viernes, 11 de noviembre de 2011

Encuentros complejos entre autores antiguos y modernos

La historia no académica, cuya hipótesis propongo, se sustenta sobre la multiplicidad de las relaciones literarias, en especial aquellas que se plantean entre autores antiguos y modernos. La noción de "encuentro complejo" responde a esta relación múltiple entre los autores antiguos y modernos que va más allá de los consabidos modelos de influencia o imitación, y cuyas relaciones imprevistas dan lugar a una suerte de contrahistoria de la literatura. Complejidad es un término que debo a Claudio Guillén (véase su introducción al libro titulado "Múltiples moradas"), que aparece en la fotografía, por cortesía de su viuda. La complejidad, al menos en literatura, no tiene que ver con la dificultad, sino con la diversidad frente a lo simple y lo estéril. FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
Fue en 1999, antes de emprender un viaje académico por Argentina, precisamente al encuentro de mis compañeros Alba Romano, Estela Assis y Rubén Florio, cuando me atreví a poner en limpio mis primeras reflexiones teóricas acerca de la naturaleza de la relación entre los autores antiguos y modernos en las que venía trabajando desde, al menos, 1993. El librito, editado por la Sociedad Española de Eslavistas, gracias al Dr. Jesús García Gabaldón, se publicó con el título de "Encuentros complejos entre las literatura latina y las modernas. Una propuesta desde el comparatismo". Ahora hace más de diez años de aquello, y desde entonces han pasado muchas cosas.
La superación del modelo científico que conocemos como positivista, aquel que entiende que los datos son independientes de cualquier interpretación, fue la piedra de toque de aquella pequeña obra. Las enseñanzas de Claudio Guillén, en especial tomadas de su libro titulado "Entre lo uno y lo diverso", me llevaron a la idea de la literatura como un complejo sistema de relaciones. Ya no se trataba de estudiar o constatar la presencia de un autor antiguo en otro moderno (el modelo llamado "A en B", al estilo de "Horacio en España"), sino la relación, no siempre lineal ni directa, entre el autor antiguo y el moderno. Poco a poco fui llegando, mediante el estudio concreto de autores esenciales, a las ricas configuraciones que, por ejemplo, ponían en relacion al poeta Ovidio con Pushkin como intermediario de Mandelstam, o a Plinio el Joven con Maupassant, que se convertía en intermediario entre el primero y el argentino Julio Cortázar.
En definitiva, configuraciones, articulaciones de una sistema, visiones parecidas a las que los biólogos nos muestran de las estructuras moleculares. La literatura, sus configuraciones históricas, no son más que un conjunto de relaciones inacabables. Precisamente, esta tarde, he terminado de leer y corregir las conclusiones de la tesis de mi discípula Ana González-Rivas Fernández acerca de la compleja configuración que establecen los modernos relatos góticos con la literatura grecolatina. Creo que este trabajo de investigación es la mejor prueba de la validez de aquellos estudios que se sugerían en aquel pequeño libro que viajó a América.
A veces los profesores universitarios nos vemos obligados a teorizar y pensar en herramientas conceptuales para desarrollar nuestras hipótesis. Sin darme cuenta, terminando precisamente el trabajo titulado "Las personas de Ovidio: Osip Mandeltam, Gonzalo Rojas y Antonio Tabucchi. Encuentros complejos entre autores antiguos y modernos" (Res Publica Litterarum. Studies in the classical tradition, 2006, p. 89) di con la definición más precisa que he encontrado para definir mi idea de "encuentros complejos", y con la que termino hoy este blog tan académico:
"La conciencia de la Tradición Clásica convive con la nueva conciencia de la Tradición Moderna, y cabe una productiva interacción entre ambas. A esta relación múltiple entre los autores antiguos y modernos que va más allá de los consabidos modelos de influencia o imitacion y cuyas relaciones imprevistas dan lugar a una suerte de contrahistoria de la literatura es a lo que denominamos "encuentros complejos"". Francisco García Jurado H.L.G.E.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Los "clásicos cotidianos", o el canon personal

Seguimos exponiendo las claves para trazar una historia no académica de la literatura antigua en los autores modernos. Hoy corresponde hablar de un concepto medular, el de "clásicos cotidianos". No se trata de autores que habitan el Olimpo de los más excelsos, sino de aquellas lecturas que nos acompañan a lo largo de la vida. El canon literario suele ser caprichoso. En este caso tan sólo es personal, como querría Italo Calvino. Eça de Queiroz, cuya estatua en Lisbola aparece en la fotografía, nos dio precisamente la idea al hablar de Virgilio. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE


El libro de Huysmans con el que comenzábamos el blog anterior dio lugar a reacciones literarias diversas. Resulta muy interesante que uno de los mayores escritores portugueses de todos los tiempos, José María Eça de Queiroz, escribiera al final de su vida una emotiva novela titulada La ciudad y las sierras, encaminada, precisamente, a ir a contracorriente de la novela de Huysmans. La situación plateada con esta novela póstuma no deja de ser curiosa, y en ella han reparado críticos como Alfonso Reyes[1] cuando observa que se trata de una historia “al revés” con respecto a la propia obra de Huysmans. Podría pensarse que estamos ante una obra reaccionaria, pero no lo es en absoluto, como vamos a intentar demostrar. De manera inversa al personaje de Huysmans, que se aleja de los clásicos como Virgilio y del canto que hace a la vida en contacto con la naturaleza, Eça de Queiroz nos describe cómo su personaje, Jacinto, presa también del spleen de la vida parisina, vuelve a su tierra natal portuguesa, precisamente a su villa en el campo, y allí emprende una existencia bucólica que no por ello estará ajena a los problemas sociales de su gente. La novela, de hecho, presenta aspectos comunes con el regeneracionismo hispánico, lo que la hace todavía más interesante. Para el asunto que aquí nos ocupa, un lector perspicaz podría intuir que en algún momento de la historia habría de aparecer el poeta Virgilio, como ocurre, en efecto. De los dos pasajes de la novela en que se recrean sus versos hay uno fundamental, ya que el protagonista de la novela termina por quedarse plácidamente dormido sobre un libro del poeta:

"Sobre una de esas tablas descansaban dos espingar­das; en las otras aguardaban, diseminados, como los pri­meros doctores llegados a un concilio, algunos nobilísi­mos volúmenes, un Plutarco, un Virgilio, la Odisea, el Manual del Epicteto y las Crónicas de Froissart. Después, en ordenadas hileras, sillas de enea, muy nuevas y lus­trosas. Y en un rincón, un mueble para bastones.
Todo resplandecía de orden y limpieza. Los postigos entornados protegían contra el sol, que de aquel lado caía ardientemente escaldando los ventanales de piedra. Olían los claveles. Del suelo, lavado con agua, emanaba en la tamizada penumbra una blanda frescura. Ningún rumor turbaba los campos ni la casa. Tormes dormía bajo el esplendor de la mañana santa. Y, vencido por aquella consoladora quietud de convento rural, acabé por tenderme en un sillón de junco junto a la mesa y abrir lánguidamente un tomo de Virgilio, murmurando, sin más que apropiar ligeramente el dulce verso que leí primero:

Fortunate Jacinthe! Hic, inter arva nota
et fontis sacros, frigus captabis opacum...[2]

¡Afortunado Jacinto, en verdad! ¡Ahora, entre los campos, que son tuyos, y las fuentes que te son sagradas, encuentras finalmente sombra y paz!
Leí todavía otros versos. Y, con el cansancio de las dos horas de camino y de calor desde Guiaes, acabé por dormirme irreverentemente sobre el divino bucólico." (La ciudad y las sierras, pp.160-161)

En otro lugar[3], hemos sugerido cómo esta dulce siesta no tiene nada de inocente, sino que encierra un significado trascendente. El personaje de Eça de Queiroz no ha regresado simplemente a Virgilio como el poeta privilegiado del canon académico, sino en calidad de amigo personal y, sobre todo, de lectura vital. Se está desarrollando una actitud diferente hacia el clásico que al cabo del tiempo será común entre diferentes autores del siglo XX, y que Italo Calvino supo captar perfectamente en los ensayos que conformaron su libro titulado Por qué leer los clásicos (Barcelona, Tusquets, 1992). Esta nueva actitud hacia el clásico, que nosotros denominamos «clásico cotidiano», podría definirse, al menos, por cuatro características esenciales:

-El clásico está íntimamente ligado a la experiencia vital. Bioy Casares nos ofrece un particular testimonio de lo que decimos cuando nos habla de Aulo Gelio:

"Pocos objetos materiales han de estar tan entraña­blemente vincula­dos a nuestra vida como algunos libros. Los queremos por sus enseñanzas, porque nos dieron pla­cer, porque estimularon nuestra inteligencia, o nuestra imaginación, o nuestras ganas de vivir. Como en la rela­ción con seres humanos, el sentimiento se extiende tam­bién al aspecto físico. Mi afecto por las Noches Áticas de Aulo Gelio, dos tomitos de la vieja Biblioteca Clási­ca, abarca el formato y la encuadernación en pasta espa­ñola." (Adolfo Bioy Casares, "A propósito de El libro de Bolsillo de Alianza Editorial y sus primeros mil volúmenes", en D. Martino, ABC de Adolfo Bioy Casares, Alcalá de Henares, Ediciones de la Universidad, 1991, p. 179)

-Forma parte de una biblioteca personal de lecturas, frente al tradicional canon académico. Los clásicos se ordenan a la manera de una antología de lecturas o, en palabras de Alfonso Reyes, una “antología inminente”[4].

-Tiene una función educadora esencial, consistente en la enseñanza para la vida. Esta función no está necesariamente ligada a los años escolares, ya que si bien algunos clásicos han podido conocerse durante esta etapa (sería el caso de Virgilio) otros forman parte de lecturas de la edad adulta (así ocurre con Aulo Gelio).

-Frente a la lucha agonística por la originalidad y la superación de los modelos (la conocida tensión entre clasicismo y romanticismo) el clásico se convierte en un relajado compañero de viaje.

Esta concepción relajada de los clásicos que presenciamos en la novela postrera de Eça de Queiroz y que luego recoge Calvino es, en buena medida, precursora de una consideración abierta de los clásicos sin la cual no sería posible entender cuál es la compleja relación de los autores antiguos con la literatura moderna. FRANCISCO GARCÍA JURADO



[1] Alfonso Reyes, Obras completas XII, México, FCE, 1969, pp. 136-137.
[2] Se trata de una cita de Verg.Ecl.1,51-52, donde se ha cambiado senex por Jacinthe y flumina por arva, sin tener en cuenta la métrica del hexámetro: fortunate senex, hic inter flumina nota / et fontis sacros frigus captabis opacum.
[3] “«Clásicos cotidianos», o libros que ayudan a vivir. Entre Virgilio e Italo Calvino”, ahora en Modernos y Antiguos. Ocho estudios de literatura comparada.
[4] “Toda historia literaria presupone una antología inminente”, Alfonso Reyes, “Teoría de la antología”, en La experiencia literaria, Obras completas XIV, México, F.C.E., 1962, p. 137.

lunes, 7 de noviembre de 2011

La modernidad y sus melancolías: historia no académica

En una conocida novela de Oscar Wilde se describe un estado de ánimo concebido como una enfermedad propia de artistas: “(...) enfermo de ese tedio, de ese terrible taedium vitae, que se apodera de aquellos a quienes la vida no niega nada”. Esta enfermedad del espíritu recibe comúnmente el nombre de spleen, y también se alude a ella con las palabras latinas de taedium vitae. Esta melancolía da lugar a una genuina forma de historia no académica de la literatura, o historia al revés. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE


Nuestro término “melancolía” puede recoger, aunque sólo en parte, el concepto que nos interesa. Esta enfermedad del espíritu creador ha de remitirse a un momento histórico, las postrimerías del siglo XIX, y tiene que adscribirse a un autor determinado, el francés Joris Karl Huysmans. Huysmans crea un personaje, el decadentista Des Esseintes, que ha sido inspirador de creaciones literarias como la de Dorian Gray, personaje que es, precisamente, lector del autor francés[1], el Marqués de Bradomín de Valle Inclán, o un antagonista llamado Jacinto en la novela póstuma de José María Eça de Queiroz, de quien hablaremos más adelante. Uno de los aspectos más característicos de Des Esseintes es su reacción contra un mundo burgués, bienpensante y autosatisfecho. Asimismo, se rebela contra la naturaleza, rompiendo con uno de los más arraigados preceptos de la estética clásica acerca de la capacidad imitadora que tiene el arte con respecto a la naturaleza, por lo que decide aislarse en un mundo de artificios. Esa sociedad bienpensante que queda fuera de su residencia abarca también a la Universidad y los críticos académicos. Por ello, resulta muy interesante ver cómo se dedica un capítulo entero de la novela a invertir los cánones de la literatura latina. Si Virgilio aúna en su persona la circunstancia de ser la cumbre del canon de la literatura latina y el gran cantor de la naturaleza, hay dos motivos básicos para mostrar un radical desprecio hacia él, así como a todo el denominado periodo augusteo de esa literatura:

“Entre otros, el dulce Virgilio, al que los pedantes apodan «el cisne de Mantua», sin duda porque no nació en esta ciudad, le parecía uno de los más terribles maestros de escuela, uno de los más siniestros lateros que la antigüedad haya producido nunca. Sus pastores lavados y emperifollados, tirándose por turno a la cabeza pucheros llenos de versos sentenciosos y helados; su Orfeo, a quien compara con un ruiseñor lacrimoso; su Aristeo, que lloriquea a causa de las abejas, y su Eneas, ese personaje indeciso y alfeñicado que se pasea, cual una sombra chinesca, con gestos de madera, detrás del transparente mal sujeto y mal engrasado del poema, le exasperaban. Habría aceptado las fastidiosas faramallas que esos monigotes cambian entre sí en un rincón; habría aceptado hasta los impúdicos hurtos hechos a Homero, a Teócrito, a Enio y a Lucrecio; el simple robo que nos ha revelado Macrobio del segundo canto de la Eneida, casi copiado palabra tras palabra de un poema de Pisandro; toda la inenarrable vacuidad, en fin, de ese montón de cantos. Pero lo que le horripilaba más era la factura de esos hexámetros que sonaban a hojalata, a caldero vacío, y prolongaban sus raciones de palabras pesadas por kilos con arreglo a la inmutable receta de una prosodia presuntuosa y seca; era la contextura de esos versos rasposos y engolados en su indumento oficial y en su bajuna reverencia a la gramática, de esos versos cortados mecánicamente por una imperturbable cesura, siempre de la misma manera, por el choque de un dáctilo contra un espondeo (...) (J.K. Huysnams, Al revés. Prólogo de Vicente Blasco Ibáñez. Versión española de Germán Gómez de la Mata, Valencia, Prometeo, ca. 1919, pp. 74-75)

En este texto, al margen de la sorpresa que pueda depararnos, hay una serie de aspectos muy interesantes que conciernen a la propia historia de la literatura y de la crítica contemporánea a Huysmans. Por una parte, estamos ante un autor que tiene clara conciencia de esa disciplina tan propia del siglo XIX que es la historia de la literatura. La literatura concebida en su historicidad es fruto del romanticismo y del positivismo. Ésta divide las creaciones literarias de una nación por géneros y periodos cronológicos. Por otra parte, puede resultar inesperado que una literatura como la latina desempeñe un papel en la conformación de unos juicios estéticos que atañen directamente a uno de los movimientos artísticos que se convierten en prototipo de lo moderno, como el decadentismo. Pero a cualquier especialista en este periodo no se le escapa el conocimiento que autores como Baudelaire tenían de los clásicos. De hecho, la denominación peyorativa de “decadente” aplicada a la literatura latina que se escribe a partir del siglo II (desde Lucano, concretamente) es la que, por analogía, luego se vino a aplicar a los poetas modernos.



Habida cuenta de lo que decimos, deberíamos indagar acerca de lo que hay de verdad y de impostura en el texto de Huysmans. No nos parece que su reacción sea tanto contra Virgilio, el autor latino que se convierte en la diana de sus retorcidos dardos, como contra una visión de la literatura, oficial y académica, que establece o impone unos cánones determinados. De esta reacción contra la historia oficial de la literatura, sustentada y difundida por las cátedras universitarias así como por los manuales oficiales va a derivar un postura al margen de lo oficial, una actitud no académica, que terminará desarrollándose de maneras muy diversas a lo largo de las numerosas obras literarias que se han escrito desde finales del siglo XIX. Desde hace tiempo venimos estudiando la manera en que se manifiesta una literatura clásica como la latina en las letras modernas. Intentamos escudriñar la naturaleza de las citas o juicios críticos que nos encontramos de forma inesperada al leer una obra literaria moderna. En este afán por encontrar unas claves comunes que den cuenta de estos testimonios hemos llegado a articular una hipótesis de trabajo, como es la de suponer que estamos ante una historia no académica de la literatura. FRANCISCO GARCÍA JURADO
[1] “El héroe de la maravillosa novela que tanto influyó en su vida conocía por sí mismo aquellas curiosas fantasías. Cuenta en el capítulo VII que se sentó, coronado de laurel, como Tiberio, en un jardín de Capri, leyendo los imprudentes libros de Elefantina, mientras unos enanos y unos pavos reales se contoneaban a su alrededor, y el tocador de flauta se burlaba del turiferario y, como Calígula, estuvo de francachela en las cuadras con caballistas de camisas verdes, y cenó en un pesebre de marfil con pedrerías; y como Domiciano, se paseó por una galería recubierta de espejos de mármol, mirando a su alrededor con ojos alucinados, pensando en la daga que iba a terminar sus días, enfermo de ese tedio, de ese terrible taedium vitae, que se apodera de aquellos a quienes la vida no niega nada; y examinó, a través de una clara esmeralda, las sangrientas carnicerías del circo, y después, en una litera de perlas y de púrpura tirada por mulas herradas de plata, le transportaron por la Vía de las Granadas hasta la Casa de Oro, y oyó gritar a los hombres a su paso: «¡Nero César!», y como Heliogábalo, se pintó la cara, tejió en la rueca entre mujeres, e hizo traer la Luna desde Cartago y la dio al Sol en unos esponsales místicos” (Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray. Trad. De Julio Gómez de la Serna, Barcelona, Orbis-Origen, 1982, p. 202).