miércoles, 9 de enero de 2013

Un canon de tres autores, o literatura para seguir viviendo

Me acuerdo todavía de aquel político mexicano que, más allá de la Biblia, no era capaz de citar los otros dos supuestos libros que más habían influido en su persona. Naturalmente, tal como son hoy los tiempos, si te dedicas a “cosas útiles”, como la política, no puedes perder el tiempo leyendo e instruyéndote. A quienes nos hemos quedado un tanto en la trastienda de la Historia sí nos ha dado tiempo, sin embargo, a leer algunos libros, especialmente buenos, y esta es la breve historia, que vengo meditando desde hace tiempo, acerca de cuáles son los tres autores (que no libros) que más han contribuido a perfilar lo que ahora soy. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO

Aunque la respuesta no parecía fácil, pues hay que elegir tres y sólo tres autores, mis conclusiones han sido claras y, ante todo, honestas. Un autor antiguo, romano para más señas, otro renacentista, originario de Burdeos, y un argentino del siglo XX son, lo sé, los autores con los que más me he identificado a lo largo de mis últimos veinte años. A Aulo Gelio, a Michel de Montaigne y a Jorge Luis Borges les debo el placer ya no tanto de la lectura, sino de la relectura ociosa y de estar sintiendo que cuando los leo aparecen en sus páginas las páginas de otros tantos autores. A Gelio le dediqué una personal antología en Alianza Editorial, a Montaigne le acabo de dedicar un artículo acerca de la peculiar lectura que hace del mismo Gelio (se publicará en Nápoles, en la revista Atene e Roma), y a Borges le he dedicado también un libro, el que se tituló “Borges, autor de la Eneida”. Asimismo, los tres autores han merecido paseos inolvidables por algunos lugares del mundo: Gelio me vino a la memoria en Atenas, cerca del Partenón, cuando vi el Odeón que mandó construir su amigo y maestro Herodes Ático. Montaigne sirvió de perfecta excusa para pasar unos días en Burdeos, donde pudimos entender algunas cosas sobre la relación del autor con su ciudad. En particular, me emocionó encontrar el lugar donde vivió Etienne de la Boétie (en la fotografía), el gran amigo de Montaigne a quien está consagrada la imaginaria conversación que son, en definitiva, sus ensayos. Seguir hablando con los amigos que marcharon, algunos para siempre, supone un desafío tal al tiempo que me hace pensar en cómo la vida es apenas una anécdota comparada con nuestro sentimiento. Borges supuso ya hace muchos años un paseo casi efímero por Buenos Aires, de tránsito entre Tucumán y Madrid, pero Borges también es un paseo indeleble por Harvard, o por la postrera Ginebra, donde intuí que la tristeza podía tener un color indeterminado, parecido al de los recuerdos de infancia. Asimismo, otros lugares menos motivados, más circunstanciales, han terminado igualmente estando unidos a mis autores, como Berlín, ligado a los días felices en que traducía a Gelio, o la misma China, en cuya ciudad de Hanzhou, cerca de Shanghai, pude leer la palabra “Classics” dentro de una librería, lo que me llevó al recuerdo de “classicus” usado por Gelio para referirse a los mejores autores. También he pensado en Montaigne y su defensa de la libertad de conciencia en lugares donde el respeto a los demás brilla por su ausencia (lugares muy lejanos y muy cercanos, a su vez), o he recordado la lenta mano que acaricia la seda de oriente, una mano virgiliana que sólo Borges pudo soñar, en pasajes ásperos y remotos del norte de la India o en plena ruta de la seda, cerca de la mítica Bujara. Gelio, Montaigne, Borges. Sólo con pronunciarlos entro en un mundo de palabras y ensueños, de gratos recuerdos, de clases universitarias perdidas ya en la sucesión ciega de los cursos académicos, y veo cifrada mi biografía más personal e inconfesable entre sus páginas. FRANCISCO GARCÍA JURADO

lunes, 7 de enero de 2013

Cultura clásica y "movida" durante los años 80 del pasado siglo XX


Arturo Lara, «Lucha pornográfica de griegos y latinos». Cultura clásica y «movida» durante los años 80 del siglo XX, Editorial Dínsula, Madrid, 2013, 305 páginas ISBN 978-84-85787-23-4

Algunos libros nos llegan al alma porque nuestra historia vital está involucrada en su relato. Este es el caso, al menos para mí, de este precioso estudio que acaba de aparecer en las librerías. Posiblemente, algunos puristas arrugarán la frente ante una obra semejante donde, nada más y nada menos, se nos invita a hacer un recorrido por el valor que el imaginario de los clásicos grecolatinos tuvo en la España de los años ochenta del pasado siglo XX. Arturo Lara es un personaje singular. Como él nos dice, vivió de ser catedrático de griego y enamorar con Homero. Ahora, ya jubilado, ha querido rememorar aquellos años excepcionales, pues él mismo no dejó de ser un excepcional testigo de la llamada “movida”. La obra, no en vano, toma su título de una conocida canción de Franco Battiato y viene ilustrada por una no menos conocida fotografía de Ouka Lele dedicada nada menos que a la madrileña diosa Cibeles. Pese a lo que algunos puristas pudieran pensar, se trata de una obra perfectamente trabada y argumentada. Como bien dice su autor, el origen de su planteamiento está en la relectura que de Nietzsche hicieron algunos padres del llamado “pensamiento débil”, especialmente Gianni Vattimo. Si el pensador alemán se apartó de la filología clásica oficial de su época para dar lugar a su pensamiento vitalista, en los años 80 del siglo XX se produjo una suerte de “rehumanización” de las llamadas letras griegas y latinas, que rompieron con el tópico fuertemente arraigado del academicismo más estricto para pasar a ser parte de cierto dominio público y hasta mediático. En este sentido, el autor nos refiere un ejemplo de lectura propia del pensamiento débil en torno a un autor antiguo, en particular la que sobre Arquíloco y su escudo hace Fernando Savater en la prensa. La lectura de Savater está encaminada a romper el centro de interés más allá de un texto concreto para convertirse en una reflexión volteriana sobre la complejidad de las sociedades. Por diferentes razones, ciertos imaginarios de la Antigüedad, en espacial todo lo relativo al mundo alejandrino, o algunos poetas latinos como Catulo y Virgilio, se convirtieron en prestigiosos espejos donde mirarse. Nuestro autor propone una fecha inaugural para su estudio, nada menos que el mes de marzo de 1981. Ese mes, precisamente, a iniciativa del entonces catedrático de griego de la UNED Carlos García Gual, se organizó en esta universidad una conmemoración del bicentenario de Virgilio. En una reseña publicada en el diario El País por Luis Antonio de Villena, éste decía lo siguiente: “Por lo demás, el bimilenario de la muerte de Virgilio –acercando ya mucho el enfoque- nos halla culturalmente en España, y con más motivo en lo que a la poesía se refiere, en un nada tímida efervescencia clásica. Una vez más –y cada una de esas veces, cuando es auténtica es nueva-, intentamos ir al origen para vivir más hoy y para saber llegar a mañana”. Este es el planteamiento que nos abre la puerta para recorrer unos años acaso mágicos donde la materia de estudio, lejos de faltar, es tan copiosa que se hace necesario acotarla. Por ello, nuestro autor divide su libro en los capítulos siguientes, que primero enumeramos: “1. Alejandría y Madrid”, “2. Dos poetas latinos”, “3. La paradoja del mundo académico”, “4. Fiesta trágica y mitología”, “5. Poetas, letristas y cantantes”, “6. Los artistas y la metamorfosis” y, finalmente, “7. Enrique Tierno Galbán, o el latín clandestino”. Un mero repaso al contenido de cada uno de estos capítulos servirá, mejor que ningún otro comentario, para que nos hagamos una idea del carácter de la obra. En el capítulo titulado “1. Alejandría y Madrid”, el autor recorre lo que él llama, sin ambages, el mito de Cavafis y el neopicureísmo en los años 80. Dos libros fueron clave para la difusión del ideal cavafiano en España, de un lado, la traducción parcial y bilingüe que Luis de Cañigral hizo para la mítica colección “Los poetas”, de la editorial Júcar, y, de otro, la traducción completa que preparó para Alianza Pedro Bádenas. La sintonía cavafiana, su neopicureísmo sensualista, tiene especiales ecos no sólo en la literatura, sino también en la música de su tiempo. No se olvida en esta parte del estudio establecer ciertas sintonías entre dos ciudades: Alejandría y Madrid, decadentes, amorales y sensualistas a un tiempo. En “2. Dos poetas latinos”, se parte de dos poetas latinos cuya persona y obra se difundió también gracias a la colección “Los poetas”. Nos referimos a Catulo, estudiado por Luis Antonio de Villena, y a Virgilio, sobre quien Agustín García Calvo se encargó de hacer un precioso recorrido vital, además de una traducción rítmica. Ambos poetas trascendieron los límites de su latín y del estrecho círculo de especialistas, según Lara, para convertirse en verdaderos iconos cultos. De especial interés para los profesores de clásicas es el capítulo “3. La paradoja del mundo académico”, donde nuestro autor explica de primera mano cómo todo este prestigio culturalista se vio amenazado por un drástico recorte de las humanidades y sus contenidos a partir del primer gobierno socialista. El ministro Maravall, partidario empedernido de la enseñanza defendida por el laborismo británico, se encargó de romper el fructífero flujo que mantenía unidas la enseñanza media y la superior. Al romper con él, quiso dar a la enseñanza media un nuevo propósito, no exclusivamente universitario, y con ello el bachillerato terminó desvirtuándose. No obstante, gracias a sistemas educativos anteriores, pudimos contar todavía en los años ochenta con personas bien formadas que no ignoraban el significado del mundo grecolatino, como, sin ir más lejos, se ve en la prensa del momento. Asimismo, se fueron creando fronteras insalvables en el mundo académico universitario, en particular en torno a lo griego y lo latino, concebidos ambos como guetos. Esta miseria progresiva de las aulas contrastó, singularmente, con el esplendor de los cursos de verano, que es a lo que se dedica el capítulo “4. Fiesta trágica y mitología”, dedicado muy especialmente a los seminarios impartidos por Agustín García Calvo y Carlos García Gual en la UIMP de Santander. Las crónicas periodísticas y los testimonios del alumnado recrean la magia de aquellos días donde García Calvo disertaba sobre las contradicciones del amor, o García Gual hablaba de Prometeo y la novela griega. El capítulo “5. Poetas, letristas y cantantes”, juega no sólo con el mundo de los grandes poetas, tales como Gimferrer, Villena, de Cuenca, Siles, por citar sólo a cuatro, sino con la faceta desarrollada por algunos de ellos como letristas para importantes grupos musicales. Como bien dice Luis Alberto de Cuenca, escribir un poema no es lo mismo que hacer una letra de canción, pero Arturo Lara sabe encontrar sutiles puentes entre una actividad y otra. Batiatto, como no podía ser menos, ocupa aquí un lugar de excepción, en especial su culturalismo, que es explicado como un sentimiento, una actitud vital, sobre todo una forma de vivir la cultura con orgullo. Por otra parte, el capítulo “6. Los artistas y la metamorfosis” recorren las artes escénicas y visuales. Que arquitectos como Bofill encontraran en el lenguaje clásico una forma rompedora de hacer arquitectura no es más que la punta de un profundo iceberg. Nuestro autor recorre las carteleras de Mérida durante aquellos años (él fue atento espectador de muchas de las obras), donde se representaron a Esquilo (Rodríguez Adrados), Sófocles (el Edipo que tradujo García Calvo y encarnó con maestría José Luis Gómez), así como a los cómicos grecolatinos, Aristófanes y Plauto. Sorprende encontrar no sólo una documentación periodística tan copiosa, sino, sobre todo, tomada de primera mano, que nos lleva a incluso a otras literaturas, como el Mahabharata montado por Peter Brook para un festival de otoño en Madrid. La parte relativa a las artes visuales ofrece un catálogo impresionante de manifestaciones, donde destacamos al pintor Pérez Villalta, lector de Ovidio durante la movida madrileña, y a la fotógrafa Ouka Lele, cuya fotografía de la Cibeles supone, en opinión de nuestro autor, no sólo una localización necesaria, sino también un acto puro de corporeidad mítica. Finalmente, el capítulo “7. Enrique Tierno Galván, o el latín clandestino” nos inicia en la tortuosa relación, no siempre clara, entre el gobernante y el saber. El autor parte de una conocida anécdota, precisamente cuando el entonces presidente de España, Felipe González, declaró que en su mesilla de noche estaban las Memorias de Adriano escritas por Marguerite Yourcenar, algo que convirtió un libro supuestamente escrito para minorías en un verdadero best seller. Este guiño culturalista de un gobernante necesariamente culto forma parte de un anhelo que encarnó como nadie Enrique Tierno Galván, catedrático de Teoría del Estado en la Universidad Autónoma de Madrid y consumado latinista, como tuvo ocasión de comprobar el propio Arturo Lara en una amena conversación que mantuvo con el entonces alcalde de Madrid. La clandestinidad a la que se refiere Lara tiene que ver, en definitiva, con el arma de doble filo que constituyó en aquel entonces la cultura. Su prestigio supuso, en cierta medida, su ruina, pues quienes intentaron imitar los hábitos culturalistas no estaban dispuestos a aprender, sino a representar sus propias banalidades mediante presentaciones de libros, conferencias, o ruedas de prensa (los futbolistas o los tertulianos son hoy día un ejemplo perfecto de esta banalización). El latín se convierte, por ejemplo, en casi un personaje dentro de la novela titulada El nombre de la rosa, donde su autor, Umberto Eco, quiso dejar un verdadero homenaje a las litterae humaniores. 
Este es, en definitiva, un libro vitalmente necesario. Los jóvenes ya no se reconocerán en estos años, antes reales y ahora míticos, pero quienes hemos vivido esa época volveremos a experimentar muchas pasiones dormidas. “Vuelve, sensación amada, vuelve muchas veces y tómame en la noche”, que diría Constantino Cavafis. FRANCISCO GARCÍA JURADO