sábado, 5 de noviembre de 2011

Encuentro entre géneros antiguos y modernos

Estos días nos estamos dedicando a hablar sobre la naturaleza de las historias no académicas de la literatura. Uno de los aspectos quizá más sobresalientes es cuando los géneros antiguos son releídos por los autores modernos de maneras ciertamente imprevistas. Es el caso de Borges cuando lee la Eneida de Virgilio en clave de elegía, o la Historia Natural de Plinio en clave de relato fantástico. Pero es necesario hacer una incursión previa en el cuestionamiento que el filósofo italiano Benedetto Croce hizo del concepto tradicional de los géneros literarios, pues ese cuestionamiento tiene mucho que ver, a su vez, con las fusiones modernas que vamos a estudiar. La fotografía que ilustra este blog está tomada en Nápoles, la ciudad donde habitó Croce y que ahora recuerda con una de sus calles más céntricas. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
De la siguiente manera desafió Croce ese sancta sanctorum de la Poética que son los géneros literarios: “Bastante mayores y deplorables consecuencias ha tenido en la crítica y en la historiografía literaria y artística una teoría de origen diferente pero análogo, la de los géneros literarios y artísticos. Ésta, al igual que la anterior, se funda en una clasificación formada por ella misma y que le resulta legítima y útil: si aquélla se basaba en el agrupamiento técnico o físico de los objetos artísticos, ésta lo hace en las clasificaciones que se hacen de las obras de arte según su contenido o motivo sentimental: obras trágicas, cómicas, líricas, heroicas, amorosas, idílicas, novelescas y así sucesivamente” (Croce, Breviario de estética, p. 207). No parece que sea posible responder a ciencia cierta cuál es la naturaleza de esos géneros, si antemporal o histórica. En todo caso, cabe observar cómo el tiempo los recrea y los transforma. La que hemos podemos llamar “poética intertextual”, aquella que explica precisamente los encuentros complejos entre los textos antiguos y los modernos, cobra toda su trascendencia cuando esos textos que se encuentran funden, merced a este encuentro, el horizonte de sus géneros diversos. Que un moderno poeta lea un viejo texto de ciencia para convertirlo en materia lírica es, cuanto menos, una circunstancia estimulante. De la misma forma, sorprende que los viejos autores enciclopédicos, como Plinio el Viejo, se conviertan hoy en fuentes de maravillas. No en vano, Plinio alimentó los bestiarios medievales, y todos ellos han configurado la moderna zoología fantástica, poblada por viejos animales del imaginario como la anfisbena o el catoblepas. En otro sentido, una obra como las Geórgicas, de Virgilio, no deja de ser en el presente un libro incomprendido para las estrechas categorías que sobre los géneros tiene un normal lector moderno. Nadie, o casi nadie, espera ahora un largo poema que hable sobre las cosas del campo. FRANCISCO GARCÍA JURADO

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Los datos y las intuiciones en el estudio de la literatura

¿Datos, fríos datos, o intuiciones? Ese es el reto que define nuestra propuesta de una historia no académica de la literatura. Cómo explicar por qué Virgilio quiso quemar su Eneida. Podemos recurrir a las vidas del poeta escritas por los antiguos y cotejarlas. Podemos proceder como se procede con un estudio experimental. Hermann Broch, el escritor austríaco, se metió en la piel del poeta durante sus últimos días de vida (en la imagen, la llamada tumba de Virgilio, en Nápoles). Hizo uso, para entendernos, de una hermenéutica vital. Esta es una de las características de nuestra historia no académica, pues somos los portadores de unos textos que, una vez leídos, forman parte de nosotros. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO

Frente al criterio positivista que domina buena parte de la historiografía literaria, especialmente la del siglo XIX, nuestra historia no académica se caracteriza por sus criterios intuitivos. No vamos a entrar en una polémica discusión acerca de la conveniencia de los diversos métodos, si bien no ponemos en duda que sin el positivismo la ciencia no tendría fundamentos empíricos. Parece evidente que hay que partir de los datos, y que estos deben clasificarse de manera razonada. A resultas de este método, la historia de la literatura se divide por géneros, autores o periodos cronológicos. Nuestra reserva surge cuando nos hacen creer que la manera en que los manuales de historia de la literatura ofrecen los hechos es la única posible, y es, precisamente, en esa imposibilidad de concebir alternativas donde encontramos la mayor reserva. No en vano, la historia de la literatura que bulle en nuestras mentes no tiene forma de manual, como algunos podrían pensar (y cuánta culpa tiene esta creencia en el hecho de que algunos cursos de literatura terminen siendo un desastre) sino que presentan, más bien, la forma de una “antología inminente”, en palabras ya comentadas antes de Alfonso Reyes. Somos los portadores de unos textos que, una vez leídos y soñados, forman parte de nosotros. Si bien no somos sus dueños (como pretenden los partidarios más extremos de la estética de la recepción) sí somos sus transmisores y los que hacemos posible que estos textos vuelvan a la vida. La alquimia que los sentidos del texto van conformando en nuestra mente, ligados a nuestras experiencias vitales, es, en definitiva, la que va a conferir su significado más profundo y vital, al menos para nosotros. La historia no académica que proponemos ofrece de vez en cuando interesantes muestras de este método hermenéutico, como las de James Joyce, Herman Broch y Luis Goytisolo.


Joyce desarrolla en el capítulo noveno su Ulises una sugerente interpretación que, partiendo de la semejanza fonética entre el personaje de Hamlet y el nombre del hijo de Shakespeare, Hamnet, lleva a uno de los personajes de Joyce a identificar a Shakespeare no tanto con Hamlet como con el espectro de su padre[1]. Por su parte, Hermann Broch indaga desde dentro de su propia circunstancia vital acerca de las razones por las que Virgilio quiso quemar su Eneida al margen de los criterios positivistas que han aportado tradicionalmente las Vitae Vergilianae, como ha estudiado el profesor Vidal[2]. Y no podemos pasar por alto la subjetiva indagación que sobre la cólera de Aquiles desarrolla un personaje de Luis Goytisolo:

“No quiero dejar de señalar, por otra parte, la enorme repercusión que tuvo en el desarrollo de mi autoanálisis el descubrimiento, en la figura de Aquiles, de un claro antecedente de mi propio caso, antecedente mejor que modelo, dado lo muy subjetivo que todo resulta en esta materia. Sobre todo si se tiene en cuenta que el mérito de tal descubrimiento -que, más aún que mi propia personalidad, explica la de Aquiles- es algo que, o mucho me equivoco, o me pertenece por entero. Que yo sepa, al menos, nadie hasta la fecha ha encarado el tema con suficiente agudeza. Me gustaría ver, si no, quién es la eminencia capaz de explicarme la reacción de Aquiles en dos momentos cruciales del asedio de Troya -el abandono de la lucha y su retorno a ella, similares en ambas ocasiones así el motivo como el resultado, a cual más aciago- sin remontarse hasta la primera infancia, sin rastrear el enmarañado panorama que allí se ofrece a nuestros ojos (...)” (Luis Goytisolo, La cólera de Aquiles [Antagonía 3], Madrid, Alianza Editorial, 1987, p. 236)

Se trata de una interpretación personal y muy poco filológica de la consabida cólera de Aquiles, en cuya figura se encarna uno de los personajes femeninos de su novela para tratar de ver a través de ella diferentes aspectos de su propia vida. Esta identificación lleva al personaje de Goytisolo a una apropiación de la figura de Aquiles, a quien cree comprender mucho mejor en sus reacciones psicológicas que algunas "eminencias". POR FRANCISCO GARCÍA JURADO




[1] José María Valverde comentaba así este peculiar capítulo en su ya mítica traducción de Joyce: “Es de notar que las teorías que Stephen dice no creer, a pesar de exponerlas brillantemente, eran tomadas bastante en serio por el propio Joyce y empiezan a serlo por algunos especialistas en Shakespeare.” (Prólogo a James Joyce, Ulises, Barcelona, Bruguera-Lumen, 1979, pp. 59-60).
[2] "Por qué Virgilio quería quemar la Eneida..., si es que quería", publicado en HVMANITAS in honorem Antonio Fontán (Madrid, Gredos, 1992, pp. 479-484). Nos parece también muy interesante el libro Hermann Broch (1886-1951) (Madrid, Ediciones del Orto, 2001), de Berit Balzer, quien habla así del problema de dar fin a la obra: “La forma cíclica encierra en sí el peligro de desembocar en lo esotérico, y a Broch le preocupaba el problema de cómo llevar a término su novela sin caer en el misticismo. De esa disyuntiva saca la conclusión de que toda verdadera obra de arte se mueve en el precario umbral de lo mítico/místico. Virgilio, consecuente con esta idea última, quiere ver destruida su Eneida después de su muerte –como lo dispuso Kafka con algunas obra suyas-, pero el emperador Augusto quiere conservarla por el interés que ha de tener para la posteridad.” (p. 32).

lunes, 31 de octubre de 2011

Nuestra biblioteca

Acabo de leer el libro que Jesús Marchamalo ha publicado sobre varias bibliotecas de escritores: “Donde se guardan los libros”. Siento gran interés por este tipo de textos que relatan bibliotecas y, haciendo caso omiso a mi propia recomendación de no leer novedades, terminé por comprármelo e incluso leerlo. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
En realidad, buscaba en este libro renovar el grato recuerdo de una lectura que encontré en los años 80 sobre bibliotecas personales. Era un reportaje del dominical de El País (cuando todavía aparecían artículos que me interesaban) donde, entre otras bibliotecas, aparecían las de Jesús Aguirre (el jesuita, “autor de prólogos, según Cela, que entonces aparecía como flamante Duque de Alba), el músico Luis de Pablo, el antropólogo Julio Caro Baroja o la impar Esther Tusquets, de cuya biblioteca recuerdo, sobre todo, un bello busto modernista. Aquel reportaje, creo que se titulaba “Bibliotecas vivas”, me ha acompañado durante toda la vida, y no sólo físicamente. Entre otras cosas, recuerdo la fascinación que me produjeron los libros de brujería que atesoraba Caro Baroja en su biblioteca de Itzea, o el sano hábito de Eshter Tusquets de no dejar que su biblioteca fuera más allá de 5.000 ejemplares. Leí y releí aquel artículo, como queriendo extraer de él toda la felicidad que acaso podría seguirme reportando. Hoy día lo conservo en mi archivo sobre bibliotecas, pero no he querido rescatarlo para escribir este blog, sino relatarlo de memoria, para que el juego de olvidos y recuerdos lo muestre, si cabe, aún más propio y personal. Para quienes hemos dedicado buena parte de nuestra vida a los libros, las bibliotecas personales son un buen reflejo de lo que somos, en definitiva. Constituyen una riqueza no material, y son difíciles de entender para los profanos en la materia, es decir, los que no viven con libros. Nosotros vemos en nuestros anaqueles relieves difícilmente perceptibles para quienes no nos conocen, y que suelen ver moles de papel amenazantes. Pero ese carácter amenazante, invasivo, propio del cuento “Casa tomada”, de Cortázar, hace ya tiempo que se va adueñando también de mi percepción. No es el caso de María José, que sigue conservando una pasión libresca propia de una adolescente estudiosa. Algunos de los libros que me llegan a la facultad a veces no viajan hasta casa, pues pienso en las abarrotadas librerías, en cómo las secciones que destiné, por ejemplo, a la literatura latina ya no pueden seguir recibiendo nuevos inquilinos, a no ser que los viejos se vayan. Naturalmente, cerrar la entrada a los nuevos libros supone ya una forma de tiempo detenido, de conciencia de lo ya leído y de cierta desconfianza por lo nuevo. Son cosas de la edad, supongo, pero el día que compré el libro de Marchamalo ya estaba devorándolo por la Avenida Complutense, poco antes de llegar al metro de Ciudad Universitaria. No me ha reportado tanta felicidad como el artículo de las bibliotecas vivas, pero tampoco es cuestión de que las cosas y las sensaciones sean igual siempre. FRANCISCO GARCÍA JURADO