sábado, 17 de julio de 2010

LEYENDO A GONZÁLEZ GARBÍN, ENTRE LA INCOMPRENSIÓN Y EL ENTUSIASMO

Nuestro trabajo de investigación, con lo que esta actividad conlleva de especialización y trabajo metódico, a menudo ha de enfrentarse a la incomprensión de los demás. Las motivaciones profundas de nuestro trabajo metódico se vuelven a menudo meras anécdotas para los que nos rodean. Por ello, también es importante que sepamos llamar la atención sobre aquello que hacemos y que no se ve a simple vista. ¿Por qué alguien colecciona, por ejemplo, etiquetas de agua embotellada? ¿Qué hay debajo de esta actitud? Un texto de Carlos Martín Escorza, director científico del exquisito períodico que publica el madrileño Museo Nacional de Ciencias Naturales, me hizo comprender muy bien esta necesidad de explicar por qué hacemos lo que hacemos. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO. GRUPO DE INVESTIGACIÓN HLGE
Ayer volví por un rato a mi querido Museo de Ciencias Naturales. A este museo le debo en gran medida que hoy día sea lo que soy, y que dedique una parte de mi actividad laboral a la investigación, si bien ésta pertenece al ámbito de las llamadas ciencias humanas. Mis visitas al museo son siempre gratas, pues me recuerdan a menudo cómo comenzó mi vocación por el conocimiento. Todavía recuerdo cuando me quedé fascinado ante lo que se llamaba "Exposición permanente de entomología", y cómo no tardé en comenzar también mi propia colección, que todavía se conserva en la casa de mi madre. Las circunstancias me hicieron derivar a otro tipo de investigación, y hoy no estudio insectos, sino documentación para ilustrar el desarrollo de la historiografía de la literatura grecolatina en España y las influencias que ésta ha recibido del exterior. Estos días soy testigo de mis pequeños descubrimientos, de los hilos ocultos que convierten el conjunto de manuales que estudio en una caja de resonancia de problemas que tienen que ver con la historia de las humanidades en el mundo contemporáneo. Pues bien, en muchos casos, quien no participa de una investigación suele quedarse con la mera anécdota y puede pensar que lo que hago es recopilar libros viejos. Volviendo a mi visita al Museo de Ciencias Naturales, no me olvidé de recoger el períodido que esta institución edita y que me reporta gratos momentos de lectura. Entre otros trabajos interesantes y notables, encontré uno de Carlos Martín Escorza donde nos cuenta las circunstancias que le llevaron a coleccionar miles de etiquetas procedentes de botellas de agua mineral. En apariencia, podría tratarse de una manía de coleccionista como la de aquellos que coleccionan, por ejemplo, billetes de metro. Sin embargo, el planteamiento es tan sencillo como fascinante: lo que le interesa al profesor Martín Escorza es la composición química que figura en tales etiquetas, no las etiquetas en sí. Esto le está permitiendo llevar a cabo un estudio sobre la diversidad de los minerales que hay en ellas. Sin embargo, la etiqueta no queda sólo en mero contenedor. Él mismo declara que muchas de las etiquetas que ahora guarda con la impagable colaboración de su mujer esconden recuerdos gratos de viajes y vivencias. Esta sensación me resulta también muy reconocible, pues la investigación no es sólo método y constancia, es también biografía. En el tiempo silencioso de los laboratorios y las bibliotecas vivimos momentos únicos, aunque no sean muchas veces evidentes como un certamen deportivo. Ahora pienso, precisamente, en el estudio que llevo haciendo durante años acerca de los manuales de literatura griega y latina en España, desde finales del siglo XVIII hasta los años treinta del siglo XX. El catálogo sistemático conlleva manejar muchos datos sobre los autores, los traductores y sus obras. Estos días he estado estudiando una importante obra debida a una profesor almeriense: Antonio González Garbín. Su liberatura latina, publicada a comienzos de los años ochenta y luego en 1896, supone la entrada de la modernidad historiográfica en el pequeño ámbito de los estudios de literatura latina. El autor ha adaptado las ideas de W. Teuffel, el profesor alemán que fue capaz de crear una literatura latina a la medida de la nueva Prusia de Bismark. Frente a lo que habían sido los manuales románticos, el libro de Teuffel desplaza el interés desde los textos arcaicos a los textos imperiales, y consigue perfilar el concepto de una literatura nacional romana que se desarrolla de una manera cíclica. Garbin hizo de impagable intermediario entre el pensamiento historiográfico alemán de la época y el humilde contexto de la Universidad de Granada casi de manera simultánea. Esta circunstancia que aquí expongo supone un pequeño pero importante argumento para poder estudiar los intentos de renovación metodológica que algunos españoles llevaron a cabo a partir de los años ochenta del siglo XIX. Es relevante que estos intentos también se llevaran a cabo dentro de los precarios estudios clásicos, donde la aportación de González Garbín resulta fundamental. Poder ver estas cosas supone tiempo y paciencia, a menudo desespera no ver el final de nuestro trabajo, pero un cierto imperativo interior nos lleva a continuar incansables. FRANCISCO GARCÍA JURADO

jueves, 15 de julio de 2010

CUANDO UNA CIUDAD NOS RECUERDA A OTRA


Este juego de estar en una ciudad y recordar otra es propio, quizá, de viajeros nostálgicos o sentimentales, como diría Laurence Sterne. También es curioso buscar en las ciudades el lado menos representativo, como si se tratara de un antídoto contra los tópicos. Bolonia, cuyo canal medieval aparece en esta foto, es conocida por sus cuarenta kilómetros de soportales y sus torres de piedra. Por ello, resulta toda una sorpresa encontrar esta estampa tan veneciana, aunque excepcional, en una ciudad bien diferente. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
No sé si fue casualidad que el día que descubrí este canal boloñés me dirigía a la estación de ferrocarril para visitar Venecia. Me pareció un bonito anticipo, y me fui con este recuerdo insignificante a la ciudad de los canales. Después, he vuelto varias veces a visitar este mismo lugar. La última vez que lo he visto ha sido hace apenas un mes, cuando María José y yo visitamos Bolonia durante un fin de semana. Para ella era una visita primeriza, para mí era simplemente volver a una ciudad donde han quedado recuerdos muy diferentes de una estancia de estudiante y de un congreso internacional. Ahora, felizmente, tengo otros recuerdos renovados y felices. Entre otras cosas, volví a subir a un famoso santuario que está a las afueras de la ciudad, pero al que se accede por un soportal que se extiende desde la puerta de Zaragoza a lo largo de varios kilómetros. En el exquisito viaje por Italia que narró el Presidente de Brosses (obra traducida al castellano por Nicolás Salmerón y publicada por Calpe a comienzos de los años 20 del siglo pasado) se nos habla sobre los pórticos de Bolonia, que el autor califica de anchos y, además de estar embaldosados; asimismo, se nos dice que "han construido otro fuera, que, comenzando en una de las puertas, va subiendo hasta la cima de una montaña bastante alta, a terminar en una pequeña iglesia, muy frecuentada por la gente devota. Este dichoso pórtico no tiene menos de una legua de largo. En el sitio en que termina la llanura para subir más suavemente a la montaña han tendido una especie de puente, que sostiene un bello peristilo cubierto por una bóveda y que salva muy artísticamente la irregularidad del terreno. Sería una obra digna de romanos si en vez de los feos pilares cuadrados, acoplados, que forman este pórtico, hubieran empleado en él columnas de buen gusto (...)". La verdad es que apenas recordaba cómo era este itinerario porticado, que completé con bastante esfuerzo a causa de la pronunciada inclinación del terreno y del calor de la tarde. Curiosamente, recordaba que había hecho esta excursión también un sábado, esta vez de 1992, y que al volver a mi residencia de estudiante (el colegio Poeti, en la vía Barbería), cené, entre otras cosas, una lata de sardinas. Por muchas razones, entre ellas la de poder volver ahora con María José a la ciudad, esta tercera estancia ha sido la más feliz con diferencia. La primera vez que vi Bolonia mi futuro era incierto. Acababa de defender mi tesis doctoral y mi beca se extinguía al cabo de unos meses. Al cabo del tiempo, en 2003, volví a un congreso en circunstancias no del todo felices, y con un calor de justicia. Ahora, al fin, regresaba con cierta paz en el alma y, además, un libro excelente de Julio Caro Baroja: Las veladas de Santa Eufrosina. El libro es todo él una evocación romana. He tenido ocasión de releer esta evocación en Italia, aunque no en Roma, y así he continuado jugando al interminable pasatiempo de evocar una ciudad cuando estamos realmente en otra. FRANCISCO GARCÍA JURADO