persona destacada de la Ilustración española de finales del siglo XVIII. En ese contexto también se inscribió la figura de Fray Vicente Navas, que moriría en Comayagua el mismo año en que José I llevaba a cabo su viaje. ¿Qué relación existe entre Pedro Estala y Fray Vicente Navas? Hay un dato concreto en cuya trascendencia llevo pensando durante estos días. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
La historia de los grandes sucesos suele venir acompañada de sombras personales, y a menudo pequeñas rencillas que se esconden tras decisiones aparentemente razonadas. Mientras estudio y profundizo en el significado que la obra de un ilustrado menor, Fray Vicente Navas, pudo tener en la España absolutista de Carlos IV, temeroso de los vientos revolucionarios que corrían por Francia desde 1789, tuve noticia, gracias a un libro de María Elena Arenas Cruz, de una censura negativa que Navas redactó contra la propuesta de un diario enciclopédico. Pedro Estala e Ignacio García Malo, ambos bibliotecarios, querían convertir la entonces incipiente historia literaria en un conocimiento práctico y moderno, ligado a los proyectos enciclopedistas provenientes de Francia. Todo esto ocurría en 1792, al tiempo que el propio Pedro Estala intentaba hacerse con un lugar propio en la Biblioteca de los Reales Estudios de San Isidro, gracias a la ayuda de su bibliotecario primero, Manuel de Miguel, y en detrimento del bibliotecario segundo, Cándido María Trigueros. Bajo el pseudónimo de Casto González Emeritense, Fray Vicente Navas publica igualmente ese mismo año de 1792 su Compendiaria Via in Graeciam y su Compendiaria Via in Latium, obras redactadas en latín que intentan transferir a España una materia que había nacido en las tierras septentrionales: la historia literaria de los autores griegos y romanos. Sus presupuestos, por lo que hemos podido deducir del texto que abre ambas obras, respondía perfectamente a los ideales absolutistas y a un uso concreto de la Antigüedad, el gusto neoclásico, que ponía en Horacio y Cicerón su ideal más excelso. Dos formas de concebir la historia literaria se enfrentaban, pues, en las figuras de Estala y de Vicente Navas: los modernos frente a los antiguos, y la novedosa enciclopedia frente a las antiguas configuraciones del saber heredadas de la filología de los siglos XVI a XVII. Navas aduce en su censura “que no espera desempeñen lo que ofrecen, y que aun quando fueran capaces de ello, convendría poner algunas limitaciones al plan de operaciones que han propuesto. 1ª ceñir la licencia que piden para recibir leer y extractar los impresos extrangeros a cierto genero de escritos, por el perjuicio que ve la universalidad podra resultar al Estado y a la Religion: y 2ª que en la noticia o extracto que den de las obras que vayan saliendo a luz asi fuera como dentro del reino no se metan a Censores.” Cabe adivinar en estas líneas el recelo de la tardía ilustración española siente ante la novedad de las ideas venidas de fuera, expresadas por uno de los exponentes más conservadores de ese pensamiento. El paso del tiempo sugiere que algo de esto pudo haber. Fray Vicente Navas, dominico, tuvo que regresar en 1793 hacia América para asumir las responsabilidad del obispado de Comayagua. Estala, que consiguió colmar sus ambiciones profesionales en los Reales Estudios de San Isidro, fue derivando hacia posiciones cada vez más liberales, cercano a personas como José Marchena. Así pues, se me ocurrió pensar, mientras recorría la exposición de Cádiz, cómo cada uno de estos pesonajes, Navas y Estala, vino a representar derroteros bien distintos de la historia de España: mientras uno recorría con José I una Andalucía que terminaría convirtiéndose en el imaginario de los románticos, el otro fallecía en la lejana Comayagua, en una América que ya hervía con las ideas de la independencia. FRANCISCO GARCÍA JURADO

lunes, 26 de diciembre de 2011

Textos imaginarios, según Marcel Schwob

Nos refiere Aulo Gelio que, según un antiguo gramático, hay una diferencia clara entre "decir mentira" y "mentir". La diferencia está en la intención del que habla. Podemos mentir sin querer, o mentir a sabiendas. Los Mimos que compone el escritor francés Marcel Schwob a finales del siglo XIX pretenden completar los propios Mimos del poeta Herodas. Sus textos acababan de aparecer bajo las arenas del desierto. Frente a los mimos reales, los de Schwob jugaron con la ambigüedad del que miente un poco, pero no del todo. Hoy escribe FRANCISCO GARCÍA JURADO, HLGE.
Marcel Schwob recreó a un poeta admirador de Teócrito, Herodas ("Herondas" para él), poco después de que se hubieran descubierto y editado sus Mimos: “El poeta Herondas, que vivía en la isla de Cos bajo el buen rey Ptolomeo, envió hacia mí una delicada sombra infernal a la que había amado en este mundo. Y mi habitación se llenó de mirra, y un ligero soplo heló mi pecho. Entonces mi corazón se pareció al corazón de los muertos: porque olvidé mi vida presente. La amorosa sombra sacó de entre los pliegues de su túnica un queso de Sicilia, una frágil cesta de higos, una pequeña ánfora de vino oscuro y una cigarra de oro. Inmediatamente tuve el deseo de escribir mimos y sentí un cosquilleo en la nariz de las cocinas de Agrigento y el perfume acre de los puestos de pescado en Siracusa. Por las blancas calles de la ciudad pasaron cocineros arremangados, y muchachas flautistas de sabrosos pechos, y alcahuetas de pronunciados pómulos, y traficantes de esclavos de mejillas hinchadas por el dinero. Por las praderas azuladas por la sombra se deslizaron pastores, silbando y llevando brillantes cañas de cera, y queseras coronadas con flores rojas. Pero la amorosa sombra no escuchó mis versos. Volvió la cabeza en la noche y sacudió de entre los pliegues de su túnica un espejo de oro, una trenza de asfódelos, adormideras maduras, y me dio uno de los juncos que crecen en las orillas del Leteo. Inmediatamente sentí el deseo de la sabiduría y del conocimiento de las cosas terrenales. Entonces vi en el espejo la temblorosa imagen transparente de las flautas y las copas y los altos sombreros y los frescos rostros de labios sinuosos, y se me apareció el sentido oscuro de los objetos. Luego me incliné sobre las adormideras, y mordí los asfódelos, y mi corazón se lavó de olvido, y mi alma cogió a la sombra de la mano para descender al Ténaro. La sombra lenta y delicada me fue conduciendo por la hierba negra de los infiernos, donde nuestros pies se teñían de las flores del azafrán. Y allí añoré las islas en el purpúreo mar, las arenosas playas sicilianas rayadas de cabelleras marinas y la luz blanca de sol. Y la amorosa sombra comprendió mi deseo. Tocó mis ojos con su mano tenebrosa y vi subir a Dafnis y a Cloe, hacia los campos de Lesbos. Y experimenté su dolor de probar en la noche terrestre la amargura de su segunda vida. Y la Buena Diosa dio la rama de laurel a Dafnis, y a Cloe el favor del mimbreral verde. Inmediatamente conocí la calma de las plantas y la dicha de los tallos inmóviles. Entonces envié al poeta Herondas unos mimos nuevos perfumados con el perfume de las mujeres de Cos y con el perfume de las pálidas flores del infierno y con el perfume de las hierbas suaves y salvajes de la tierra. Así lo quiso aquella delicada sombra infernal.” (Mimos, traducción de Elena del Amo, Madrid, Siruela, 1997, págs. 103-104) Los mimos que aparecen a continuación son composiciones ficticias cuya verosimilitud viene avalada por los subtítulos griegos. En este caso, se han señalado afinidades con Pierre Louÿs, que había urdido libros apócrifos de tema griego como Poesías de Meleagro y Las canciones de Bilitis, publicadas el mismo año que los Mimos. En total, se trata de veinte mimos, con títulos como “El cocinero”, “La falsa vendedora”, “La golondrina de madera”, etc. Junto a los mimos más cercanos a su modelo griego, Schwob no puede evitar desarrollar sus habituales ejercicios de sincretismo de fuentes y de conferir a algunas de las piezas un sesgo dramático: “Mimo XIII LAS TRES CARRERAS Las higueras han dejado caer sus higos y los olivos sus aceitunas, porque algo extraño ha ocurrido en la isla de Escira. Una muchacha huía, perseguida por un muchacho. Se había levantado el bajo de la túnica y se veía el borde de sus pantalones de gasa. Mientras corría dejó caer un espejito de plata. El muchacho recogió el espejo y se miró en él. Contempló sus ojos llenos de sabiduría, amó el juicio de éstos, cesó su persecución y se sentó en la arena. Y la muchacha comenzó de nuevo a huir, perseguida por un hombre en la fuerza de la edad. Había levantado el bajo de su túnica y sus muslos eran semejantes a la carne de un fruto. En su carrera, una manzana de oro rodó de su regazo. Y el que la perseguía cogió la manzana de oro, la escondió bajo la túnica, la adoró, cesó su persecución y se sentó en la arena. Y la muchacha siguió huyendo, pero sus pasos eran menos rápidos. Porque era perseguida por un vacilante anciano. Se había bajado la túnica, y sus tobillos estaban envueltos en un tejido de muchos colores. Pero mientras corría, ocurrió ese algo extraño, porque uno después de otro se desprendieron sus senos, y cayeron al suelo como nísperos maduros. El anciano olió los dos, y la muchacha, antes de lanzarse al río que atraviesa la isla de Escira, lanzó dos gritos de horror y de pesar.” (Mimos págs. 116-117) El mimo combina de manera genial y sutil el mito de Atalanta e Hipomenes con el mito de las tres edades del hombre, frecuentado en la pintura por autores tan esenciales como Velázquez o, ya más cercano en el tiempo a Schwob, el romántico Gaspar Friedrich. Con la imagen de su obra hemos abierto precisamente este blog. Francisco García Jurado

sábado, 24 de diciembre de 2011

Patético, ¿ridículo?

Es una pena que nuestros alumnos, cuando acaso oigan hablar sobre la Sonata para piano en do menor “Patética” de Beethoven, entiendan que se trata de algo bien distinto de lo que el compositor alemán quiso expresar con su música. “Patético” no es “ridículo”, o no debiera serlo al menos, pero también es verdad que cuando confundimos una cosa con la otra es porque nuestra percepción del sentimiento ha cambiado radicalmente. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
Un uso irónico, seguramente, y ya bien alejado de su sentido propio, es decir, de lo que el Diccionario de la Real Academia define como lo “Que es capaz de mover y agitar el ánimo infundiéndole afectos vehementes, y con particularidad dolor, tristeza o melancolía”, está trastocando un hermoso término de origen griego que tiene que ver, precisamente, con el sentimiento, y no necesariamente con la risa. Lo patético y el patetismo no tienen que ver con lo risible o lo ridículo, aunque la línea invisible que discurre entre el drama y la comedia siempre sea sutil. Mario Benedetti dice en La tregua (1960) algo que puede hacernos vislumbrar las razones por las que el término ha sufrido semejante desplazamiento semántico: “Era un gesto patético, sólo eso, un gesto que no llegaba nunca a parecer ridículo, porque en aquel rostro había, además, bondad.” El problema surge cuando la diferencia entre lo patético y lo ridículo se difumina para dar a entender una burda sinonimia entre ambos. Posiblemente, la confusión responde también a nuestro propios cambios en la percepción del arte y de los sentimiento que éste inspira, pues lo que en otro tiempo pudiera parecer estremecedor hoy se nos antoja simplemente ridículo. Nunca olvidaré el miedo que pasé al ver la película “El exorcista”. Cuántas noches de insomnio pasé recordando el rostro de la niña poseída, casi comparable a las pesadillas que me inspiraron las llamadas caras del Bélmez. Aquel miedo infantil fue compañero tan absoluto que jamás puede imaginar que, al cabo de unos cuantos años, otros chavales pertenecientes a generaciones posteriores a mí se reirían al ver a aquella niña girando su cabeza como si fuera un tuerca. Lo espantoso se había convertido en ridículo, y ante esa constatación sentí incluso vergüenza de haber tenido semejantes miedos. Posiblemente ya no entendemos lo que fue realmente lo patético, de igual manera que no sabemos ya comprender la estética de los cementerios del siglo XIX. Otra cosa es pensar en aquello que hoy nos conmueve, pues esto acaso es más ridículo que aquello que conmovió a las personas del pasado. FRANCISCO GARCÍA JURADO

miércoles, 21 de diciembre de 2011

¿Marx o Montaigne? Lectura de Jorge Edwards

Acabo de terminar el libro titulado La muerte de Montaigne, del autor chileno Jorge Edwards. Su lectura, discreta, me ha deparado buenos momentos y algunas reflexiones pertinentes. Procuro no tener el libro conmigo ahora, cuando escribo precisamente sobre él, para que así sea tan sólo su conciencia lo que me inspire estas líneas. Tengo la impresión de haber leído un libro post-utópico. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE
Fue, por lo que recuerdo, en el diario EL PAÍS donde conocí la existencia y la obra de Jorge Edwards. La primera vez que lo leí, precisamente, fue a propósito de un pequeño ensayo sobre la figura de Séneca que me resultó muy útil para uno de mis estudios. Frente a los autores españoles del regeneracionismo, que seguían convirtiendo a Séneca en esencia de lo español, Edwards, en cambio, lo hacía ciudadano de cualquier lugar del imperio. Lo más sutil de todo es que aquel aserto no aparecía en la prosa de Edwards, era algo que yo mismo, como lector, podía encontrar de manera defectiva al calor de otras lecturas. Este carácter sutil de las cosas, de la elocuencia de lo tácito, me ha vuelto a la memoria tras la lectura del ensayo de Edwards sobre Montaigne, quien, no en vano, era también un gran lector y admirador de Séneca. Una vez más, un artículo en EL PAÍS, hace ya unos cuantos meses, me llamó la atención, pues no es normal, ni mucho menos, que un autor moderno dedique a Montaigne su atención consciente y explícita. Este artículo ahora se justifica perfectamente, pues era parte del estudio para la “novela”, según dice Edwards, que él mismo preparaba sobre el autor que llegó a ser alcalde de Burdeos.
No es fácil escribir algo esencialmente novedoso sobre Montaigne. Entre mis lecturas tenía el ensayito que Peter Burke había dedicado al humanista francés, o la biografía inacabada de Stephan Sweig, absolutamente conmovedora. Yo no llegaba al libro de Edwards, por así decirlo, como “homo novus”, es decir, cual “tabula rasa”. Llevo tiempo leyendo, releyendo, intentando asimilar a Montaigne, incluso soñando con su cuarto de trabajo en el castillo aquitano del que toma su nombre, y que algunas veces reconstruyo simbólicamente en mi vida para protegerme de la intemperie de lo zafio. Yo llegué a este libro ya como lector convencido, que es seguramente como llegan casi todos los lectores de obras ensayísticas. El libro de Edwards, manejable y portátil, me ha servido para recorrer lecturas ya pasadas de los propios ensayos de Montaigne y de su viaje por Francia e Italia. Me ha sorprendido lo mucho que Edwards ha leído de y sobre Montaigne, y sin ofrecerme ideas radicalmente novedosas me ha hecho pasar muy buenos ratos de lectura. Ahora regreso, por cierto, al Álbum Montaigne, que la lujosa colección de La Pléiade publicó hace un tiempo en torno a su época y su obra. Delicioso en grado sumo. Ahora recuerdo conmovido el viaje a Burdeos que hicimos hace unos cuantos meses, cuando estuve ante la gigantesca estatua de Montaigne, de igual forma que hice en París ante la estatua que hay en la Rue des écoles. Por diversas razones, he vuelto a justificarme en mi propio escepticismo ante las grandes ideas, los sistemas de pensamiento, las ideologías, las fes inquebrantables. Edwards establece una dicotomía que me ha resultado interesante: Marx, que crea un pensamiento para el futuro que termina ahogango (y ha ahogado) el presente, frente a Montaigne, que es un pensador de su presente, presente que se vuelve atemporalidad en manos de los lectores modernos. Nunca me convencieron, por ejemplo, mis maestros “progres” de los años setenta y ochenta, aquellos que convirtieron la política en mero dogmatismo, en una burda conjunción de buenos y malos, muy efectista para los jóvenes. Nunca me he creído la religión o esa otra forma de religión que es el comunismo. En cierto momento me sentí afín al anarquismo, quizá por razones sentimentales y familiares, quizá porque para mí el anarquismo es la infancia y mi abuelo. Por supuesto, tampoco creo en los “salvadores de la patria” de la derecha política. Qué solo, qué marginal me siento a veces en este sentido, apenas con la compañía de estos libros escritos por autores con los que suelo dialogar en mis viajes de autobús Me gustaría poder felicitar a Jorge Edwards por este libro que recrea, aún no lo he dicho, el posible amor de Montaigne con Marie de Gournay, ella tan joven y él tan viejo. Ella admiraba sus ensayos, y fue editora póstuma de la obra, una vez reescrita. En todo caso, se trata de un libro escrito más allá de las peligrosas utopías. FRANCISCO GARCÍA JURADO

lunes, 19 de diciembre de 2011

Para una historiografía de la literatura clásica durante la Edad de Plata de la cultura

Haber logrado trazar una historia de los manuales de literatura griega y latina en España puede parecer empresa vana u ociosa. Sin embargo, se parece mucho a la labor de un entomólogo. Poco a poco se van viendo las diferencias habidas entre los documentos, tanto las meramente científicas como las propiamente ideológicas. Alguna vez terminaré el catálogo de manuales, pero por ahora disfruto (y sufro) del proceso que conlleva su elaboración. Como los arqueólogos, suelo aprovechar lo que llamo "las campañas de verano", pues es entonces cuando puedo trabajar sin el agobio del día a día. FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE


Las cuatro grandes etapas que en otro lugar[1] hemos establecido para el desarrollo de la Historiografía de la Literatura latina en España pueden enunciarse como sigue: la del llamado pensamiento ilustrado, definido por la «Historia crítica», de carácter culto y erudito; el período romántico, donde se desarrolla la «Historia filosófica», ligada a lo popular y lo nacional; el «Historicismo», donde la fe en la ciencia positiva termina de asentar la idea de una Historia de la Literatura latina propiamente dicha, y, finalmente, la etapa de los tres primeros decenios del siglo XX, definida por la tensión entre el «Positivismo» heredado del siglo anterior y la nueva «Crítica estética». El caso español se resume perfectamente si pensamos en cuatro manuales posibles y correspondientes a cada etapa que, sin embargo, nunca existieron: un gran manual crítico escrito por Gregorio Mayáns en los años setenta del siglo XVIII[2], un manual romántico compuesto por Alfredo Adolfo Camús hacia 1860[3], un manual historicista escrito por Marcelino Menéndez Pelayo entre 1880 y 1900[4] y, finalmente, un manual de carácter estético-idealista compuesto por Pedro Urbano González de la Calle hacia los años veinte del nuevo siglo[5]. Precisamente, en este capítulo vamos a centrarnos en los dos últimos períodos, definidos por la consolidación del paradigma historicista y su relativo agotamiento con el cambio de siglo. De esta forma, a partir del decenio de los años sesenta del siglo XIX, pasada la etapa romántica, ya no supone novedad alguna la explicación de las literaturas nacionales en términos rigurosamente históricos, al contrario de lo que ocurría en los primeros tiempos de Gil de Zárate, durante los años cuarenta y cincuenta del siglo XIX, pues todavía entonces la orientación histórica tenía un claro sesgo liberal y romántico. El paradigma de la Historia de la Literatura se ha consolidado en la enseñanza hasta el punto de que se termina entendiendo como un hecho natural. Síntoma notable de este nuevo estado de cosas es la publicación en 1866 de la Historia de la Literatura latina de Villar y García, donde el material de estudio se organiza claramente por medio de los períodos históricos, frente al esquema de los tres grandes géneros que definía la etapa romántica durante los tres decenios anteriores, a saber: Poesía, Elocuencia e Historia. Asimismo, los propios ecos de la llamada «Polémica de la ciencia española», abanderada por Menéndez Pelayo y Gumersindo de Azcárate, también irán apareciendo discretamente en el tibio panorama de los estudios sobre la Antigüedad. Se iniciaba así un largo y complejo proceso que terminará cristalizando al siglo siguiente con la creación oficial de los estudios de Filología clásica en 1933[6]. No creemos, en este sentido, que sea un hecho casual que en 1878 (y luego en 1879) se publique la versión española de la Historia de la Literatura latina del autor alemán Juan Félix Baehr a cargo de Francisco María Rivero, catedrático de Sánscrito en Madrid desde 1877. Así las cosas, si el positivismo de mitad de los años setenta había supuesto una reacción contra el idealismo[7], el paso al siglo XX conlleva un cierto agotamiento de este mismo Historicismo que se plasma, por ejemplo, en las propuestas alternativas de la Estética de Benedetto Croce, encaminadas a valorar de nuevo la literatura como un hecho fundamentalmente estético antes que como mera historicidad. Los manuales de Literatura clásica reflejan perfectamente el estado de las ideas y sus cambios desde 1868 hasta 1936. Su estudio detenido permite apreciar la variedad de planteamientos y también de diferencias ideológicas, no trazadas hasta el momento y que merece la pena reseñar. FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE





[1] F. García Jurado, «Ensayo de una Historiografía de la Literatura latina en España (1778-1936)», Revista de Estudios Latinos, 8, 2008, págs. 179-201.
[2] En particular, su Vida de Publio Virgilio Maron, con la noticia de sus obras traducidas en castellano (Valencia, 1778) constituye un valioso comienzo de lo que podría haber sido (y no fue) nuestra Historiografía de la Literatura latina en España.
[3] A tenor de lo que declara Francisco García Rivero (futuro traductor del manual alemán de Baehr) al comienzo de su tesis doctoral (F. García Rivero y Godoy, Demóstenes y Esquínes. Thésis presentada á la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central, Madrid, 1866), Camús preparaba una obra de este tipo: «Y ha sido tanta su amabilidad, que no ha tenido inconveniente en facilitarnos las cuartillas de sus Lecciones histórico-críticas de literatura clásica, obra en que actualmente trabaja y que lleva ya muy adelantada». Asimismo, hemos descubierto poco antes de escribir este capítulo una nueva obra de Camús redactada todavía en latín, y que en parte responde a este cometido: Litterarum Latinarum Institutiones. Tomus primus, Madrid, 1852.
[4] Nos atrevemos a expresar este deseo a tenor de la calidad de su tesis doctoral dedicada a estudiar la novela entre los latinos, a la que después volveremos. Menéndez Pelayo renunció, sobre todo, a escribir un manual de Historia de la Literatura española que, en opinión de J. C. Mainer, «La invención de la Literatura española», en D. Romero López (coord.), Naciones literarias, Madrid, 2006, 201-230, pág. 222: «hubiera hecho digno trío de honor con la italiana de Francesco De Sanctis y la francesa de Gustave Lanson».
[5] Solamente las notas a su traducción del manual de Literatura latina de Friedrich Leo constituyen un prodigio de buen hacer crítico y filológico. Véase al respecto F. García Jurado, «Cuando el tiempo se detiene. Los avatares de una Historia de la Literatura latina publicada en Colombia: Pedro Urbano González de la Calle», Literatura: teoría, historia, crítica, 11, 2009, Nuevas tendencias en la literatura antigua (en prensa).
[6] F. García Jurado, «El nacimiento de la Filología clásica en España. La Facultad de Filosofía y Letras de Madrid (1932-1936)», Estudios clásicos 134, 2008, 77-104, págs. 80-82 especialmente.
[7] J. L. Abellán, Historia crítica del pensamiento español. Tomo V (1). La crisis contemporánea (1875-1936), Madrid, 1989, pág. 75: «El positivismo es, en realidad, una reacción contra el idealismo, que tiene su fecha clave en 1875».

sábado, 17 de diciembre de 2011

Que veinte años no es nada: Ámsterdam

Ser capaces de vivir en paz con nuestros recuerdos no siempre es fácil, pero esta vez sí lo fue. Hace una semana tuve la oportunidad de regresar a Ámsterdam. La bonita cifra de veinte años separaba mis últimos pasos por aquella ciudad de estos renovados paseos. Pero sí tuve la amable sensación del tiempo recobrado. POR FRANCISCO GARCÍA JURDO. HLGE


Ya sabía de antemano que la sensación de regreso iba a presidir todo aquel viaje. María José tenía ganas de visitar esta ciudad y aceptó el reto de recorrer una suerte de ruta de la memoria, ruta que básicamente coincidía con todo lo esencial que hay que ver en Ámsterdam. No puedo decir que la ciudad siga intacta, pero sí reconocible. Quizá lo que más me molestó fue comprobar cómo uno de los lugares que consideraba más hermosos, el canal que pasa junto al jardín botánico, ya no aparece tan selvático, pues se ha construido un nuevo invernadero que viene a ser como un apósito para mis recuerdos. Naturalmente, han desaparecido tiendas y restaurantes, hasta el pequeño elefante que había en un escaparate cerca del zoo (llamado Natura Artis Magistra). Queda, no obstante, la tienda de patatas fritas junto a Rembrandtplein, por lo que no quise dejar de tomarme un cucurucho en recuerdo de antiguas tardes de estudiante donde aquellas patatas eran el componente básico de un paseo-cena. En fin, también cumplimos con el rito de comprar un libro viejo en el largo corredor que hay junto a la facultad de Derecho, un texto griego de Homero y la Consolatio Philosophiae de Boecio. Allí, uno de los viejos libreros todavía recordaba al ya entonces viejo maquis que vendía libros increíbles hace veinte años, y que un día, no sé muy bien por qué, me habló de los seis dedos que tienen algunas figuras de Chagall. Sin embargo, el Seminario de Clásicas, que estaba junto al Museo de Arqueología Alan Pierson, ya no se encuentra allí. La puerta por la que cada día entraba a reencontrarme con mis volúmenes de estudio, en la biblioteca, ahora es un escaparate. Sí pude entrever, entre los cristales, la silueta de un estudiante fantasmal que todavía escribe risueño notas para su tesis. Busqué a aquel estudiante predoctoral que allí fui y realmente lo encontré, e incluso reconocí la casa de Weespertraat donde habité, más bien una cueva que se volvió mágica al calor de los días irrepetibles. Desde el nuevo museo sucursal del Ermitage hice esta foto del edificio que me sirvió de hogar, y que es precisamente la que abre este blog, La hice con cierta sensación de no volver a verlo ya nunca, con cierto vértido vital. Pero María José desdramatizó mis congojas con la aplastante razón de que ahora hay vuelos baratos y de que, por supuesto, volveremos más veces. FRANCISCO GARCÍA JURADO

viernes, 2 de diciembre de 2011

Marcel Proust en Alcobendas

Algunas personas famosas me ponen muy nervioso. Que cierta actriz española viviera en una localidad madrileña llamada Alcobendas ha conferido a la localidad algún poder evocador, desde su localismo y realidad inmediata, en contraste con la gran ciudad que representa al cine norteamericano. En todo caso, llevo años pensando en escribir una novela de cierto sesgo autobiográfico titulada "Proust en Alcobendas", donde cuento la peripecia de un joven estudiante que recrea en aquel lugar nada menos que París y la Normandía, gracias a los textos del irrepetible Marcel Proust. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
El contraste entre la cotidianeidad y lo sublime es, en definitiva, lo que conferiría a "Proust en Alcobendas" su razón de ser. De esta forma, deberíamos partir de algunos hermosos textos de Proust, como el siguiente:

“¡Vidri, vidri-ero, cristales rotos, el vidriero, el vidri-ero!”, división gregoriana que, sin embargo, me recordó la liturgia menos de lo que me la recordaba el trapero, reproduciendo sin saberlo una de esas bruscas interrupciones de la sonoridad en medio de una plegaria tan frecuentes en el ritual de la Iglesia: Praeceptis salutaribus moniti et divina institutione formati, audemus dicere, dijo el sacerdote terminando bruscamente en el dicere. Sin irreverencia, así como el pueblo piadoso de la Edad Media, en el recinto mismo de la iglesia, representaba las farsas y los pasos, en este dicere hace pensar el trapero cuando, después de retornear la palabras, emite la última sílaba con una brusquedad digna de la acentuación reglamentada por el gran papa del siglo VII: “Se compran trapos, chatarra –todo esto salmodiado con lentitud, así como las dos sílabas siguientes, mientras que la última acaba más bruscamente que dicere -, pieles de co-nejo.” “Valencia, la bella Valencia, la fresca naranja”, hasta los modestos puerros (“¡ a los buenos puerros!”) desfilaban para mí como un eco de las olas en que Albertina, libre, hubiera podido perderse, y adquirían así la dulzura de un Suave mari magno. (Proust, La prisionera, pp. 135-136)

Desde esta evocación, esta incursion de lo cotidiano en el mundo sentimental y tortuoso de la novela, yo me atrevo a evocar mis propias emociones:

Así llegaba con la mañana el sonido repetido, aún a lo lejos, de la bocina del camión de gas butano, repleto de bombonas naranjas que recordaban una perfumada primavera en Córdoba. Las mañanas que podía permanecer en casa, habiéndome levantado al romper el alba, esa bocina me encontraba ya estudiando, entre acordes de Bach o Händel que endulzaban un tanto la aridez de ciertos textos académicos, y entonces dejaba simplemente de oír y me ponía a escuchar como quien respira el mar aquel sonido que algunos considerarían extemporáneo y molesto. Aquella bocina tenía una rara belleza en la distancia, en su monótona forma de avisar a mi madre y a sus vecinas de la llegada cotidiana del suministro de gas. Quería creer yo, en mi nostalgia inacabable del océano, de los inmensos espacios, que era un barco de vapor que surcaba las aguas, uno de esos barcos que con William Turner irrumpieron en las aguas procelosas de la pintura inglesa. Y así es como, al cabo de los años, una piadosa mañana de sol, evoqué en la Tate Gallery, ante los mares de Turner, aquellas mañanas de adolescencia y estudio en una Alcobendas soñada.

Desde la analogía sentitiva que Proust establece entre la famosa magdalena, al comienzo de su obra, y la misma sensación recogida luego ante otro estímulo, si es posible evocar una sensación de la infancia de Combray en la Venecia de Fortuny, yo me atrevo a proponer que el universo de las sensaciones es independiente del lugar donde nos encontremos.
Francisco García Jurado

sábado, 26 de noviembre de 2011

Fotos de noviembre

No sé si alguna vez habréis tenido la misma extraña sensación al ver, durante el verano, las fotos que nos hicimos en el frío y lejano mes de noviembre. Sentir que nuestras imágenes, diluidas en la tenue luz del invierno, abrigadas con tonos oscuros y un tanto contraídas, son parte de una historia triste y pasada, lejana a la plenitud que nos da el sol y los días estivales. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO

Esta sensación la llevo teniendo desde hace tiempo, precisamente cuando veo las fotografías que nos hacemos cuando celebrarmos la actividad de la Semana de la Ciencia en Madrid. Las personas que nos acompañan en las excursiones ponen un interés y un calor humano que no tiene precio. Pero no dejo de sentir cierto frío cuando veo desde cierta distancia todas estas imágenes. Noviembre, desde que soy niño, me resulta un mes profundamente antipático. Noviembre era el monótono colegio, las melancólicas tardes de domingo, donde el fútbol en la televisión era parte de un paisaje oscuro, premonitorio de un lunes que acaso trajera una mala semana. Este mes de noviembre está resultando acaso más frío aún que los otros. Los problemas parecen haberse quedado a habitar con nosotros para siempre, quizá de la misma manera que las bonanzas parecieron ya eternas, aunque no tardaron en mostrar su triste cara efímera. Noviembre, este año, parece que nunca va a terminar, que la primavera acaso no llegue nunca, y que nuestras caras pálidas de frío, nuestros abrigos pardos, de colores apagados, nos van a convertir a todos en personajes de una posguerra imaginaria. El otro día, en la sacramental de San Justo, había una luz difusa, y aunque luego, al seguir nuestro paseo, pudimos disfrutar del sol del invierno, apenas tenía nada que ver con la luz avasalladora de las tardes veraniegas. Pero imagino, o al menos eso quiero creer, que nos vestiremos otra vez de primavera, como las mujeres que pinta Anglada Camarasa, y que podremos volver a mirar nuestras fotos de noviembre como lo que fueron, sueños de una vida mejor, de una luz radiante, y de una vida plena. FRANCISCO GARCIA JURADO

martes, 22 de noviembre de 2011

Humanidades clásicas e Historia cultural. Jornadas

Mañana miércoles comienzan las JORNADAS DE INVESTIGACIÓN "HUMANIDADES CLÁSICAS E HISTORIA CULTURAL: DE LA ILUSTRACIÓN AL LIBERALISMO" en la Biblioteca Histórica "Marqués de Valdecilla" (C/ Noviciado, 3). La Historia Cultural de las humanidades durante ese período convulso, donde se atisba una España que pudo ser y no fue, es una asignatura pendiente, no sólo remitida al pasado, sino volcada a nuestro futuro. Por supuesto, estáis invitados a asistir a las jornadas, cuyo programa os adjunto a continuación. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE

23 a 25 de noviembre de 2011
Biblioteca Histórica Marqués de Valdecilla
Universidad Complutense de Madrid
Noviciado, 3
28015. Madrid

GRUPO DE INVESTIGACIÓN UCM
“HISTORIOGRAFÍA DE LA LITERATURA GRECOLATINA EN ESPAÑA”

Coordinador de las Jornadas

Prof. Dr. Francisco García Jurado (UCM)

Secretaria académica

Profª Drª Ana González-Rivas Fernández (HLGE)

Comité organizador

Profª Drª María José Barrios Castro (HLGE)
Prof. Dr. David Castro de Castro (UCM)
Prof. Dr. Javier Espino Martín (HLGE)
Profª Drª Cristina Martín Puente (UCM)

Comité científico

Prof. Dr. Joaquín Álvarez Barrientos (CSIC)
Prof. Dr. Antonio Barnés (Univ. San Pablo-CEU)
Prof. Dr. Jorge Fernández López (UR)
Prof. Dr. Eduardo Fernández (Centro Universitario Villanueva)
Profª Drª. Marta González González (UMA)
Prof. Dr. Ramiro González Delgado (UEX)
Profª Drª Pilar Hualde Pascual (UAM)
Prof. Dr. Bernd Marizzi (UCM)
Profª Drª Isabel Velázquez Soriano (UCM)

En la ilustración se reproduce un grabado de William Hogarth titulado “Time smoking a picture” (1761).PROGRAMA DE LAS JORNADAS

23 de noviembre de 2011 (miércoles)

-Sesión inaugural: panorama de la historia literaria a finales del siglo XVIII (Presidencia de Mesa: Marta Torres Santo Domingo. Biblioteca Histórica Marqués de Valdecilla)

Presentación de las jornadas (16:00)

Ponencia inaugural del Dr. Joaquín Álvarez Barrientos (CSIC) (16:15)

-Primera sesión temática (Presidencia de Mesa: Pilar Hualde Pascual)

La enseñanza y los manuales (1)

Entre la Ilustración y el Liberalismo. Los manuales de literatura griega y latina en España (Francisco García Jurado) (17:15)
Las colecciones de textos escolares (Ramiro González Delgado) (17:30)
Historiografía de la literatura latina de los jesuitas expulsos (Josep L. Teodoro) (17:45)

La enseñanza y los manuales (2)

Los manuales de retórica (Jorge Fernández y Eduardo Fernández) (18:30)
Los manuales de poética (Felipe González Alcázar) (18:45)
Las gramáticas latinas: Absolutismo y Liberalismo (Javier Espino Martín) (19:00)
Coloquio (19:15)

24 de noviembre de 2011 (jueves)

-Segunda sesión temática

El mundo editorial y la traducción (Presidencia de Mesa: Marta González)

La Ilustración en las colecciones literarias (David Castro de Castro) (16:00)
Traducciones de los clásicos grecolatinos (Ramiro González Delgado y Marta González) (16:15)
Latín y utilidad pública: el “Vitruvio” de Ortiz y Sanz (Isabel Velázquez Soriano) (16:30)
Latín y utilidad pública: Columela y la agronomía (Ignacio García Armendáriz) (16:45)
Coloquio (17:00)

-Tercera sesión temática

El mundo filológico y erudito (1) (Presidencia de Mesa: Eduardo Fernández)

La incipiente idea de Tradición clásica en España (Antonio Barnés) (17:30)
La “ciencia de los mitos” (Marta González) (17:45)
Wolf y España: transferencias culturales (Bernd Marizzi) (18:00)
Coloquio (18:15)

El mundo filológico y erudito (2)

Turismo y textos clásicos: citas grecolatinas en los relatos de viaje del siglo XVIII (María José Barrios Castro) (18:30)
La moderna epigrafía carolina y fernandina (Rosario Hernando Sobrino) (18:45)
Coloquio (19:00)

25 de noviembre de 2011 (viernes)

-Cuarta sesión temática

El espacio literario (Presidencia de Mesa: Antonio Barnés)

Entre Horacio y Pseudo-Longino. La estética de lo sublime (Ana González-Rivas) (16:00)
Literatura de género histórico (Cristina Martín Puente) (16:15)
Coloquio (16:30)

-Quinta sesión temática

El espacio social y político (Presidencia de Mesa: Ramiro González Delgado)

El mundo social de la Academia Latina Matritense: entre el sistema gremial, la Ilustración y el Liberalismo (Pilar Hualde Pascual) (17:00)
Lucano y Virgilio. Su recepción y status en la Ilustración (Xosé Antonio López Silva) (17:15)
El abate Marchena y Lucrecio: Ilustración y Liberalismo (Pablo Asencio) (17:30)
Coloquio (17:45)

-Clausura (18.00)

domingo, 20 de noviembre de 2011

PUEBLO Y LIBERTAD: UN GRAN MITO ROMÁNTICO

Ya sabéis que los que nos dedicamos a la Historiografía, es decir, a ver cómo los acontecimientos quedan reflejados y explicados mediante palabras, somos algo parecido a los cazadores de mariposas. Intentamos atrapar esa primera vez que un término llegó a acuñarse para crear una nueva realidad. Evocamos hoy a un personaje que contribuyó, acaso sin saberlo, a crear el mito romántico de los "pueblos libres" y cuyos días terminaron, un poco a regañadientes, en el Berlín de comienzos del siglo XIX (en la fotografía, la Universidad Humboldt). Recordad, ante todo, que el hecho de que un pueblo sea "libre" de otros pueblos es una idea netamente romántica, pero esto no quiere decir que los ciudadanos que lo componen también lo sean. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE
Friedrich August Wolf escribió la que podemos considerar, sin lugar a dudas, como la primera historia de la literatura romana y son muchas las ideas y sensaciones que se cruzan en mi mente al pensar en ello. Mi colega Bernd Marizzi y yo mismo publicamos hace un tiempo la primera versión española de esta obra. Imagino a Wolf componiendo en su partiular arcadia, la Universidad de Halle, aquellas notas académicas en un contexto de renovación cultural, de transición hacia un hipotético mundo mejor. Rodearse de personas como Goethe o los hermanos Humboldt es realmente algo estimulante. Wolf iba a contribuir, acaso sin saberlo, a la construcción de las modernas historias nacionales de las literaturas, antiguas y modernas, al considerar éstas como las legítimas andaduras de sus respectivos pueblos. Aunque Wolf había asumido y asimilado la herencia erudita del pensamiento ilustrado, con sus pretensiones de universalidad, iba a poner una de las premisas más importantes para potenciar los particularismos nacionales. Napoleón hizo el resto al invadir Europa y propiciar así la peligrosa equivalencia entre conceptos tales como "pueblo" y "libertad". Que un pueblo "sea libre" o, en otras palabras, "independiente" de otros, no quiere decir necesariamente que sus ciudadanos sean libres en calidad de tales personas o individuos. Por lo demás, Wolf vive el paso de los presupuestos ilustrados que encierra el concepto de "patriotismo" al nuevo concepto de "nacionalismo". El "patriotismo" ilustrado tiene más que ver con la razón y la condición jurídica de pertener a una nación, mientras que el "nacionalismo" arranca peligrosamente de un sentimiento y de una adscripción racial que la moderna genética ha terminado por revelar como un simple espejismo. El "patriotismo" es un fenómeno propio del siglo XVIII, patrimonio de unos cuantos ilustrados, mientras que el "nacionalismo" es un fenómeno puramente romántico que crea el mito de los pueblos, de sus expresiones "naturales", que por regla general terminaban siendo la historia de sus literaturas (hoy más bien esta expresión vendría dada por el fútbol). En el siglo XIX hay una pretensión consciente de "construir" así el ideario nacionalista de la nación española, sobre todo al calor de las ideas de los liberales moderados. Poco a poco fueron surgiendo los regionalismos, que derivaron en más de un caso hacia verdaderos nacionalismos. En nuestro libro sobre la Historia de la literatura grecolatina durante la Edad de Plata de la cultura española dedicamos cuatro capítulos de veintiuno a tales nacionalismos, desde el punto de vista de la traducción de los clásicos grecolatinos al catalán, gallego, asturiano y vasco.
Sé perfectamente que la gran trampa de estos temas está en plantearlos de manera visceral, pues su estructura laberíntica y las inmensas paradojas históricas que atesoran los nacionalismos son caldo de cultivo para las encendidas discusiones. Pero mi actitud es decididamente diferente, aun a pesar de parecer una persona enervada (entiéndase "enervado" en su acepción propia de persona sin nervios, despojada de pasión). Y vuelvo a Friedrich August Wolf, precisamente cuando tuvo que alejarse de su idílica Halle ante el empuje militar de Napoleón. Su amigo Guillermo de Humboldt, hermano del gran explorador Alejandro, se lo llevó a Berlín, donde estaba creando lo que iba a el gran motor científico de la nueva Prusia: la Universidad de Berlín (en la fotografía). En esa univesidad se consolidó una nueva disciplina como ciencia: la Lingüística. Puede parecer curioso que esa materia no hubiera existido como tal hasta entonces, pues si bien ya había gramáticas desde la Antigüedad éstas pertenecían a ámbitos más bien aplicados del estudio del lenguaje, el ámbito de las "artes" o manuales. También se estudiaba la historia de las lenguas (literarias), como la de la lengua latina o la de la lengua griega. Sin embargo, los nuevos influjos románticos pusieron el interés en los aspectos populares, que facilitaron que el estudio del lenguaje se independizase de los meros documentos "cultos" para ser analizados precisamente en sus manifestaciones populares y folclóricas. Al tiempo que nace la lingüística, nace también el interés por la épica o el cuento popular, pues todo ello tiene la característica supuesta de nacer del "pueblo". Pero ¿quién es el pueblo? Siempre me ha hecho mucha gracia oír cosas semejantes como que tal princesa (hoy fallecida) gozara de la simpatía de su pueblo. No me refiero al hecho en sí de que gozara de simpatía, sino que ese sentimiento emanara de una entidad tan abstracta y difusa como un "pueblo", es decir, la pretensión de una voluntad colectiva e invisible que impera sobre individuos que no se conocen, pero que están unidos por hilos invisibles, para convetirlos en otra cosa. Para los ilustrados, tan pocos y selectos como eran, el pueblo no dejaba de ser algo informe y lejano. Después se creó su mito, se lo llamó incluso con términos propios de la Roma arcaica, como "proletariado", y, por supusto, no se entendió que un pueblo pudiera vivir sin un gentilicio: al calor de los gentilicios clásicos, como romano o griego, nacieron nuevos gentilicios que bautizaban a los nuevos pueblos, ligándolos a supuestas patrias perdidas.
La Univeridad de Berlín, hoy la Humboldt, contribuyó a la creación "científica" del pueblo alemán, pero ya para entonces Friedrich August Wolf, afincado en este nuevo contexto y en la cumbre de su fama, había decidido que aquél no era su mundo. Francisco García Jurado
H.L.G.E.

martes, 15 de noviembre de 2011

La fíbula de Preneste y el sarcófago etrusco del British Museum: la verdad de la mentira y la mentira de la verdad

Esta semana se celebra el CONGRESO INTERNACIONAL "De FALSA et VERA HISTORIA.
Realidad y ficción en la investigación arqueológica, histórica y filológica" en el MUSEO de los ORÍGENES. Tengo una intervención el 18 de Noviembre de 2011, a la diez de la mañana, con el título "La fíbula de Preneste y el sarcófago etrusco del British Museum: la verdad de la mentira y la mentira de la verdad". Este es el resumen. Francisco García Jurado HLGE
Los documentos falsos, o supuestamente falsos, no siempre tienen porqué serlo del todo. Así, por ejemplo, y a pesar de que el Museo Británico se resistió a aceptarlo durante bastante tiempo, finalmente tuvo que reconocer que uno de sus sarcófagos etruscos más singulares, el de los esposos de Cerveteri (BM GR 1873. 8-20. 643 [Catalogue of Terracottas B630]), era falso (Andrén 1986, pp. 67-68; Jones 1990, pp. 30-31). Sin embargo, el sarcófago no era falso del todo, pues estaba compuesto en buena medida por piezas realmente antiguas y etruscas, aunque la suma resultante sí fuera una falsificación. No deja de ser curioso, por lo demás, que, en el caso del sarcófago etrusco, la inscripción que en él se encuentra sea “verdadera”, al haber sido tomada precisamente de una antigua fíbula que se conserva en París, como también son verdaderamente antiguos algunos elementos, aunque no el conjunto. Cabe establecer algunas interesantes analogías entre la fíbula de Preneste y el falso sarcófago de los esposos de Cerveteri. En primer lugar, la intermediación del otro gran anticuario romano, junto a Martinetti, A. Castellani, que en este caso no dona la pieza al British Museum, sino que la vende a buen precio. Si la fíbula de Preneste tiene como referente el Vaso de Duenos, el falso sarcófago mira al verdadero sarcófago de los esposos de Cerveteri (530-510 a.C.) que se conserva en el Museo del Louvre. También cabe señalar la ubicación en un museo y su posterior arrinconamiento en los almacenes. Este problema de mentiras a medias también ha estado presente en la discusión sobre la fíbula de Preneste, ante la posibilidad de que todo el documento fuera falso o de que sólo lo fuera la inscripción.
Desde el año 2008 venimos trabajando en el “Catálogo razonado de manuales de literatura griega y latina en España (1784-1935)”, que constituirá uno de los resultados del PROYECTO PADCAM S2007/HUM-0543. La elaboración de este catálogo dentro del marco general del presente proyecto contempla, a su vez, el estudio de las relaciones planteadas entre la historia de la literatura clásica y las fuentes epigráficas, desde el siglo XVIII, donde ambas materias se englobaban dentro de lo que conocemos como Historia lit(t)eraria, hasta la especialización de su estudio en diferentes disciplinas, entre otras, la historia de la lengua latina, independiente ya de la historia de la literatura romana, al calor del desarrollo de la gramática histórico-comparada. Precisamente, dentro de este amplio marco de estudio historiográfico, y en calidad de investigación asociada al catálogo, hemos revisado las cuestiones relativas a la fíbula desde dos puntos de vista:

a) Realizar una lectura historiográfica de los documentos que han divulgado, legitimado y cuestionado la fíbula de Preneste, tanto los antiguos de 1887 como los modernos de 2011.
b) Indagar en los primeros documentos que divulgaron el conocimiento de la fíbula en España.

La primera cuestión a) se incardina dentro de una interesante circunstancia que tiene lugar durante los decenios de los años setenta y ochenta del siglo XIX, especialmente en Alemania: el desarrollo de una nueva disciplina llamada “Historia de la lengua latina”, independiente ya de la “Historia de la literatura romana”. Se trata de un fenómeno bilateral por parte de ambas disciplinas que arranca con el manual de literatura romana de S. Teuffel (1862): éste crea una suerte de “prehistoria” de la literatura romana, desde los primeros documentos hasta Apio Claudio el Ciego, donde en la práctica margina tales reliquias a una suerte de limbo previo a lo que el autor considera que es la historia de la literatura romana propiamente dicha. El hecho está implicado con el paulatino desarrollo, especialmente a partir del decenio de los años 80 del siglo XIX, de la disciplina que conocemos como historia de la lengua. La presentación de la fíbula se aprovechó del nacimiento y desarrollo de este nuevo paradigma, sin en cual no se hubiera convertido en un objeto tan relevante. Si en 1887 era la lingüística histórica del latín el emergente paradigma científico, ahora, en 2011, será la llamada “química física de los materiales”. Siempre se busca, pues, la legitimación en un nuevo paradigma.
La segunda cuestión b) tiene un interés más parcial, pero da cuenta, ante todo, del proceso de asimilación de la fíbula de Preneste al paradigma de la historia de la lengua latina, que culmina probablemente en 1916 con el Recueil de textes latines archaïques de A. Ernout, libro que marca la divulgación escolar del documento. En España, como veremos, la fíbula aparece precisamente en un manual de historia de la lengua latina (traducido del alemán) publicado en 1922, lo cual quiere decir que entre la presentación pública del documento en 1887 y esta fecha han pasado nada menos que 35 años. FRANCISCO GARCÍA JURADO

viernes, 11 de noviembre de 2011

Encuentros complejos entre autores antiguos y modernos

La historia no académica, cuya hipótesis propongo, se sustenta sobre la multiplicidad de las relaciones literarias, en especial aquellas que se plantean entre autores antiguos y modernos. La noción de "encuentro complejo" responde a esta relación múltiple entre los autores antiguos y modernos que va más allá de los consabidos modelos de influencia o imitación, y cuyas relaciones imprevistas dan lugar a una suerte de contrahistoria de la literatura. Complejidad es un término que debo a Claudio Guillén (véase su introducción al libro titulado "Múltiples moradas"), que aparece en la fotografía, por cortesía de su viuda. La complejidad, al menos en literatura, no tiene que ver con la dificultad, sino con la diversidad frente a lo simple y lo estéril. FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
Fue en 1999, antes de emprender un viaje académico por Argentina, precisamente al encuentro de mis compañeros Alba Romano, Estela Assis y Rubén Florio, cuando me atreví a poner en limpio mis primeras reflexiones teóricas acerca de la naturaleza de la relación entre los autores antiguos y modernos en las que venía trabajando desde, al menos, 1993. El librito, editado por la Sociedad Española de Eslavistas, gracias al Dr. Jesús García Gabaldón, se publicó con el título de "Encuentros complejos entre las literatura latina y las modernas. Una propuesta desde el comparatismo". Ahora hace más de diez años de aquello, y desde entonces han pasado muchas cosas.
La superación del modelo científico que conocemos como positivista, aquel que entiende que los datos son independientes de cualquier interpretación, fue la piedra de toque de aquella pequeña obra. Las enseñanzas de Claudio Guillén, en especial tomadas de su libro titulado "Entre lo uno y lo diverso", me llevaron a la idea de la literatura como un complejo sistema de relaciones. Ya no se trataba de estudiar o constatar la presencia de un autor antiguo en otro moderno (el modelo llamado "A en B", al estilo de "Horacio en España"), sino la relación, no siempre lineal ni directa, entre el autor antiguo y el moderno. Poco a poco fui llegando, mediante el estudio concreto de autores esenciales, a las ricas configuraciones que, por ejemplo, ponían en relacion al poeta Ovidio con Pushkin como intermediario de Mandelstam, o a Plinio el Joven con Maupassant, que se convertía en intermediario entre el primero y el argentino Julio Cortázar.
En definitiva, configuraciones, articulaciones de una sistema, visiones parecidas a las que los biólogos nos muestran de las estructuras moleculares. La literatura, sus configuraciones históricas, no son más que un conjunto de relaciones inacabables. Precisamente, esta tarde, he terminado de leer y corregir las conclusiones de la tesis de mi discípula Ana González-Rivas Fernández acerca de la compleja configuración que establecen los modernos relatos góticos con la literatura grecolatina. Creo que este trabajo de investigación es la mejor prueba de la validez de aquellos estudios que se sugerían en aquel pequeño libro que viajó a América.
A veces los profesores universitarios nos vemos obligados a teorizar y pensar en herramientas conceptuales para desarrollar nuestras hipótesis. Sin darme cuenta, terminando precisamente el trabajo titulado "Las personas de Ovidio: Osip Mandeltam, Gonzalo Rojas y Antonio Tabucchi. Encuentros complejos entre autores antiguos y modernos" (Res Publica Litterarum. Studies in the classical tradition, 2006, p. 89) di con la definición más precisa que he encontrado para definir mi idea de "encuentros complejos", y con la que termino hoy este blog tan académico:
"La conciencia de la Tradición Clásica convive con la nueva conciencia de la Tradición Moderna, y cabe una productiva interacción entre ambas. A esta relación múltiple entre los autores antiguos y modernos que va más allá de los consabidos modelos de influencia o imitacion y cuyas relaciones imprevistas dan lugar a una suerte de contrahistoria de la literatura es a lo que denominamos "encuentros complejos"". Francisco García Jurado H.L.G.E.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Los "clásicos cotidianos", o el canon personal

Seguimos exponiendo las claves para trazar una historia no académica de la literatura antigua en los autores modernos. Hoy corresponde hablar de un concepto medular, el de "clásicos cotidianos". No se trata de autores que habitan el Olimpo de los más excelsos, sino de aquellas lecturas que nos acompañan a lo largo de la vida. El canon literario suele ser caprichoso. En este caso tan sólo es personal, como querría Italo Calvino. Eça de Queiroz, cuya estatua en Lisbola aparece en la fotografía, nos dio precisamente la idea al hablar de Virgilio. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE


El libro de Huysmans con el que comenzábamos el blog anterior dio lugar a reacciones literarias diversas. Resulta muy interesante que uno de los mayores escritores portugueses de todos los tiempos, José María Eça de Queiroz, escribiera al final de su vida una emotiva novela titulada La ciudad y las sierras, encaminada, precisamente, a ir a contracorriente de la novela de Huysmans. La situación plateada con esta novela póstuma no deja de ser curiosa, y en ella han reparado críticos como Alfonso Reyes[1] cuando observa que se trata de una historia “al revés” con respecto a la propia obra de Huysmans. Podría pensarse que estamos ante una obra reaccionaria, pero no lo es en absoluto, como vamos a intentar demostrar. De manera inversa al personaje de Huysmans, que se aleja de los clásicos como Virgilio y del canto que hace a la vida en contacto con la naturaleza, Eça de Queiroz nos describe cómo su personaje, Jacinto, presa también del spleen de la vida parisina, vuelve a su tierra natal portuguesa, precisamente a su villa en el campo, y allí emprende una existencia bucólica que no por ello estará ajena a los problemas sociales de su gente. La novela, de hecho, presenta aspectos comunes con el regeneracionismo hispánico, lo que la hace todavía más interesante. Para el asunto que aquí nos ocupa, un lector perspicaz podría intuir que en algún momento de la historia habría de aparecer el poeta Virgilio, como ocurre, en efecto. De los dos pasajes de la novela en que se recrean sus versos hay uno fundamental, ya que el protagonista de la novela termina por quedarse plácidamente dormido sobre un libro del poeta:

"Sobre una de esas tablas descansaban dos espingar­das; en las otras aguardaban, diseminados, como los pri­meros doctores llegados a un concilio, algunos nobilísi­mos volúmenes, un Plutarco, un Virgilio, la Odisea, el Manual del Epicteto y las Crónicas de Froissart. Después, en ordenadas hileras, sillas de enea, muy nuevas y lus­trosas. Y en un rincón, un mueble para bastones.
Todo resplandecía de orden y limpieza. Los postigos entornados protegían contra el sol, que de aquel lado caía ardientemente escaldando los ventanales de piedra. Olían los claveles. Del suelo, lavado con agua, emanaba en la tamizada penumbra una blanda frescura. Ningún rumor turbaba los campos ni la casa. Tormes dormía bajo el esplendor de la mañana santa. Y, vencido por aquella consoladora quietud de convento rural, acabé por tenderme en un sillón de junco junto a la mesa y abrir lánguidamente un tomo de Virgilio, murmurando, sin más que apropiar ligeramente el dulce verso que leí primero:

Fortunate Jacinthe! Hic, inter arva nota
et fontis sacros, frigus captabis opacum...[2]

¡Afortunado Jacinto, en verdad! ¡Ahora, entre los campos, que son tuyos, y las fuentes que te son sagradas, encuentras finalmente sombra y paz!
Leí todavía otros versos. Y, con el cansancio de las dos horas de camino y de calor desde Guiaes, acabé por dormirme irreverentemente sobre el divino bucólico." (La ciudad y las sierras, pp.160-161)

En otro lugar[3], hemos sugerido cómo esta dulce siesta no tiene nada de inocente, sino que encierra un significado trascendente. El personaje de Eça de Queiroz no ha regresado simplemente a Virgilio como el poeta privilegiado del canon académico, sino en calidad de amigo personal y, sobre todo, de lectura vital. Se está desarrollando una actitud diferente hacia el clásico que al cabo del tiempo será común entre diferentes autores del siglo XX, y que Italo Calvino supo captar perfectamente en los ensayos que conformaron su libro titulado Por qué leer los clásicos (Barcelona, Tusquets, 1992). Esta nueva actitud hacia el clásico, que nosotros denominamos «clásico cotidiano», podría definirse, al menos, por cuatro características esenciales:

-El clásico está íntimamente ligado a la experiencia vital. Bioy Casares nos ofrece un particular testimonio de lo que decimos cuando nos habla de Aulo Gelio:

"Pocos objetos materiales han de estar tan entraña­blemente vincula­dos a nuestra vida como algunos libros. Los queremos por sus enseñanzas, porque nos dieron pla­cer, porque estimularon nuestra inteligencia, o nuestra imaginación, o nuestras ganas de vivir. Como en la rela­ción con seres humanos, el sentimiento se extiende tam­bién al aspecto físico. Mi afecto por las Noches Áticas de Aulo Gelio, dos tomitos de la vieja Biblioteca Clási­ca, abarca el formato y la encuadernación en pasta espa­ñola." (Adolfo Bioy Casares, "A propósito de El libro de Bolsillo de Alianza Editorial y sus primeros mil volúmenes", en D. Martino, ABC de Adolfo Bioy Casares, Alcalá de Henares, Ediciones de la Universidad, 1991, p. 179)

-Forma parte de una biblioteca personal de lecturas, frente al tradicional canon académico. Los clásicos se ordenan a la manera de una antología de lecturas o, en palabras de Alfonso Reyes, una “antología inminente”[4].

-Tiene una función educadora esencial, consistente en la enseñanza para la vida. Esta función no está necesariamente ligada a los años escolares, ya que si bien algunos clásicos han podido conocerse durante esta etapa (sería el caso de Virgilio) otros forman parte de lecturas de la edad adulta (así ocurre con Aulo Gelio).

-Frente a la lucha agonística por la originalidad y la superación de los modelos (la conocida tensión entre clasicismo y romanticismo) el clásico se convierte en un relajado compañero de viaje.

Esta concepción relajada de los clásicos que presenciamos en la novela postrera de Eça de Queiroz y que luego recoge Calvino es, en buena medida, precursora de una consideración abierta de los clásicos sin la cual no sería posible entender cuál es la compleja relación de los autores antiguos con la literatura moderna. FRANCISCO GARCÍA JURADO



[1] Alfonso Reyes, Obras completas XII, México, FCE, 1969, pp. 136-137.
[2] Se trata de una cita de Verg.Ecl.1,51-52, donde se ha cambiado senex por Jacinthe y flumina por arva, sin tener en cuenta la métrica del hexámetro: fortunate senex, hic inter flumina nota / et fontis sacros frigus captabis opacum.
[3] “«Clásicos cotidianos», o libros que ayudan a vivir. Entre Virgilio e Italo Calvino”, ahora en Modernos y Antiguos. Ocho estudios de literatura comparada.
[4] “Toda historia literaria presupone una antología inminente”, Alfonso Reyes, “Teoría de la antología”, en La experiencia literaria, Obras completas XIV, México, F.C.E., 1962, p. 137.

lunes, 7 de noviembre de 2011

La modernidad y sus melancolías: historia no académica

En una conocida novela de Oscar Wilde se describe un estado de ánimo concebido como una enfermedad propia de artistas: “(...) enfermo de ese tedio, de ese terrible taedium vitae, que se apodera de aquellos a quienes la vida no niega nada”. Esta enfermedad del espíritu recibe comúnmente el nombre de spleen, y también se alude a ella con las palabras latinas de taedium vitae. Esta melancolía da lugar a una genuina forma de historia no académica de la literatura, o historia al revés. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE


Nuestro término “melancolía” puede recoger, aunque sólo en parte, el concepto que nos interesa. Esta enfermedad del espíritu creador ha de remitirse a un momento histórico, las postrimerías del siglo XIX, y tiene que adscribirse a un autor determinado, el francés Joris Karl Huysmans. Huysmans crea un personaje, el decadentista Des Esseintes, que ha sido inspirador de creaciones literarias como la de Dorian Gray, personaje que es, precisamente, lector del autor francés[1], el Marqués de Bradomín de Valle Inclán, o un antagonista llamado Jacinto en la novela póstuma de José María Eça de Queiroz, de quien hablaremos más adelante. Uno de los aspectos más característicos de Des Esseintes es su reacción contra un mundo burgués, bienpensante y autosatisfecho. Asimismo, se rebela contra la naturaleza, rompiendo con uno de los más arraigados preceptos de la estética clásica acerca de la capacidad imitadora que tiene el arte con respecto a la naturaleza, por lo que decide aislarse en un mundo de artificios. Esa sociedad bienpensante que queda fuera de su residencia abarca también a la Universidad y los críticos académicos. Por ello, resulta muy interesante ver cómo se dedica un capítulo entero de la novela a invertir los cánones de la literatura latina. Si Virgilio aúna en su persona la circunstancia de ser la cumbre del canon de la literatura latina y el gran cantor de la naturaleza, hay dos motivos básicos para mostrar un radical desprecio hacia él, así como a todo el denominado periodo augusteo de esa literatura:

“Entre otros, el dulce Virgilio, al que los pedantes apodan «el cisne de Mantua», sin duda porque no nació en esta ciudad, le parecía uno de los más terribles maestros de escuela, uno de los más siniestros lateros que la antigüedad haya producido nunca. Sus pastores lavados y emperifollados, tirándose por turno a la cabeza pucheros llenos de versos sentenciosos y helados; su Orfeo, a quien compara con un ruiseñor lacrimoso; su Aristeo, que lloriquea a causa de las abejas, y su Eneas, ese personaje indeciso y alfeñicado que se pasea, cual una sombra chinesca, con gestos de madera, detrás del transparente mal sujeto y mal engrasado del poema, le exasperaban. Habría aceptado las fastidiosas faramallas que esos monigotes cambian entre sí en un rincón; habría aceptado hasta los impúdicos hurtos hechos a Homero, a Teócrito, a Enio y a Lucrecio; el simple robo que nos ha revelado Macrobio del segundo canto de la Eneida, casi copiado palabra tras palabra de un poema de Pisandro; toda la inenarrable vacuidad, en fin, de ese montón de cantos. Pero lo que le horripilaba más era la factura de esos hexámetros que sonaban a hojalata, a caldero vacío, y prolongaban sus raciones de palabras pesadas por kilos con arreglo a la inmutable receta de una prosodia presuntuosa y seca; era la contextura de esos versos rasposos y engolados en su indumento oficial y en su bajuna reverencia a la gramática, de esos versos cortados mecánicamente por una imperturbable cesura, siempre de la misma manera, por el choque de un dáctilo contra un espondeo (...) (J.K. Huysnams, Al revés. Prólogo de Vicente Blasco Ibáñez. Versión española de Germán Gómez de la Mata, Valencia, Prometeo, ca. 1919, pp. 74-75)

En este texto, al margen de la sorpresa que pueda depararnos, hay una serie de aspectos muy interesantes que conciernen a la propia historia de la literatura y de la crítica contemporánea a Huysmans. Por una parte, estamos ante un autor que tiene clara conciencia de esa disciplina tan propia del siglo XIX que es la historia de la literatura. La literatura concebida en su historicidad es fruto del romanticismo y del positivismo. Ésta divide las creaciones literarias de una nación por géneros y periodos cronológicos. Por otra parte, puede resultar inesperado que una literatura como la latina desempeñe un papel en la conformación de unos juicios estéticos que atañen directamente a uno de los movimientos artísticos que se convierten en prototipo de lo moderno, como el decadentismo. Pero a cualquier especialista en este periodo no se le escapa el conocimiento que autores como Baudelaire tenían de los clásicos. De hecho, la denominación peyorativa de “decadente” aplicada a la literatura latina que se escribe a partir del siglo II (desde Lucano, concretamente) es la que, por analogía, luego se vino a aplicar a los poetas modernos.



Habida cuenta de lo que decimos, deberíamos indagar acerca de lo que hay de verdad y de impostura en el texto de Huysmans. No nos parece que su reacción sea tanto contra Virgilio, el autor latino que se convierte en la diana de sus retorcidos dardos, como contra una visión de la literatura, oficial y académica, que establece o impone unos cánones determinados. De esta reacción contra la historia oficial de la literatura, sustentada y difundida por las cátedras universitarias así como por los manuales oficiales va a derivar un postura al margen de lo oficial, una actitud no académica, que terminará desarrollándose de maneras muy diversas a lo largo de las numerosas obras literarias que se han escrito desde finales del siglo XIX. Desde hace tiempo venimos estudiando la manera en que se manifiesta una literatura clásica como la latina en las letras modernas. Intentamos escudriñar la naturaleza de las citas o juicios críticos que nos encontramos de forma inesperada al leer una obra literaria moderna. En este afán por encontrar unas claves comunes que den cuenta de estos testimonios hemos llegado a articular una hipótesis de trabajo, como es la de suponer que estamos ante una historia no académica de la literatura. FRANCISCO GARCÍA JURADO
[1] “El héroe de la maravillosa novela que tanto influyó en su vida conocía por sí mismo aquellas curiosas fantasías. Cuenta en el capítulo VII que se sentó, coronado de laurel, como Tiberio, en un jardín de Capri, leyendo los imprudentes libros de Elefantina, mientras unos enanos y unos pavos reales se contoneaban a su alrededor, y el tocador de flauta se burlaba del turiferario y, como Calígula, estuvo de francachela en las cuadras con caballistas de camisas verdes, y cenó en un pesebre de marfil con pedrerías; y como Domiciano, se paseó por una galería recubierta de espejos de mármol, mirando a su alrededor con ojos alucinados, pensando en la daga que iba a terminar sus días, enfermo de ese tedio, de ese terrible taedium vitae, que se apodera de aquellos a quienes la vida no niega nada; y examinó, a través de una clara esmeralda, las sangrientas carnicerías del circo, y después, en una litera de perlas y de púrpura tirada por mulas herradas de plata, le transportaron por la Vía de las Granadas hasta la Casa de Oro, y oyó gritar a los hombres a su paso: «¡Nero César!», y como Heliogábalo, se pintó la cara, tejió en la rueca entre mujeres, e hizo traer la Luna desde Cartago y la dio al Sol en unos esponsales místicos” (Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray. Trad. De Julio Gómez de la Serna, Barcelona, Orbis-Origen, 1982, p. 202).

sábado, 5 de noviembre de 2011

Encuentro entre géneros antiguos y modernos

Estos días nos estamos dedicando a hablar sobre la naturaleza de las historias no académicas de la literatura. Uno de los aspectos quizá más sobresalientes es cuando los géneros antiguos son releídos por los autores modernos de maneras ciertamente imprevistas. Es el caso de Borges cuando lee la Eneida de Virgilio en clave de elegía, o la Historia Natural de Plinio en clave de relato fantástico. Pero es necesario hacer una incursión previa en el cuestionamiento que el filósofo italiano Benedetto Croce hizo del concepto tradicional de los géneros literarios, pues ese cuestionamiento tiene mucho que ver, a su vez, con las fusiones modernas que vamos a estudiar. La fotografía que ilustra este blog está tomada en Nápoles, la ciudad donde habitó Croce y que ahora recuerda con una de sus calles más céntricas. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
De la siguiente manera desafió Croce ese sancta sanctorum de la Poética que son los géneros literarios: “Bastante mayores y deplorables consecuencias ha tenido en la crítica y en la historiografía literaria y artística una teoría de origen diferente pero análogo, la de los géneros literarios y artísticos. Ésta, al igual que la anterior, se funda en una clasificación formada por ella misma y que le resulta legítima y útil: si aquélla se basaba en el agrupamiento técnico o físico de los objetos artísticos, ésta lo hace en las clasificaciones que se hacen de las obras de arte según su contenido o motivo sentimental: obras trágicas, cómicas, líricas, heroicas, amorosas, idílicas, novelescas y así sucesivamente” (Croce, Breviario de estética, p. 207). No parece que sea posible responder a ciencia cierta cuál es la naturaleza de esos géneros, si antemporal o histórica. En todo caso, cabe observar cómo el tiempo los recrea y los transforma. La que hemos podemos llamar “poética intertextual”, aquella que explica precisamente los encuentros complejos entre los textos antiguos y los modernos, cobra toda su trascendencia cuando esos textos que se encuentran funden, merced a este encuentro, el horizonte de sus géneros diversos. Que un moderno poeta lea un viejo texto de ciencia para convertirlo en materia lírica es, cuanto menos, una circunstancia estimulante. De la misma forma, sorprende que los viejos autores enciclopédicos, como Plinio el Viejo, se conviertan hoy en fuentes de maravillas. No en vano, Plinio alimentó los bestiarios medievales, y todos ellos han configurado la moderna zoología fantástica, poblada por viejos animales del imaginario como la anfisbena o el catoblepas. En otro sentido, una obra como las Geórgicas, de Virgilio, no deja de ser en el presente un libro incomprendido para las estrechas categorías que sobre los géneros tiene un normal lector moderno. Nadie, o casi nadie, espera ahora un largo poema que hable sobre las cosas del campo. FRANCISCO GARCÍA JURADO

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Los datos y las intuiciones en el estudio de la literatura

¿Datos, fríos datos, o intuiciones? Ese es el reto que define nuestra propuesta de una historia no académica de la literatura. Cómo explicar por qué Virgilio quiso quemar su Eneida. Podemos recurrir a las vidas del poeta escritas por los antiguos y cotejarlas. Podemos proceder como se procede con un estudio experimental. Hermann Broch, el escritor austríaco, se metió en la piel del poeta durante sus últimos días de vida (en la imagen, la llamada tumba de Virgilio, en Nápoles). Hizo uso, para entendernos, de una hermenéutica vital. Esta es una de las características de nuestra historia no académica, pues somos los portadores de unos textos que, una vez leídos, forman parte de nosotros. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO

Frente al criterio positivista que domina buena parte de la historiografía literaria, especialmente la del siglo XIX, nuestra historia no académica se caracteriza por sus criterios intuitivos. No vamos a entrar en una polémica discusión acerca de la conveniencia de los diversos métodos, si bien no ponemos en duda que sin el positivismo la ciencia no tendría fundamentos empíricos. Parece evidente que hay que partir de los datos, y que estos deben clasificarse de manera razonada. A resultas de este método, la historia de la literatura se divide por géneros, autores o periodos cronológicos. Nuestra reserva surge cuando nos hacen creer que la manera en que los manuales de historia de la literatura ofrecen los hechos es la única posible, y es, precisamente, en esa imposibilidad de concebir alternativas donde encontramos la mayor reserva. No en vano, la historia de la literatura que bulle en nuestras mentes no tiene forma de manual, como algunos podrían pensar (y cuánta culpa tiene esta creencia en el hecho de que algunos cursos de literatura terminen siendo un desastre) sino que presentan, más bien, la forma de una “antología inminente”, en palabras ya comentadas antes de Alfonso Reyes. Somos los portadores de unos textos que, una vez leídos y soñados, forman parte de nosotros. Si bien no somos sus dueños (como pretenden los partidarios más extremos de la estética de la recepción) sí somos sus transmisores y los que hacemos posible que estos textos vuelvan a la vida. La alquimia que los sentidos del texto van conformando en nuestra mente, ligados a nuestras experiencias vitales, es, en definitiva, la que va a conferir su significado más profundo y vital, al menos para nosotros. La historia no académica que proponemos ofrece de vez en cuando interesantes muestras de este método hermenéutico, como las de James Joyce, Herman Broch y Luis Goytisolo.


Joyce desarrolla en el capítulo noveno su Ulises una sugerente interpretación que, partiendo de la semejanza fonética entre el personaje de Hamlet y el nombre del hijo de Shakespeare, Hamnet, lleva a uno de los personajes de Joyce a identificar a Shakespeare no tanto con Hamlet como con el espectro de su padre[1]. Por su parte, Hermann Broch indaga desde dentro de su propia circunstancia vital acerca de las razones por las que Virgilio quiso quemar su Eneida al margen de los criterios positivistas que han aportado tradicionalmente las Vitae Vergilianae, como ha estudiado el profesor Vidal[2]. Y no podemos pasar por alto la subjetiva indagación que sobre la cólera de Aquiles desarrolla un personaje de Luis Goytisolo:

“No quiero dejar de señalar, por otra parte, la enorme repercusión que tuvo en el desarrollo de mi autoanálisis el descubrimiento, en la figura de Aquiles, de un claro antecedente de mi propio caso, antecedente mejor que modelo, dado lo muy subjetivo que todo resulta en esta materia. Sobre todo si se tiene en cuenta que el mérito de tal descubrimiento -que, más aún que mi propia personalidad, explica la de Aquiles- es algo que, o mucho me equivoco, o me pertenece por entero. Que yo sepa, al menos, nadie hasta la fecha ha encarado el tema con suficiente agudeza. Me gustaría ver, si no, quién es la eminencia capaz de explicarme la reacción de Aquiles en dos momentos cruciales del asedio de Troya -el abandono de la lucha y su retorno a ella, similares en ambas ocasiones así el motivo como el resultado, a cual más aciago- sin remontarse hasta la primera infancia, sin rastrear el enmarañado panorama que allí se ofrece a nuestros ojos (...)” (Luis Goytisolo, La cólera de Aquiles [Antagonía 3], Madrid, Alianza Editorial, 1987, p. 236)

Se trata de una interpretación personal y muy poco filológica de la consabida cólera de Aquiles, en cuya figura se encarna uno de los personajes femeninos de su novela para tratar de ver a través de ella diferentes aspectos de su propia vida. Esta identificación lleva al personaje de Goytisolo a una apropiación de la figura de Aquiles, a quien cree comprender mucho mejor en sus reacciones psicológicas que algunas "eminencias". POR FRANCISCO GARCÍA JURADO




[1] José María Valverde comentaba así este peculiar capítulo en su ya mítica traducción de Joyce: “Es de notar que las teorías que Stephen dice no creer, a pesar de exponerlas brillantemente, eran tomadas bastante en serio por el propio Joyce y empiezan a serlo por algunos especialistas en Shakespeare.” (Prólogo a James Joyce, Ulises, Barcelona, Bruguera-Lumen, 1979, pp. 59-60).
[2] "Por qué Virgilio quería quemar la Eneida..., si es que quería", publicado en HVMANITAS in honorem Antonio Fontán (Madrid, Gredos, 1992, pp. 479-484). Nos parece también muy interesante el libro Hermann Broch (1886-1951) (Madrid, Ediciones del Orto, 2001), de Berit Balzer, quien habla así del problema de dar fin a la obra: “La forma cíclica encierra en sí el peligro de desembocar en lo esotérico, y a Broch le preocupaba el problema de cómo llevar a término su novela sin caer en el misticismo. De esa disyuntiva saca la conclusión de que toda verdadera obra de arte se mueve en el precario umbral de lo mítico/místico. Virgilio, consecuente con esta idea última, quiere ver destruida su Eneida después de su muerte –como lo dispuso Kafka con algunas obra suyas-, pero el emperador Augusto quiere conservarla por el interés que ha de tener para la posteridad.” (p. 32).

lunes, 31 de octubre de 2011

Nuestra biblioteca

Acabo de leer el libro que Jesús Marchamalo ha publicado sobre varias bibliotecas de escritores: “Donde se guardan los libros”. Siento gran interés por este tipo de textos que relatan bibliotecas y, haciendo caso omiso a mi propia recomendación de no leer novedades, terminé por comprármelo e incluso leerlo. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
En realidad, buscaba en este libro renovar el grato recuerdo de una lectura que encontré en los años 80 sobre bibliotecas personales. Era un reportaje del dominical de El País (cuando todavía aparecían artículos que me interesaban) donde, entre otras bibliotecas, aparecían las de Jesús Aguirre (el jesuita, “autor de prólogos, según Cela, que entonces aparecía como flamante Duque de Alba), el músico Luis de Pablo, el antropólogo Julio Caro Baroja o la impar Esther Tusquets, de cuya biblioteca recuerdo, sobre todo, un bello busto modernista. Aquel reportaje, creo que se titulaba “Bibliotecas vivas”, me ha acompañado durante toda la vida, y no sólo físicamente. Entre otras cosas, recuerdo la fascinación que me produjeron los libros de brujería que atesoraba Caro Baroja en su biblioteca de Itzea, o el sano hábito de Eshter Tusquets de no dejar que su biblioteca fuera más allá de 5.000 ejemplares. Leí y releí aquel artículo, como queriendo extraer de él toda la felicidad que acaso podría seguirme reportando. Hoy día lo conservo en mi archivo sobre bibliotecas, pero no he querido rescatarlo para escribir este blog, sino relatarlo de memoria, para que el juego de olvidos y recuerdos lo muestre, si cabe, aún más propio y personal. Para quienes hemos dedicado buena parte de nuestra vida a los libros, las bibliotecas personales son un buen reflejo de lo que somos, en definitiva. Constituyen una riqueza no material, y son difíciles de entender para los profanos en la materia, es decir, los que no viven con libros. Nosotros vemos en nuestros anaqueles relieves difícilmente perceptibles para quienes no nos conocen, y que suelen ver moles de papel amenazantes. Pero ese carácter amenazante, invasivo, propio del cuento “Casa tomada”, de Cortázar, hace ya tiempo que se va adueñando también de mi percepción. No es el caso de María José, que sigue conservando una pasión libresca propia de una adolescente estudiosa. Algunos de los libros que me llegan a la facultad a veces no viajan hasta casa, pues pienso en las abarrotadas librerías, en cómo las secciones que destiné, por ejemplo, a la literatura latina ya no pueden seguir recibiendo nuevos inquilinos, a no ser que los viejos se vayan. Naturalmente, cerrar la entrada a los nuevos libros supone ya una forma de tiempo detenido, de conciencia de lo ya leído y de cierta desconfianza por lo nuevo. Son cosas de la edad, supongo, pero el día que compré el libro de Marchamalo ya estaba devorándolo por la Avenida Complutense, poco antes de llegar al metro de Ciudad Universitaria. No me ha reportado tanta felicidad como el artículo de las bibliotecas vivas, pero tampoco es cuestión de que las cosas y las sensaciones sean igual siempre. FRANCISCO GARCÍA JURADO

sábado, 29 de octubre de 2011

ENTRE FANTASMAS LATINOS

Nos encantan las historias de fantasmas, pero a menudo se nos escapan las mejores. Sin duda, la historia de fantasmas que más juego ha dado en la literatura es la que Plinio el Joven dejó escrita en el VII libro de sus cartas, concretamente la vigésimo séptima. Esta carta trata, precisamente, sobre la cuestión de la existencia de los fantasmas y responde a la curiosidad que el propio Plinio tiene por saber cuál es la naturaleza de estos seres sobrenaturales, es decir, si existen realmente o no son más que figuraciones creadas por nuestro propio miedo. El texto guarda muchos parecidos con otro de Luciano, pero también presenta diferencias significativas. FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE
Plinio comienza su carta de esta manera:

"La falta de ocupaciones a mí me brinda la oportunidad de aprender y a ti la de enseñarme. De esta forma, me gustaría muchísimo saber si crees que los fantasmas existen y tienen forma propia, así como algún tipo de voluntad, o, al contrario, son sombras vacías e irreales que toman imagen por efecto de nuestro propio miedo (...)"

(Plinio. 7, 27, 1 trad. de García Jurado)

Al relatar la historia del fantasma, la carta adopta la estructura de un cuento, con el consiguiente reparto entre tiempos que representan el estado de cosas en el que se plantea la historia (“érase una vez...”) y la consiguiente irrupción de un héroe en escena (“entonces llegó...”). Leamos el principio de la historia:

"Había en Atenas una casa espaciosa y grande, pero tristemente célebre e insalubre. En el silencio de la noche se oía un ruido y, si prestabas atención, primero se escuchaba el estrépito de unas cadenas a lo lejos, y luego ya muy cerca: a continuación aparecía una imagen, un anciano consumido por la flacura y la podredumbre, de larga barba y cabello erizado; grilletes en los pies y cadenas en las manos que agitaba y sacudía. A consecuencia de esto, los que habitaban la casa pasaban en vela tristes y terribles noches a causa del temor; la enfermedad sobrevenía al insomnio y, al aumentar el miedo, la muerte, pues, aun en el espacio que separaba una noche de otra, si bien la imagen desaparecía, quedaba su memoria impresa en los ojos, de manera que el temor se prolongaba aún mas allá de aquello que lo causaba. Así pues, la casa quedó desierta y condenada a la soledad, dejada completamente a merced de aquel monstruo; no obstante se había puesto en venta, por si alguien, no enterado de tamaña calamidad, quisiera comprarla o tomarla en alquiler."

(Plinio. 7, 27, 5-6 trad. de García Jurado)

Así pues, una vez presentado con tanto dramatismo el planteamiento, se entra en el nudo y el desenlace del pequeño drama con la llegada de un filósofo que encarna la luz de la inteligencia:

"Llega a Atenas el filósofo Atenodoro, lee el cartel y una vez enterado del precio, como su baratura era sospechosa, le dan razón de todo lo que pregunta, y esto, lejos de disuadirle, le anima aún más a alquilar la casa. Una vez comienza a anochecer, ordena que se le extienda el lecho en la parte delantera, pide tablillas para escribir, un estilo y una luz; a todos los suyos les aleja enviándoles a la parte interior, y él mismo dispone su ánimo, ojos y mano al ejercicio de la escritura, para que no estuviera su mente desocupada y el miedo diera lugar a ruidos aparentes e irreales. Al principio, como en cualquier parte, tan sólo se percibe el silencio de la noche, pero después la sacudida de un hierro y el movimiento de unas cadenas: el filósofo no levanta los ojos, ni tampoco deja su estilo, sino que pone resueltamente su voluntad por delante de sus oídos. Después se incrementa el ruido, se va aproximando y ya se percibe en la puerta, ya dentro de la habitación. Vuelve la vista y reconoce al espectro que le habían descrito. Éste estaba allí de pie y hacía con el dedo una señal como llamándole. El filósofo, por su parte, le indica con su mano que espere un poco, y de nuevo se pone a trabajar con sus tablillas y estilo, pero el espectro hacía sonar sus cadenas para atraer su atención. Éste vuelve de nuevo la cabeza y ve que hace la misma seña, así que ya sin hacerle esperar coge el candil y le sigue. Iba el espectro con paso lento, como si le pesaran mucho las cadenas; después bajó al patio de la casa, y de repente, desvaneciéndose, abandona a su acompañante. El filósofo recoge hojas y hierbas y las coloca en el lugar donde ha sido abandonado a manera de señal. Al día siguiente acude a los magistrados y les aconseja que ordenen cavar en aquel sitio. Se encuentran huesos insertos en cadenas y enredados, que el cuerpo, putrefacto por efecto del tiempo y de la tierra, había dejado desnudos y descarnados junto a sus grilletes. Reunidos los huesos se entierran a costa del erario público. Después de esto la casa quedó al fin liberada del fantasma, una vez fueron enterrados sus restos convenientemente."
(Plinio. 7, 27, 7-11 trad. de García Jurado)

Como vemos, se trata del texto que da lugar al gran argumento de las historias de fantasmas: la incomunicación entre vivos y muertos. Son muchas la películas y series televisivas que hacen uso de un protagonista que rompe con esta barrera para, al fin, poder comprender qué quiere el difunto. En el caso del texto de Plinio ese héroe es un filósofo, siglos más tarde el personaje irá variando (estudiante, psiquiatra o simple médium). Las magníficas características narrativas del relato de Plinio harán que éste conozca una intensa relectura con el desarrollo de la literatura fantástica moderna, primeramente en la modalidad que conocemos como “gothic tale”, que nace en la Inglaterra de finales del siglo XVIII a causa de una serie de condiciones sociales e históricas determinadas y que después tendrá una decisiva impronta en la literatura romántica. Así las cosas, desde 1764, año en el que Horace Walpole publica el que se considera que es el primer relato gótico, El castillo de Otranto hasta 1820, cuando Charles Maturin ponga broche final al género como tal con su Melmoth el errabundo, la carta de Plinio se convierte en una pieza literaria que sirve de texto clave para construir los nuevos relatos de fantasmas. De la mano de estos autores, la carta de Plinio el Joven sobre los fantasmas se convierte, anacrónicamente, en el primer relato gótico de la historia literaria.

FRANCISCO GARCÍA JURADO
UNIVERSIDAD COMPLUTENSE