jueves, 19 de junio de 2014

¡Viva la república! La muerte de Lucrecia

La identificación de los monarcas con los tiranos se puede encontrar ya, naturalmente, en la propia Historia Antigua. Tarquinio el Soberbio, el último rey etrusco, ha pasado a la historia como déspota y corruptor de virtudes. La cobarde violación de una honrada matrona, Lucrecia, desbordó el vaso que terminó dando lugar a la república romana. Lucrecia decidió el suicidio antes que el oprobio o la humillación. El episodio ha encontrado luego su relectura moderna en todos aquellos que alimentan el anhelo por la renovación y la regeneración política. El pintor Rosales y el dramaturgo Leopoldo Cano pusieron moderna imagen y voz al terrible y, a la vez, ejemplar episodio. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE

Leopoldo Cano compone en 1884 La muerte de Lucrecia, cuya fuente literaria clásica se encuentra al final del libro I del Ab urbe condita, de Tito Livio (Liv.1, 57-59). El argumento, entendido ya desde la ciencia histórica del XIX como parte de la historia mítica de Roma , tiene todos los ingredientes que lo hacen interesante para los gustos de la época: la tensión entre la intachable virtud de Lucrecia con el acto de la violación a manos de Tarquinio, que se ha consumado antes de que comience la obra, seguido todo ello de la truculenta escena del suicidio de la heroína en la escena final, donde no puede obviarse su relación con los gustos de la pintura histórica, a la que se alude explícitamente.

He aquí uno de los pasajes fundamentales de la obra, rebosante de patetismo:

"LUCRECIA. ¡Acercaos!
No perdáis ni una frase de esta historia
y escribidla con sangre de tiranos.
Bajo este honrado techo
halló hospitalidad un hombre osado,
que en nombre de mi esposo la pedía;
y, antes que despuntase en nuevo día,
oí desde mi lecho
el ruego vergonzoso del malvado.
¡Era Sexto Tarquino!
Al ver por mi desprecio y energía
que, al deshonor, la muerte prefería,
«Cede a mi amor,» -me dijo el libertino-
«que aún puede ser tu suerte
mucho más espantosa que la muerte.»
«Si mi ruego amoroso
rechazas, sobre el lecho de tu esposo
haré poner un siervo degollado
y diré a Roma entera
que fue de esta manera
por infame adulterio castigado .»" (...)

Saca un puñal rápidamente y se le clava en el corazón. Todos lanzan un grito de horror. Séptimo Lucrecio y Publio Valerio sostienen a Lucrecia. Colatino cae desfallecido sobre el lecho, y Junio Bruto, tomando el puñal que le entregara Lucrecia, cuando lo indique el diálogo, se aleja del grupo principal, de manera que todas las figuras queden en la disposición que ocupan en el cuadro de Rosales."

Imaginamos que el interés por este asunto de la historia de Roma guarda asimismo relación con el del florecimiento de las novelas históricas, volcadas, por aquel entonces, en el nacimiento del cristianismo, como es el caso de Fabiola o la iglesia de las catacumbas, de N.P.S.Wiseman, editada en 1854 , así como de la decadencia de Roma, de la que pueden encontrarse versos en el drama de Lucrecia. El propio Leopoldo Cano tiene una composición titulada "El triunfo de la fe" , que, fiel a los gustos truculentos del momento, se deleita en la muerte de una pequeña niña cristiana en la arena. Debido a la rareza del texto, y a su posible interés para la historia de la novela histórica en España, nos permitimos reproducirlo:

"Ancha es la sacra vía/que va al Anfiteatro, y todavía/a su pesar se funde y se codea/el pueblo-rey, con la canalla aquea./Himnos de gloria, lúdicas canciones,/acentos de dolor, imprecaciones,/se mezclan en extraño desconcierto./Ya el crujir de la férula, que hostiga/los corceles de rápida cuadriga,/que transporta al pretor... y a su liberto;/ya el gruñido estridente del beodo,/que danza con abyecta cortesana,/al caer desplomado sobre el lodo,/lecho nupcial de la impureza humana;/ya una risa que acaba en un quejido;/ya un lamento, seguido de una nota/que espira sollozando, apenas brota/de címbalo sonoro mal tañido;/todo a la vez resuena confundido/y dice, en las palabras de ese idioma/ en que se explica un pueblo conmovido,/que hoy es gran día y se divierte Roma./Por la fiesta, el Edil dejó el Consejo;/apoyado en su báculo va el viejo,/arrastrando su cuerpo hacia la cuesta/donde el Anfiteatro se divisa,/y la toga pretexta/recoge el joven, por andar de prisa./En vano algún líctor, con golpe rudo,/ por abrir paso al senador ceñudo/flagela al vil esclavo, hijo de Grecia,/que su aviso colérico desprecia;/el esclavo se aparta/rechazando el empuje que le ahoga,/mas no bastante, y la romana toga/se roza con la clámide de Esparta./La muerte el extranjero merecía,/mas hoy el senador es tolerante;/a su adusto semblante,/como rayo de luna en noche umbría,/una sonrisa de placer asoma..../que un tigre envidiaría./Hoy correrá un raudal de sangre impía;/hoy se divierte triunfante Roma./ Mira allí al patrono y su cliente/ y al altivo Pretor, a quien saluda/ un parásito vil, humildemente;/hacia el Anfiteatro van sin duda./ Turba de histriones con alegre coro/el ritmo imprime de grotesca danza,/y, muellemente reclinada, avanza/en su litera de marfil y oro,/la meretriz procaz, casi desnuda,/que el cuello de nieve/acaso más valor en joyas lleve/que pudiera costar la tribu entera/de los siervos que llevan su litera./Se ríen los histriones; sonríe la ramera,/y no les faltan, en verdad, razones./Han traído de Libia una pantera/y un gladiador responde de la fiera./Hoy se derramará sangre cristiana/y al Circo va la alegre caravana./Hoy es día feliz, día de broma,/pues con la sangre se divierte Roma./¡Grandioso Anfiteatro! ¿Veis el solio/que ocupa aquella escuálida persona/pálida, como muerto con corona?/ Pues ha costado más que el Capitolio./Rojo dosel, con arrogante emblema,/se refleja sangriento en su diadema;/ perlas hay a sus plantas/tachonando el cojín; pero son tantas/y de modo tan triste resplandecen,/que torrente de lágrimas parecen/de las madres cristianas, que han llorado/a los pies del verdugo despiadado./Cien mil espectadores/se agitan en la inmensa gradería; en el pódium, los graves senadores,/para ver de más cerca la agonía/ de una niña, que al medio de la arena/empuja un gladiador. ¡Soberbia escena!/La fiera va a salir. Llegó la hora./Se aleja el gladiador, la niña llora;/la plebe ruge; el bronce toca a muerte;/el rey bosteza; el pueblo se divierte./¿Quién es la niña? ¿Cuál es su delito?/¿Por qué la turba con salvaje grito/su aparición saluda?/Miradla triste, resignada, muda,/sin temor, sin orgullo y sin enojos,/pues es cristiana, y sufre los agravios/sin entreabrir las rosas de sus labios,/sin llorar por los cielos de sus ojos./Su mano hace una cruz, y en ella imprime/el beso ardiente de la Fe sublime./¡Qué ternísima escena!/Es la rosa besando a la azucena./Ha buscado el suplicio, y no es suicida,/porque va a conseguir la eterna vida./Se humilla y vence. Cuando muere un lirio,/al cielo va su delicado aroma;/el alma se sublima en el martirio/cuando el mísero cuerpo se desploma./¡Piedad! dice una voz. ¡Inútil ruego!/ Es implacable el populacho ciego,/El César hizo la señal de muerte/y su pueblo con sangre se divierte./¡Impía Roma! De tu ley severa/es digno ejecutor esa pantera./Tu víctima sucumbe; un raudal brota/del níveo seno por la horrible herida;/pero toda esa sangre, gota a gota,/abrasará tu frente maldecida./El héroe muere, pero no su ejemplo./Lo que es Circo, mañana será tu templo./No celebres tu efímera victoria;/en ese Anfiteatro has erigido/un pedestal al mártir, que ha ceñido/el lauro inmarcesible de la gloria./Escucha el alarido de la guerra./El coloso de cieno se derrumba./¡Pesa mucho la losa de una tumba/que mártires encierra!/¡Roma cruel! No vistas férrea malla/ni acudas presurosa a la muralla./Has de morir. Herido está de muerte/el pueblo que con sangre se divierte!"

Llama la atención esta viva descripción de una Roma no exenta de exotismo, personalizada en la meretriz cargada de joyas, frente a la pobre niña cristiana, que hacen moverse el texto entre una Salomé y una Fabiola. Francisco García Jurado