sábado, 8 de septiembre de 2012

Cristóbal Serra, Baudelaire y Virgilio

El escritor mallorquín Cristóbal Serra ha fallecido el día 6 de septiembre de  2012. Había nacido el 22 de septiembre de 1922, por lo que han faltado muy pocos días para que cumpliera noventa años. Es un autor deliberadamente raro, además de creador de un mundo literario propio e irrepetible. A mí me interesó por sus comentarios sobre las Geórgicas de Virgilio, y escribí un largo ensayo donde lo estudiaba junto a Joris Karl Huysmans y José María Eça de Queiroz. Con este blog quiero expresarle mi agradecimiento por todo lo que me aportó y rendirle un humilde homenaje. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO

Entre los autores antiguos y los modernos no sólo hay relaciones imitativas. Algunos autores modernos nos ofrecen verdaderos comentarios no académicos de los antiguos que perfectamente pueden definirse dentro de una relación crítica. Esta relación crítica se sustena a menudo en una interesante tensión, quizá una de las más importantes, como es la de los autores canónicos frente a los que no lo son, o autores clásicos frente a decadentes. Esta tensión, o dialéctica entre clasicismo y modernidad aparece singularmente conciliada en la obra Diario de signos, del autor mallorquín Cristóbal Serra. En esta obra, repleta de recuerdos vitales y literarios, Cristóbal Serra nos ofrece una inédita visión de Las Geórgicas y de Virgilio:


“Don Marcial, para sacarme de mis chinos, a los que mira de reojo , me regala un viejo ejemplar de Las Geórgicas, que viene con viñetas, en las que hay grabados búcaros deliciosos. Tan bellos son, que estoy tentado a ponerles el color que les falta. Pero, al final, respeto aquellas ilustraciones xilográficas que ofrecen una gran seguridad estilística. Lástima que estén ausentes las faenas propiamente rusticanas y no lleven un cortejo de motivos fragorosos. El grabador no advirtió que Las Geórgicas no son un ejercicio literario apto para suscitar decorativismos, sino la cristalización de una lúcida, curiosa, y apasionada imaginación. En Virgilio se descubre, además, un corazón melancólico insatisfecho. La manera como Las Geórgicas se escribieron me resulta seductora. Breves y comprimidas, son fruto de una naturaleza contemplativa, que escribe con rara perfección formal y extrema concisión.

Estoy encantado con esta atención y le hago sensible a don Marcial que no podía hacerme regalo mejor. Le planteo el problema de si es la obra maestra de Virgilio (como creo). Asiente con la cabeza, en un gesto de un mutismo elocuente. Para sacarle a don Marcial este silencio misterioso y contenido, Las Geórgicas han de mantener cierta vecindad con los abismos. La invicta Eneida esta vez quedó vencida.

Luego, al modo escolar, le digo que Las Geórgicas tienen color, olor y sabor. Se ríe entonces de veras, como nunca le he visto reír. Su risa desencadenada se acaba, al darme una sonora palmada en el hombro.” (Cristóbal Serra, Ars Quimérica. Obra Completa 1957-1996, Palma de Mallorca, 1996, p. 259)

De esta valoración tan sensitiva del texto latino nos llama la atención que se califique a Virgilio como “un corazón melancólico insatisfecho”. ¿No estamos, quizá, ante el “spleen” o melancolía de un poeta moderno como Baudelaire? Nos referimos, claro está, a la pequeña colección de poemas en prosa que llevan el título de Le Spleen à Paris, publicada por primera vez en 1868, y cuya relación con el Diario de signos de Serra nos parece evidente. Y es que el paso del tiempo ha convertido también en clásicos a los propios modernos, como bien dice el desaparecido Octavio Paz: “a pesar de la contradicción que entraña, y a veces con plena conciencia de ella, como en el caso de las reflexiones de Baudelaire en L'art romantique, desde principios del siglo pasado se habla de la modernidad como de una tradición y se piensa que la ruptura es la forma privilegiada del cambio. Al decir que la modernidad es una tradición cometo una leve inexactitud: debería haber dicho, otra tradición” .
Descanse en paz Cristóbal Serra, y que sigamos recordándole quienes habitamos en su mundo literario.
(Hemos ilustrado este blog con una de las xilografías que Aristide Maillol preparó para las Geórgicas)FRANCISCO GARCÍA JURADO

domingo, 2 de septiembre de 2012

Ruy González de Clavijo en Samarcanda: de la plaza de la Paja a la del Registán

Tras llegar a la ciudad de Samarcanda, a media tarde, no pudimos resistir la tentación de pasear por ella hasta la hora de la cena. Aunque pareciera tópico, en mi recuerdo estaba una pequeña placa que puede leerse hoy día en la madrileña plaza de la Paja, dedicada a aquel embajador que a comienzos del siglo XV se aventuró hasta aquellos confines, Ruy González de Clavijo. Nuestro paseo culminó (que no terminó) en otra plaza, nada menos que la del Registán. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE

Dado que nuestro viaje era económico, el alojamiento consistía en un hotel discreto y novísimo en la zona del barrio universitario de Samarcanda. Lo primero que hicimos tras dejar las maletas fue salir de paseo para comprobar lo transitable que era la nueva ciudad. Ya sabéis quienes leéis estos blogs desde hace tiempo que una de las pasiones que compartimos María José y yo es la de "patear" las ciudades, por difíciles que pueda ser recorrerlas. Samarcanda no parecía, ciertamente, muy complicada. Únicamente había que tener cuidado al cruzar algunas avenidas y, sobre todo, no caerse en las muchas acequias que recorren la zona exterior de las aceras. La verdad es que al caer la tarde estas acequias aportan frescura a la ciudad, pues llevan abundante agua. Cerca de nuestro hotel estaba la iglesia católica, la primera que veíamos en Uzbekistán desde que llegamos, hacía ya muchos días. No lejos de allí se encontraba también la iglesa ortodoxa, de inequívoco aroma ruso. Al fin, tras recorrer la arbolada avenida de la Universidad, vimos la famosa estatua de Tamerlán, cuya figura histórica, acallada por los soviéticos durante los largos años de dominación, volvió desde 1991 a ocupar el centro de la historiografía uzbeca. Como en tantos casos, estamos ante una recreación de la Historia, pues la Historia, no lo olvidemos, la escriben los vivos para evocar a los muertos. La gran estatua preludiaba ya el mausoleo donde está enterrado el personaje, no lejos de allí, precisamente junto a la calle dedicada a Ruy González de Clavijo, que describe de esta forma la ciudad tal como era en 1504:

"La ciudad de Samaricante está asentada en un llano e es cercada de un muro de tierra e de cavas muy fondas, e es poco más grande que la ciudat de Sevilla lo que es asy cercado pero fuera de la ciudat ay muy grand pueblo de casa que son ayuntadas como barrios en muchas partes, ca la ciudat es toda en derredor cercada de muchashuertas e viñas, e duran estas huertas en lugar legua y media e en lugar dos leguas, e la çiudat en medio, e entre estas huertas ay calles e plazas muy pobladas en que vive mucha gente, e venden pan e vino e carne e otras muchas cosas.

Asy, lo que es poblado fuera de los muros es muy mayor pueblo que lo que es cercado, e entre estas huertas que de fuera de la ciudat son estan las mas grandes e onradas casas, e el señor Tamerlan allí tenía los sus palacios e casas onradas, otrosy los grandes omnes de la ciudat las sus estancias e casas entre éstas las tenían, e tantas son estas huertas e viñas que acerca de la ciudat son, que cuando omne llega a la ciudat non paresce sinon una montaña de muy altos árboles e la ciudat asentada en medio. E por la ciudat e por entre estas huertas sobredichas ivan muchas açequias de agua, e en estas dichas huertas avía muchos melones e algodones (...)"


Parece mentira que todavía sean reconocibles muchas de las cosas que aquí se describen, como las acequias o el verdor. Sí me llamó la atención que el rótulo de la calle estuviera colocado sobre un muro que hacía de frontera entre, digamos, la ciudad de los turistas y la ciudad real. Tras el muro puede verse un barrio limpio, de aspecto humilde, de donde salen o a donde entran sus habitantes, unos curiosos, otros interesados en cambiar divisas a los turistas.  
Segimos descendiendo por un amplio parque hasta llegar ahora a otra amplia avenida. Ya intuíamos que al cabo de unos metros estaría la plaza del Registán, pero me llamó la atención la cotidianeidad de los comercios que me iba encontrando. Eran tiendas modernas y limpias, en especial se me quedó impresa en la memoria una dedicada a la venta de animales. Era una tienda que podría haber estado en cualquier lugar de Madrid, lo que podía crear la ilusión de no estar tan lejos de casa. En aquella avenida se mezclaban, por tanto, el momento único, sublime, de los turistas, con las "tardes de todos los días" de aquellos habitantes acostumbrados a ver desde hace años esa "primera vez" de tantos extranjeros que allí llegan. Por alguna razón, aquella tienda de animales me reconfortó, me hizo sentir más real la inmesa plaza que ya se avecinaba al cruzar un largo paso de cebra. Un viajero inglés definió el Registán de esta forma: "even in ruins, the noblest public square in the world". Esta era la frase que abría la culta guía inglesa que habíamos adquirido en Madrid, una guía que recordaba aún las antiguas guías de viaje del siglo XIX, por su copiosa y pulcra información. El Registán ya no está en ruinas. Las tres madrasas que lo configuran se muestran ahora radiantes, pero a la plaza no se puede acceder si no se paga. Yo no pretendía entrar en las madrasas (era ya tarde), simplemente quería pasear un poco por la plaza. Pero el militar de turno nos lo impidió. Me acordé de Katmandú, donde los turistas tampoco podían acceder a ciertos lugares "públicos" si no era pagando. En fin, recordé que en otros tiempos muchas personas fueron llevadas hasta allí sin necesidad de pagar, simplemente para ser ejecutadas públicamente. Ya no hay arena en el Registán, la característica arena que absorbía la sangre de los ajusticiados (precisamente delante de los tres centros educativos que componen la plaza, las madrasas). El Registán me pareció magnífico, comparable al Taj Majal de Agra, y entonces supimos por qué estábamos allí. Nuestro paseo después fue simplemente de regreso al hotel, pues allí habíamos quedado con el resto del grupo para ir a cenar. En realidad, mi paseo había comenzado idealmente en la madrileña plaza de la Paja para terminar en la imponente plaza del Registán. FRANCISCO GARCÍA JURADO