miércoles, 26 de diciembre de 2012

De cómo descubrí a Aulo Gelio en un texto de Julio Cortázar

En 1984 adquirí en la Feria del Libro de Madrid una edición de Rayuela, de Julio Cortázar. Se trataba de la primera edición académica, dentro de la colección de literatura hispánica de Cátedra, a cargo de Andrés Amorós. Desde el año 63, fecha de la primera edición de la mítica novela, hasta los ochenta, había dado tiempo a la canonización de la obra, sin que por ello perdiera un ápice de su vitalidad: simplemente cambia la nueva generación de lectores que revivirán la historia. Rayuela cuenta una de las historias de amor, la de la Maga y el protagonista de la novela, más intensas y tristes que jamás se hayan contado: historia de azares, de vértigos y de dolor. La forma de la novela, en especial su estructura, tampoco deja indiferente. Ilustramos este blog con una fotografía del París de Cortázar. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE

Posiblemente sea su estructura lo más impactante para un convencional lector de novelas, dado que, merced a un “Tablero de Dirección”, no nos ofrece una esperable lectura lineal. No obstante, la obra se divide, físicamente, en tres partes: “Del lado de allá”, “Del lado de acá” y “De otros lados (capítulos prescindibles)”. El libro me dejó, ciertamente, boquiabierto. Hoy día, con las nuevas técnicas hipertextuales, no ofrece demasiada dificultad escribir un texto que no sea lineal. En realidad, Rayuela es una obra que fue por delante de su tiempo en muchos aspectos, y también en el relativo al propio soporte en papel. Mi curiosidad por saber cómo era una novela que no se leía linealmente quedó plenamente satisfecha. Ahora bien, hubo algo que por mínimo e inesperado sembró en mí por aquel entonces una nueva inquietud de lector: precisamente, dentro de los llamados “capítulos prescindibles”, conjunto variopinto de materiales a menudo dejados allí en estado crudo, y que iban tendiendo llamadas constantes a los capítulos de la parte primera y segunda, observé que se había trascrito la traducción de un texto latino procedente de un autor que aún no conocía: era Aulo Gelio. Una breve nota a pie de página que había puesto el editor aclaraba la época en que este autor había vivido y el título de su única obra: las Noches áticas. Creo que uno de los mayores placeres de un lector es ese momento previo al encuentro físico con un libro, cuando sólo sabemos de él su título. Conviene recordar que uno de los aspectos más logrados de la obra de Gelio es, precisamente, su título, donde se presenta un tiempo (“las noches”) teñido de la magia y la nostalgia de un lugar (“áticas”). Se trata del tiempo dedicado a la plenitud del estudio, la vigilia, en el lugar que representa por excelencia lo mejor de nuestra civilización. A partir de ese título, de esa puerta que sirve como reclamo, nos ponemos a imaginar cómo serán los momentos felices de su lectura. Nos vemos a nosotros mismos en los lugares habituales de nuestra vida fijando la mirada en unas páginas y unas líneas que todavía no están a nuestro alcance. Sí, las Noches áticas parecían una obra prometedora, y en ella, sorprendentemente, se nos iba a contar todo tipo de datos y anécdotas, según le viniera en gana a su autor. Cortázar compara su Rayuela con un Liber fulguralis, de imprecisas y desordenadas páginas, y Gelio dice que sus Noches pueden leerse ordine fortuito, es decir, al azar. No tardé en poner en relación esa libertad expositiva del autor latino con la propia estructura no lineal de Rayuela. No tardaron en fijarse en mi cabeza dos preguntas, casi dos enigmas, que iban a llevarme, con el tiempo, por derroteros insospechados. La primera pregunta era: ¿por qué aparece un texto de Gelio en la obra de Cortázar? Naturalmente, cabían muchas respuestas. La más inmediata era, simplemente, que fuera una mera casualidad, pero el propio contenido de la cita, del que todavía no he hablado, me llevaría a conclusiones diferentes. La segunda pregunta era esta: si las coincidencias estructurales entre una obra y otra no son fortuitas, ¿cómo ha llegado a Cortázar el conocimiento de las Noches áticas y de su estructura no lineal? No era improbable este conocimiento, dada la cultura interminable de Cortázar. Él mismo ha dejado en otros lugares testimonio de ese saber sobre los antiguos, como en la recreación de los famosos versos de Adriano (animula, vagula, blandula...) que se pueden encontrar evocados en Rayuela. Se trata de los mismos versos que abren la novela Memorias de Adriano, de Yourcenar, y que Cortázar tradujo para la editorial Edhasa. Probablemente, Adriano es el emperador bajo cuyo mandato vivió el propio Gelio, y hay un pasaje de la novela de Yourcenar donde cabe recordar, disimulado en el fluir de la prosa poética y memorialista, hasta el título mismo de la obra de Gelio:

Jamás, desde las noches de mi infancia en que el brazo alzado de Marulino me mostraba las constelaciones, me abandonó la curiosidad por las cosas del cielo. Durante las vigilias forzosas de los campamentos contemplaba la luna corriendo a través de las nubes de los cielos bárbaros; más tarde, en las claras noches áticas, escuché al astrónomo Terón de Rodas explicar su sistema del mundo; tendido en el puente de un navío, en pleno mar Egeo, vi oscilar lentamente el mástil, desplazándose entre las estrellas, yendo del ojo enrojecido de Toro al llanto de las Pléyades, de Pegaso al Cisne; contesté lo mejor posible a las preguntas ingenuas y graves del joven que contemplaba conmigo ese mismo cielo. Aquí, en la Villa, hice levantar un observatorio al que la enfermedad ya no me deja subir.
(Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano, trad. de Julio Cortázar, Barcelona, Edhasa, 1984, p. 124)

Por poner otro ejemplo relativo a la interminable cultura de Cortázar, el personaje clave de Rayuela tiene intencionadamente el nombre de Horacio, motivado por el propio poeta romano de la época de Augusto. No falta en Rayuela, por cierto, tampoco el gorrión de Lesbia, cuya muerte inmortalizó Catulo. Mientras escribo estas líneas, veintitrés años más tarde, aquellos enigmas aparecen ahora resueltos y encarnados en varios libros que guarda mi biblioteca, y que iré presentando con calma. Puedo decir, y no me causa rubor, que la lectura de Cortázar me llevó a la de Aulo Gelio. Acudí presuroso a la Biblioteca de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid y consulté la edición latina de los Oxford Classical Texts, con sus dos tomos de Gelio, en la idea completamente infundada de que su latín sería muy fácil y no me haría más falta que la esporádica ayuda de un diccionario. No me fue tan fácil penetrar en la obra como había creído en un principio. Allí podía ver noticias varias que debía ¡yo mismo! organizar en mi cabeza para conferir un sentido a aquella lectura. Se me ocurrió, y no me equivoqué, que debía articular una estrategia de lectura: comenzaría buscando datos sobre un tema concreto. El que más me llamó la atención fue el de Alejandro Magno, en especial la traducción latina que Gelio hacía de las cartas destinadas a su madre, Olimpíade, o a su maestro Aristóteles. Todas estas cartas encierran preciosas enseñanzas morales y vitales. Así, por ejemplo, cuando Alejandro se dirige a su madre autoproclamándose soberbiamente “hijo de Zeus” ella le responde, con sabia ironía, que eso la convierte en concubina del dios. A su maestro Aristóteles se queja porque éste ha publicado algunas de las enseñanzas a las que, supuestamente, no habían de acceder más que el selecto grupo de sus discípulos. Sin embargo, el filósofo le tranquiliza diciéndole que no se preocupe, pues la lectura de tales libros no la entenderán más que aquellos que han sido iniciados por él en la filosofía. En fin, hay en este libro mucho conocimiento, y hasta preciosas dramatizaciones de personajes. Su espacio literario y vital va de Atenas a Roma (el de Cortázar se extiende de París a la Argentina), y en el libro no faltan recuerdos vivos de las estancias de estudio en la campiña ática o de las lecciones imborrables de los grandes maestros de la época: Herodes Ático, Tauro y Favorino. El lenguaje y la literatura ocupan un lugar no menos importante. Entre otras cosas, fue gracias a este libro por lo que ya en el siglo XVI se comenzó a llamar “clásicos” a los mejores autores de la literatura. Gelio, gran estudioso de las instituciones de la Antigüedad, trasladó del ámbito social la forma de denominar a aquellos ciudadanos que pertenecían a la clase más alta, es decir, los classici (frente a los proletarii o los capite censi) al ámbito de la humanitas. De esta forma, los autores classici se convirtieron en los “aristócratas”, los mejores, de una ideal República Literaria. Esta metáfora, que no es más que una culta broma de Gelio, pasó después a constituir esa envidiable categoría a la que todo escritor aspira. No de menor fortuna ha sido la trascripción que el propio Gelio hace de una etimología, la de la palabra persona, que en latín significa “máscara”. Según el texto de Gelio, la máscara se dice persona porque ésta “resuena”, es decir, per-sonat. De una manera hábil, aunque incierta, se pone en relación una palabra de origen etrusco, persona, con el verbo que más se le parece, per-sonare, que en castellano decimos, “resonar”. A pesar de la falsedad histórica, su difusión como etimología que aclara el origen de la máscara teatral ha sido grandísima, y ni el propio Cortázar se sintió ajeno a ella cuando incluyó la cita completa del capítulo de Gelio dentro de los materiales diversos que componen su novela Rayuela:

De la etimología que da Gabio Basso (sic) a la palabra persona.
Sabia e ingeniosa explicación, a fe mía, la de Gabio Basso, en su tratado Del origen de los vocablos, de la palabra persona, máscara. Cree que este vocablo toma origen del verbo personare, retener. He aquí cómo explica su opinión: «No teniendo la máscara que cubre por completo el rostro más que una abertura en el sitio de la boca, la voz, en vez de derramarse en todas direcciones, se estrecha para escapar por una sola salida, y adquiere por ello sonido más penetrante y fuerte. Así, pues, porque la máscara hace la voz humana más sonora y vibrante, se le ha dado el nombre de persona, y por consecuencia de la forma de esta palabra, es larga la letra o en ella».
AULIO (sic) GELIO, Noches Aticas.
(Julio Cortázar, Rayuela, Madrid, Cátedra, 1984, cap. 148)

Por cierto, ya había tenido puntual noticia acerca de esta traducción castellana que transcribía Cortázar y de la que es oportuno hablar, pues es una pieza importante para nuestro relato. En todo caso, ya había supuesto, casi desde el principio, que la traducción citada no era suya (sí el error de “AULIO” en lugar de “AULO”), pues el castellano me parecía propio de otro siglo. Así las cosas, tras este repaso inicial a la obra de Gelio, salvada ya la primera impresión y viendo cuánta enjundia cabía en sus páginas, no pude menos que soñar con el proyecto de traducirla. Pensé en mi futuro, naturalmente incierto, pero lleno de proyectos e ilusiones. Pasara lo que pasara en mi vida, debía marcarme como anhelo llevar a cabo una traducción de esta obra o de una parte de ella. Al cabo del tiempo, puedo decir que ese anhelo se vio cumplido por causas que son más que curiosas y que, con Ernesto Sábato, podríamos explicar desde el hecho de que, en realidad, no existen las casualidades. Sábato, por cierto, supuso en la lenta indagación de las conexiones de Gelio con los autores argentinos otro pequeño eslabón, dado que alude en su novela Sobre héroes y tumbas, dos años anterior a la publicación de Rayuela, a la misma relación entre la palabra “persona” con su antiguo significado latino de “máscara”:

Pues, como decía Bruno, «persona» quería decir máscara y cada uno tendrá muchas máscaras: la del padre, la del profesor, la del amante. Pero ¿cuál era la verdadera? ¿Y había realmente una que fuese la verdadera? (...)
(Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas, Barcelona, Seix Barral, 1984, p. 189)

Este tipo de argumentos lingüísticos tiene mucho de recurso conceptual, como también fui averiguando al cabo del tiempo. Autores como Pérez de Ayala, Unamuno u Ortega ya lo habían ensayado en sus escritos, y el uso de la etimología a la hora de argumentar o, simplemente, de jugar con las palabras, era tan antiguo como el propio lenguaje. Que dos autores argentinos se hubieran interesado por la etimología de la palabra “persona” no tenía por qué ser una rareza. No en vano, estamos en el país del psicoanálisis, tan preocupado por el estudio de la personalidad y sus máscaras. FRANCISCO GARCÍA JURADO

sábado, 22 de diciembre de 2012

La literatura latina en artículos de prensa: o la vida en papel

Ayer, di una clase que me ha costado preparar al menos 25 años. En la bonita asignatura titulada "Roma imaginada", concretamente dentro del tema dedicado a Roma en la prensa escrita, quise ofrecer en clase un particular recorrido por la literatura latina: mi manual era una carpeta repleta de artículos de prensa. No sólo era la literatura latina, sino también el afán recopilador, la pasión por saber y vivir, a la que no renuncio. (en la fotografía, una vista de la ciudad de Bolonia) POR FRANCISCO GARCÍA JURADO

A mi grupo de "Roma imaginada", en la espera de que alguna vez estas personas jóvenes y felices sean conscientes de todo lo que hicimos en aquel curso 2012-2013.

Cuando lo anecdótico o circunstancial, en este caso unos pobres recortes de prensa, se convierte en un inesperado argumento es, seguramente, cuando comenzamos a darnos cuenta de que nuestra vida esconde un sentido peculiar que no desciframos hasta pasado el tiempo. Aquellos recortes que llevé a la Complutense una  mañana de diciembre eran parte de mi vida, de vivencias a menudo felices. Entre otras, cómo olvidar el artículo que el gran Ettore Paratore escribió sobre Horacio en 1992, y que me encontré, precisamente, volviendo a España desde Milán, en la revista de una compañía aérea italiana. En un lugar donde uno sólo espera encontrar los abalorios al uso de este tipo de publicaciones (los rutinarios Rólex, los palos de Golf, o estrafalarios gustos de lo que se supone que es la buena vida) me encontré el artículo titulado "Tra una satira e un'epistola". Volvía cargado con la propia edición de Plauto del mismo Paratore, los cinco tomos que había encontrado en una tienda de periódicos al lado del mismo colegio donde me hospedaba (con el precioso nombre de I Poeti) en Bolonia. También mostré en clase el artículo que apareció en el diario El País sobre el bimilenario de Virgilio (28 de marzo de 1981, ahí es nada), con una semblanza de Luis Antonio de Villena. Llamó la atención un artículo sobre el pintor Guillermo Pérez Villalta, quien afirmaba haber leído a Ovidio (con toda seguridad las Metamorfosis, pero quizá también el Ars Amatoria) en los tiempos cándidos y ahora irreconocibles de la llamada "movida". Es uno de mis propósitos poder dirigir una tesis doctoral sobre el valor que la cultura del mundo grecorromano tuvo durante los felices años 80 del pasado siglo XX. La posible correspondencia de San Pablo y Séneca motivaba un artículo del diario El Mundo (domingo 24 de octubre de 1999), y nada menos que Francisco Ayala escribía acerca de una relectura del Satiricón de Petronio en El País del 27 de junio de 1995. Entre otros artículos, recordé con especial cariño el que Joan Perucho escribió para el ABC cultural con el título de "Los viñedos del poeta Ausonio". Fue el 10 de marzo de 1995, y todavía pude leerlo junto a mi padre. El tiempo ha pasado irremediablemente, como diría un antiguo poeta, pero ha quedado cierta conciencia de lo vivido. Cuando toca a su final la última de las novelas de "A la búsqueda del tiempo perdido", el personaje protagonista de Proust encuentra felizmente las claves de su vida gracias a una asociación circunstancial de cosas (simplemente, vuelve a tener una misma sensación que hacía años había sentido mientras degustaba una madalena). No en vano, esta última novela se titula "El tiempo recobrado". FRANCISCO GARCÍA JURADO

viernes, 14 de diciembre de 2012

Joan Perucho y Mayáns: la Ilustración y lo fantástico


Hasta hace muy pocos años, la historiografía ha maltratado a la Ilustración española. Todavía puede percibirse un poso de displicencia cuando se habla de este período de la historia de España, tachado de adjetivos como "erudito", o "falto de vida", si se compara, sobre todo, con los dos siglos anteriores. Frente a esta tradicional interpretación, las historiografía más reciente, de la mano de estudiosos como Aguilar Piñal o Antonio Mestre, nos ha ido descubriendo un mundo complejo, diverso en ideas y conflictivo que si bien mira por un lado a la cultura francesa, también, por otro, tiene unas sólidas raíces en la cultura española del siglo XVI. Mundo de reformas, de anhelos por lo general incumplidos, donde palabras como "jansenismo", o "regalismo" se hacen en poco tiempo familiares para cualquiera que se adentre en los vericuetos de este peculiar y crucial período de la cultura española. Por lo demás, que sea exclusivamente la razón la "diosa" que preside este Siglo de las luces sería asunto cuando menos matizable. FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE 
Autores del momento, como el Marqués de Sade, o de nuestro siglo, como Michel Foucault, se han encargado de hacernos ver la otra cara de esta razón ilustrada. De esta forma, el siglo XVIII es un objeto de estudio ideal para romper tópicos adquiridos y sorprender al desprevenido lector interesado por la época con aproximaciones novedosas e inquietantes.
En relación con lo que decimos, dentro del ámbito de la creación literaria, en concreto de la literatura fantástica, el escritor catalán Joan Perucho, bibliófilo y amante de las letras dieciochescas, tuvo la original idea de crear un bestiario de monstruos fantásticos remitibles nada menos que al Siglo de las Luces, cuando lo esperable es que tales monstruos aparecieran en épocas más irracionales u oscuras, como es el caso de la Edad Media. Pero fue su deseo que los monstruos aparecieran en los gabinetes ilustrados, y no sabemos si pensando en la leyenda del conocido grabado de Goya, que tales monstruos nacieran precisamente del sueño de la razón. La primera parte de este bestiario fantástico constituyó el asunto de su discurso de ingreso a la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona, el año 1976. Como era esperable, uno de esos monstruos, concretamente el llamado "La Pesanta", que es "un animal de fino pelaje, del tamaño de un perro, que tenía la virtud de provocar sueños escalofriantes", se introdujo en la casa del ilustrado don Gregorio Mayans y Siscar (1699-1781):

"Este sueño, que fue insoportable para el patriarca de Cervera (sc. José Finestres), se repitió muchas noches y lo debilitó físicamente. Esto fue notorio para todos, hasta que un día la Pesanta, no pudiendo soportar las costumbres eclesiásticas de Finestres, se metió dentro de una cajita de madera que éste enviaba a su gran amigo Mayans Siscar en Valencia, llena de chocolate de la «pedra» y de libros de crítica histórica, con la intención de cambiar de aire y, si podía, visitar la ciudad del Turia. El viaje fue largo, porque el que conducía el carro se paraba a cada paso bajo cualquier pretexto o excusa, y la Pesanta se preguntaba si llegaría alguna vez, y por fin, al término del viaje. Éste terminó, efectivamente, y fue el día que, en su pueblo de Oliva, Mayans Siscar recibió, mientras escribía unas cartas, la cajita con el chocolate y los libros. Poco sospechaba el gran erudito que también recibía la Pesanta, y que ello llegaría a ser el tormento de su alma; en consecuencia, continuó escribiendo a su amigo Juan Cristóbal Strodtmann, rector del Gimnasio de Osnabrück, dándole las gracias por haber sido admitido en la Academia Latina de Jena y copiándole su poesía Chocolata, sive, in laudem Potionis Indicae quam appellant Chocolate, Elegia. También le contaba la opinión displicente del gran Gerar Meerman sobre el padre Feijóo, de quien decía que «aunque no puede negarse el mérito a la obra (Theatro crítico), es de poca utilidad para los conocedores de la lengua francesa o inglesa, en las cuales hay escritores mucho mejores en este género».
Aquella misma noche, la Pesanta se instaló sobre el pecho generoso de Gregorio Mayans Siscar, que inmediatamente empezó unos sueños inquietantes, ya que soñó que le habían robado la Oración que exhorta a seguir la verdadera idea de la elocuencia española, así como el famoso Epistolarum libri sex. Pero aun así, totalmente dormido, se levantó angustiado y sudoroso y, al incorporarse, la Pesanta se deslizó con todo su peso y cayó sobre uno de los pies, produciéndole una gran tumefacción, que curó gracias a la intervención del médico catalán Antonio Diophanis Capdevila (personaje recientemente estudiado por el padre Batllori).
Diophanis Capdevila expulsó a la Pesanta con fuego de virutas y la famosa agua de flor de «carqueixa», descubierta por el padre Martín Sarmiento. Estos hechos fueron cuidadosamente ocultos por los biógrafos del «Generosi Valentini», y así Strodtmann, en Geschichte des edlen Herrn Gregorius von Mayans und Siscar, disimula las causas de la enfermedad del erudito (ocultando la existencia real de la Pesanta), diciendo que, «habiéndole arrancado un callo en malas condiciones, sufrió una inflamación con agudos dolores y tuvo que guardar cama, con fiebre, durante tres meses». Pero consta que se restableció satisfactoriamente el 5 de mayo de 1754." (Joan Perucho, Bestiario Fantástico, en Fabulaciones. Edición de Carlos Pujol, Madrid, Alianza Editorial, 1996, 473-474, publicado primero en catalán en La zoologia fantàstica a Catalunya en la cultura de la Il.lustració. Discurs d'ingrés llegit el dia 14 de març de 1976 a la Reial Acadèmia de Bones Lletres de Barcelona per... i discurs de contestació per l'acadèmic de número Guillem Díaz-Plaja, Barcelona, Real Academia de Buenas Letras, 1976, 36-37).

En verdad, fueron otros monstruos los que hicieron a Gregorio Mayans la vida imposible dentro del complejo y conflictivo mundo de la erudición ilustrada. Debemos hacer una observación que aunque discutible y matizable resulta muy útil para poder entender mejor el papel de Mayans en la Ilustración española: Mayans no encaja exactamente en el prototipo de ilustrado que encarnan las figuras del padre Feijoo, o Jovellanos, ya que, si bien se trata de un hombre abierto a las nuevas corrientes francesas y, además, mantiene un intenso contacto con algunos de los focos intelectuales y académicos más importantes de Europa, presenta, por otra parte, un profundo poso tanto de pensamiento español del siglo XVI, así como de pensamiento clásico que le confieren una dimensión bien distinta de lo que entendemos como "afrancesado". De esta forma, frente al ensayismo tan del gusto francés de Feijoo, Mayans sigue cultivando géneros como la oratoria y, frente a la pasión de aquél por la lengua francesa, Mayans sigue escribiendo en latín, todavía lengua internacional de comunicación entre muchos eruditos. Pero todo es mucho más complejo como para trazar una simple polaridad entre Mayans y Feijoo. Mayans era acérrimo enemigo de los jesuitas, con quien, por cierto, estudió. En esto tiene mucho en común con las corrientes reformistas de la Iglesia en la España del XVIII, en la que ilustrados y "jansenistas" encontraron causas comunes. Los compañeros universitarios de Valencia resultaron ser también sus enemigos, y luego, en la Corte, acabó sufriendo la oposición de compañeros de trabajo de la Biblioteca Real, como Juan de Iriarte. Demasiados enemigos en esta España convulsa, aunque siempre quedaba el consuelo de los amigos europeos. Ya lejos de aquellas polémicas, Mayans se nos presenta como una figura gigantesca intelectualmente hablando. La Filología, la Crítica Literaria, la Historia de la Lengua Española, la Jurisprudencia, la Historia, la Oratoria, y otras tantas disciplinas encontraron en Mayans no sólo un digno cultivador, sino, incluso a veces, un fundador. Editor de Fray Luis, de Vives, de Sánchez de Las Brozas, o del Diálogo de la lengua (entonces titulado "de las lenguas") de Juan de Valdés, entre otros, supuso para la cultura española un hito difícil de igualar. FRANCISCO GARCÍA JURADO

sábado, 8 de diciembre de 2012

Pompeya, una ciudad con dos vidas

Una vez más, volvemos a Pompeya con la alegría de reconocer ya en ella una parte de nuestras emociones y recuerdos más felices. Todavía recordamos el educado grupo de estudiantes colombianos con quienes compartimos la visita de alguna de las casas que tan sólo podían visitarse previa concertación de la visita. Les guiaba su profesora de latín, una persona amabilísima. Aquella mezcla de ruinas y de juventud dorada, de pasado insigne que motiva un viaje inolvidable es, en buena medida, la que ha hecho de Pompeya un lugar de peregrinación obligada desde el mismo siglo XVIII. POR MARÍA JOSÉ BARRIOS CASTRO Y FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE
Hace ya tiempo que acariciamos la idea de emprender un ambicioso viaje que quisiéramos titular "Recontrucción de la mirada: el Grand Tour". El profesor José María Luzón nos puso la miel en los labios cuando organizó, hace unos años, la exposición sobre el Westmorland, la fragata proveniente de Livorno que iba cargada con un imponente cargamento de recuerdos procedentes de uno de aquellos viajes, y que terminaron en España, concretamente en la Real Academia de Bellas Artes. El Museo Getty organizó, asimismo, una magnífica exposición sobre aquel "Gran" recorrido que sólo pudimos visitar de manera virtual, aunque luego, en las tiendas del Palacio Real, pudimos encontrar uno de sus souvenirs, la réplica de una cajita de pequeños medallones ("Intaglio Colletion") que reproducen esculturas de la Antigüedad (podéis verla en la fotografiada más abajo). Aquí está el origen de los recuerdos turísticos que luego, con tan mal gusto (excepto los del Metropolitan y algún otro museo) proliferan por los tenderetes de lugares arqueológicos. Quizá el gran libro de las Antigüedades de Sir William Hamilton terminó por completar esta colección de sueños, pues no deja de ser, en su formato infolio, un verdadero museo de la Antigüedad vista a través de los ojos del siglo XVIII. Hamilton estuvo enamorado del Vesubio como quizá pocas personas pueden enamorarse de un volcán. El hecho de que en el Westmorland también fuera uno de aquellos ejemplares ilustrados sobre el volcán cierra magnífcamente este círculo mágico.
En nuestro afán por reconstruir el Gran Tour de los jóvenes ingleses del siglo XVIII como verdadero viaje de iniciación, por un lado, y de reinvención de la Antigüedad, por otro, nos encontramos con los magníficos lugares de Herculano (en la foto de arriba) y Pompeya.

Como apunta Mary Beard en un reciente libro sobre Pompeya, la ciudad ha tenido dos vidas, una antigua y otra moderna. En realidad, se trata de existencias distintas, con habitantes que nada tienen que ver entre ellos. Estamos hablando, naturalmente, de los antiguos pompeyanos y de los nuevos descubridores, a los que han seguido otros extraños habitantes, más bien invasores, llamados turistas.
El descubrimiento de Pompeya fue una revelación tanto para el conocimiento de la Antigüedad y la vida cotidiana como un importante motivo de inspiración estética (el estilo pompeyano influyó sobre la decoración palaciega a partir del siglo XVIII). De manera fortuita, el día 2 de abril de 1748 aparecieron los primeros restos de Pompeya. Son los tiempos del próspero reinado de Carlos VII de Nápoles, futuro rey Carlos III de España. Un ingeniero español al servicio del rey, Roque Joaquín de Alcubierre (1702-1780), emprendió las excavaciones por medio de túneles sin saber todavía que lo que estaba bajo sus pies era la ciudad de Pompeya. La Historia parece haber sepultado al ingeniero durante mucho tiempo, al igual que la ciudad que descubrió. Uno de sus grandes detractores fue Johann Joachim Winckelmann, padre de la moderna historia del arte y por aquel entonces conservador de las antigüedades del Vaticano. Éste no creyó que en aquel lugar donde excavaba Alcubierre fueran a aparecer objetos artísticos ni confió jamás en los conocimientos arqueológicos del ingeniero español. Sin embargo, Pompeya volvió a la Historia, en este caso la historia moderna, repleta de tesoros artísticos y arqueológicos que acarrearon nuevos problemas. El principal era la condición de “cantera arqueológica” que adquirió el lugar durante muchos años, para el embellecimiento de los lugares de la corte. Cuando Goethe visita estas ruinas el 18 de marzo de 1787 se lamenta de que las excavaciones no se realizaran de manera metódica a cargo de mineros alemanes. Ya sabemos que cada época tiene su forma de hacer arqueología, pero no le faltaba razón.
No será hasta el siglo XIX cuando Giuseppe Fiorelli (1823-1896), catedrático de Arqueología en Nápoles, se hizo cargo de la excavación científica de Pompeya. Fiorelli ordenó la excavación metódica y limpió las calles para poder establecer de esta manera un plano de la ciudad, enumerando las insulae o manzanas. Una de las cosas más importantes fue el cambio de método ante los hallazgos, ya que ahora se hizo pertinente la localización precisa de cada objeto. Asimismo, Fiorelli ideó una forma de rellenar con una sustancia parecida al yeso las oquedades que habían dejado dentro de la lava los cuerpos y objetos perecederos. De esta forma, logró extraer impresionantes moldes que reproducían con exactitud y crudeza las posiciones adoptadas por los seres vivos, animales y personas, en el momento de su muerte.
Pero tan importantes como los descubrimientos arqueológicos en sí son sus interpretaciones modernas. Los nombres que se dan a las casas hoy día no dejan de ser ingeniosas invenciones. Es el caso de la llamada casa del moralista, denominada así por las inscripciones donde se nos prohíbe echar miradas lascivas, tentar a las mujeres ajenas o ser soez. Otra de las casas, la llamada del poeta trágico, se denominó de esta manera por sus pinturas relativas a la tragedia griega. Esta casa inspiró una de las más hermosas y famosas recreaciones literarias en la novela Los últimos días de Pompeya. Así lo vemos cuando habla uno de los personajes:

“Sin embargo, te agradan los eruditos, y el amor que sientes hacia la poesía, bien claramente se descubre en la pinturas de tu casa, donde admiramos a Esquilo y a Homero; al género dramático y a la epopeya.”

Quizá la mejor de todas estas modernas denominaciones sea la que ha puesto nombre a la propia erupción del volcán, llamada “pliniana” en honor del gran naturalista que allí encontró la muerte.
De todo lo encontrado en Pompeya, lo que mas tabúes ha supuesto para la interpretación moderna ha sido la propia mentalidad sexual romana. No fue hasta el 24 de agosto del año 2000 cuando el Museo Arqueológico de Nápoles se decidió a reabrir las salas de su Gabinete Secreto, integrado por 312 obras que han estado ocultas durante dos siglos. El gabinete, también llamado erótico, se creó en 1763 y permaneció expuesto con normalidad hasta 1819, cuando tras una visita con su hija de Francisco I, duque de Calabria y futuro rey de Nápoles, se decidió que a partir de ese momento sólo podrían contemplar aquellas piezas personas maduras y de buena reputación. El cambio de denominación del gabinete va desde el eufemismo de “secreto” hasta el juicio moral: “Colección pornográfica”. El historiador del arte Brian Sewell destaca la abundancia que hay en él de grandes falos, originariamente situados en los huertos como símbolo de fertilidad, y sugiere que aquellos descomunales miembros viriles, pintados de rojo, terminaron evolucionando hasta convertirse en nuestros famosos gnomos o enanos de jardín.
Pero si el sexo es impactante, no lo es menos la propia muerte. Los impresionantes vaciados de seres humanos, cuya huella ha permanecido al cabo de los siglos tras deshacerse la materia orgánica bajo la lava seca, son posiblemente el testimonio más conmovedor de cuantas cosas podemos admirar en la ciudad fantasma: no dejan de ser aire que se ha vuelto Historia. Ese mismo vacío es el que puede sentirse al pasear por aquellas calles, que hoy parecen intactas si las comparamos con otras ruinas de la Antigüedad donde sí se ha hecho presente y palpable el devastador paso del tiempo. También tenemos la misma sensación al entrar en las casas y los diferentes lugares. Aquella vida cotidiana, despojada de sus protagonistas, hoy vive ya para siempre en nuestro imaginario moderno. María José Barrios Castro y Francisco García Jurado. Doctores en Filología Clásicas y miembros del Grupo UCM de Investigación "Historiografía de la literatura griega y latina en España"

domingo, 2 de diciembre de 2012

La corrección política llega a los textos latinos: el caso de Julio César


Según las nuevas directivas de uno de los más altos organismos de la UNASCO, dedicado precisamente a la educación, los textos de la Antigüedad mantienen claros “casos de incorrección política” que, leídos con descuido y sin el suficiente carácter crítico, podrían inculcar valores “poco tolerantes entre los alumnos”. Naturalmente, para poder “corregir” la inadecuación de estos trasnochados valores se hace necesaria la labor del docente, pero el organismo oficial propone una solución más sencilla: “adaptar” los textos al nuevo contexto multicultural. El conocido comienzo de la Guerra de las Galias de César es, a este respecto, muy ilustrativo. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO

Los alumnos de latín recordarán este conocido texto inaugural de la Guerra de las Galias:

Gallia est omnis divisa in partes tres, quarum unam incolunt Belgae, aliam Aquitani, tertiam qui ipsorum lingua Celtae, nostra Galli appellantur. Hi omnes lingua, institutis, legibus inter se differunt. Gallos ab Aquitanis Garumna flumen, a Belgis Matrona et Sequana dividit. Horum omnium fortissimi sunt Belgae, propterea quod a cultu atque humanitate provinciae longissime absunt, minimeque ad eos mercatores saepe commeant atque ea quae ad effeminandos animos pertinent important, proximique sunt Germanis, qui trans Rhenum incolunt, quibuscum continenter bellum gerunt.

Ensayo una apresurada traducción

Toda la Galia esta dividida en tres partes,  una de las cuales habitan los belgas, otra los aquitanos, y la tercera quienes en su propia lengua se llaman celtas y en la nuestra galos (1). Todos estos difieren entre sí por su lengua, instituciones y leyes. El río Garona separa a los galos de los aquitanos, y el río Marne y el Sena de los belgas. De todos estos, los más fieros (2) son los belgas, dado que están muy apartados de los refinamientos y educación (3) de la provincia, y rara vez llegan hasta ellos los mercaderes y les llevan esas cosas que sirven para afeminar los ánimos (4), y asimismo están muy cerca de los germanos que habitan a la otra orilla del Rin, con quienes contienden de manera habitual (5).

 El informe oficial de la UNASCO señala cinco aspectos “revisables” en este texto que deberían “adaptarse” a un pensamiento más tolerante y respetuoso con los “valores actuales de nuestra convivencia”. En cuanto al punto (1), sobre el hecho de que los romanos llamen “galos” a los celtas, el informe especifica lo siguiente: “aunque se trate de una forma ya común”, los celtas deben ser denominados en su lengua de origen y no en la de los foráneos. De esta forma, la Galia es un término impuesto, y la propia denominación debería cambiarse como "región celta". El punto (2), relativo a la fiereza extrema de los belgas, se afirma lo siguiente: “la fiereza es un juicio de valor subjetivo por parte del autor de la obra, que probablemente obedece más bien a la idiosincrasia cultural de este pueblo”. Mucho peor es, según el informe, las razones a las que se atribuye esta fiereza, pues “se llega a confundir con la brutalidad y la barbarie”. Nos referimos, naturalmente, a (3), es decir, al alejamiento de “los refinamientos y la educación”, pues, según el informe, tales aspectos no son más que “una forma de colonización por parte del imperio de Roma”. Muy severo se muestra el informe con respecto al uso de “effeminandos” que aparece en (4), dado que hay un “gratuito juicio sexista, donde el término afeminar se considera sinónimo de debilitar, de manera que se entiende defectivamente que las mujeres son débiles e inferiores”. Finalmente, no gusta en el informe la última frase del párrafo citado, indicada con (5) y relativa a las luchas habituales con los germanos, pues “no debe animarse a los alumnos a contender con el vecino, especialmente si la única razón que hay para contender es la de ser vecino”. Para que no se vea que el informe es completamente negativo, se elogia mucho una de las frases contenidas en el texto, en particular la siguiente: “Todos estos difieren entre sí por su lengua, instituciones y leyes”, pues, según los expertos evaluadores, “aquí se reconoce, aunque sea de una manera obligada y no necesariamente positiva, las naturales diferencias que deben existir entre los diferentes pueblos, a cuyo aniquilamiento contribuyó de manera decisiva el imperialismo romano, en  lugar de haberse creado una Europa de las tribus naturales”. En fin, el informe concluye con la siguiente remodelación del texto que yo les ofrezco ya adaptada a mi propia traducción:

TEXTO ADAPTADO A LA NORMATIVA

Toda la REGIÓN CELTA (que no Galia) esta dividida en tres partes,  una de las cuales habitan los belgas, otra los aquitanos, y la tercera quienes en su propia lengua se llaman celtas y en la nuestra DEBERÍAN LLAMARSE IGUALMENTE CELTAS (1). Todos estos difieren, Y ESTO ES MUY LOABLE, EN ARAS A UN CORRECTO ENTENDIMIENTO DE LAS DIFERENCIAS INTERCULTURALES, entre sí por su lengua, instituciones y leyes. El río Garona separa a los CELTAS (no galos) de los aquitanos, y el río Marne y el Sena de los belgas. De todos estos, los QUE TIENEN UNAS COSTUMBRES CULTURALES MÁS DINÁMICAS (2) son los belgas, dado que están muy apartados de USOS Y COSTUMBRES DEL IMPERIALISMO CULTURAL Y GLOBALIZADOR DE LOS ROMANOS (3) de la provincia, y rara vez llegan hasta ellos los mercaderes y les llevan esas cosas que sirven para DEBILITAR los COMPORTAMIENTOS DECLARADAMENTE MACHISTAS (4), y asimismo están muy cerca de los germanos que habitan a la otra orilla del Rin, con quienes MANTIENEN UN TRATO SOSTENIBLE de manera habitual (5).

Ustedes juzguen lo que les parecezca oportuno. FRANCISCO GARCÍA JURADO

lunes, 26 de noviembre de 2012

Nieve en el alma: carta de un exiliado español en 1950


Cicerón utiliza en su discurso de defensa al poeta Arquías una terrible metáfora: la de la tumba del olvido. Nada sea probablemente tan terrible como cuando nuestras acciones desaparecen y nuestro propio nombre se borra del recuerdo. El olvido es una tragedia que se cierne, entre otras posibles víctimas, sobre los muertos y los exiliados. En este sentido, y a diferencia de otros exiliados y profesores fallecidos, Pedro Urbano González de la Calle ha sido olvidado en la universidad Complutense donde enseñó materias de filología latina hasta 1936. Más recordado es, si cabe, en Salamanca, donde fue compañero y amigo de personas tan notables como Unamuno. Pedro Urbano nació en 1879, por lo que al partir de España, en 1939, tenía sesenta años cumplidos. Entre 1939 y 1949 desarrolló su actividad en Bogotá, en un exilio no tan dorado como el de otros en los Estados Unidos. Por ello, no deja de ser sorprendente a sus 71 años tome la decisión de trasladarse a México en 1950, donde emprenderá la segunda etapa de su prolífica vida científica en América, hasta su muerte en 1966. Una carta, exquisita y sentida, enviada desde México el 15 de marzo de 1950 a su amigo el profesor salmantino Ricardo Espinosa Maeso, revela acaso el estado de ánimo de nuestro protagonista. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE

México, D.F. 15-III-[1]959
Sr. D. Ricardo Espinosa Maeso
Salamanca

Mi querido y siempre recordado amigo y compañero: Gracias mil por su delicadísimo e inapreciable envío del ejemplar de mi biografía del "Brocense" que ha tenido la bondad de dedicarme y que acaba de llegar a mis manos. Ese ejemplar fué dedicado a mi buena e inolvidable madre, de perdudable y sagrada memoria, y presumo que alguna explicable, pero dolorosa contingencia, le ha llevado a sus manos, para traerle finalmente a las mías. No podía haber encontrado ese libro más noble y respetuoso intermediario. Muchas, muchas gracias una y mil veces más. Y la encuadernación del ejemplar de referencia, es primorosa, tan bella como seria. No sabría decir a V- la profunda impresión que me ha producido su valiosísimo obsequio. Este último decenio ha sido para mí de prueba. Cuando había llegado a sentirme gratamente acogido en el ambiente "bogotano", por múltiples razones, que todas no son del caso, he tenido que truncar mi vida profesional... y comenzar de nuevo, con más nieve en el alma que en el cabello. ¡Qué le hemos de hacer! Lucho ahora por abrirme aquí camino, pero lucho con menos bríos y con menos ilusión que luché en Colombia al comenzar mi voluntario destierro. Hasta ahora he logrado trabajo en el Colegio de México y creo que hasta podré dar algún curso de Lingüística en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional mexicana, pero no me hago, ni me puedo hacer ilusiones. No se pueden repetir esfuerzos de cierta intensidad cuando se ha doblado la cumbre de la vida. Pero en fin, procuraré hacer cuanto pueda y lo mejor que pueda en la profesión que he ejercido en toda mi ya larga y ajetreada existencia. Cuando quiera y cuando pueda le agradeceré que me informe de su labor profesional y de ese querido e inolvidable ambiente universitario salmantino. Recibe un conmovido abrazo de tu viejo amigo y compañero Pedro Urbano González de la Calle.

P.S. a los compañeros de profesión que me recuerden, mi afectuoso saludo. Tuyo. G. de la C.

La carta refleja sin decirlo explícitamente penalidades económicas (no muy diferentes a las que sufrió también Agustín Millares Carlo durante su exilio en Argentina y México) y una constante referencia a la memoria y el olvido, desde el recuerdo indeleble de la madre, a quien fue dedicado el ejemplar que ahora recibe Pedro Urbano, publicado en el lejano años de 1923, hasta aquellos compañeros salmantinos "que me recuerden". En otro momento hemos escrito un artículo dedicado a la publicación de la literatura romana de F. Leo que Pedro Urbano tradujo en 1935, pero que no se apareció hasta 1950 en Bogotá. Conseguimos encontrar un ejemplar de este libro (del que no hay rastro en las bibliotecas de la propia Universidad Complutense) y encontramos en él la dedicatoria manuscrita a uno de esos compañeros de Salamanca. Comenzamos este blog parafraseando a Cicerón y ahora lo terminamos parafraseando a Platón: espero que mi trabajo sea, en parte, un fármaco contra este terrible olvido. FRANCISCO GARCÍA JURADO. H.L.G.E.

lunes, 19 de noviembre de 2012

El latín ha muerto. ¡Viva el latín!

El imaginario colectivo ha hecho del profesor de latín un personaje a menudo siniestro y triste. Nada de esto tiene el profesor Wilfried Stroh (en la fotografía), egregio latinista, actor y persona vital donde las haya. Su reciente obra "El latín ha muerto. ¡Viva el latín!" (Barcelona, Ediciones del Subsuelo, 2012) defiende la idea de que la lengua latina tuvo que morir para ser eterna, y nos ofrece la singular historia de esta lengua maravillosa que, junto al griego, ha dado lugar a las palabras que ponen nombres a nuestras ideas: los conceptos. Merece la pena recorrer esta historia de una lengua desde los remotos tiempos de su nacimiento hasta nuestros propios días. El latín es la clave de lo que conocemos como humanismo, o aquel conocimiento que nos hace mejores gracias a la "humanitas", cuyo peso en la historia de la educación ha dado lugar a las propias humanidades y mucho más. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
El profesor Stroh no sólo sabe latín, sino que incluso lo habla, y con ello pretende dar vida a unos tiempos en que la enseñanza de la lengua romana era eminentemente práctica. Como él mismo sabe bien, el latín ha tenido a lo largo de su dilatada historia una doble faceta. De un lado, es una lengua artística, usada para la creación literaria, y, de otro lado, ha sido también una lengua científica, utilizada como transmisora del conocimiento. La primera faceta comenzó a verse marginada a partir, sobre todo, del Renacimiento, cuando las lenguas vernáculas comenzaron a reclamar su lugar literario en el mundo. La faceta científica pervivió hasta el mismo siglo XVIII, aunque ya entonces los eruditos comenzaron a escribir en sus respectivas lenguas particulares. Hay, por tanto, una dilatada historia de la lengua latina que corre en paralelo con la propia historia de Occidente. El autor nos explica en este apasionante libro cómo cada etapa histórica ha interpretado el significado de la lengua latina en su particular circunstancia. Según el autor, el latín adquirió su forma clásica de la mano de poetas como Virgilio y Horacio, y ese ha sido el latín que durante siglos ha pervivido como modelo de elocuencia. El latín, en realidad, quedó entonces convertido en un modelo atemporal que ha pervivido a lo largo del tiempo. Resulta curioso leer un texto latino escrito por Carl Marx en sus tiempos de estudiante, o saber que todavía hay políticos capaces de hablar en latín (a este respecto, me he acordado de la preciosa carta que el antiguo alcalde madrileño Tierno Galván escribió para responder a un ciudadano que había utilizado la misma lengua para saludarlo). Pero el latín es mucho más que pasado y prestigio. Como el autor dice bien, la traducción de una lengua moderna a otra no supone los saltos conceptuales que implica la traducción al latín de conceptos modernos. Una lengua clásica está en otro nivel diferente, nos permite adentrarnos en un mundo de categorías distintas (por ejemplo, la de la "humanitas"), y permite que nuestros mensajes escritos en latín perduren a través del tiempo. El libro de Stroh recuerda lejanamente las antiguas historias de la lengua latina que se escribieron en el siglo XVIII (Walchius y Funccius) y que sirvieron para construir la moderna filología. Es un libro único, además de una historia del humanismo. Su capacidad divulgativa y buen humor no están reñidos con un rigor científico exquisito. Es fantástico ver cómo recoge Stroh, por ejemplo, las cláusulas ciceronianas, o cómo habla acerca de los ideales educativos del Renacimiento.
Felicito a los valientes editores de EDICIONES DEL SUBSUELO, Laura Claravall y Xavier Grass, por haberse atrevido a publicar un libro tan hermoso que, además, trata sobre la lengua latina.
En definitiva, no exagero si digo que se trata de un libro imprescindible para cualquier persona curiosa por saber cómo se ha forjado la educación en Europa. Ante una sociedad cada vez más ignorante de todo, ante tanto libro aburrido y superficial, necesitamos cada vez más de estos maravillosos antídotos contra la ignorancia y el tedio.
WILFRIED STROH, El latín ha muerto, ¡Viva el latín! Breve historia de una gran lengua, Barcelona, Ediciones del Subsuelo, 2012.
FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE

domingo, 18 de noviembre de 2012

Los autores que habitan entre nosotros

Con el sugerente título de “Los autores que habitan entre nosotros” se ha celebrado una interesante exposición dentro del marco de la XII Semana de la Ciencia (5-18 de noviembre de 2012, Vestíbulo de la Facultad de Filología de la UCM, Ciudad Universitaria 28040 – MADRID). En ella, se ha ofrecido una visión diferente de los autores clásicos, esta vez centrada en sus representaciones icónicas. La responsable de la exposición ha sido la profesora Cristina Martín Puente, que lleva tiempo recopilando un material gráfico disperso que poco a poco va cobrando entidad propia. La exposición aquí reseñada constituye la primera presentación al público de un incipiente proyecto. GRUPO UCM DE HISTORIOGRAFÍA DE LA LITERATURA GRECOLATINA EN ESPAÑA (HLGE).

Plazas, museos, bibliotecas y otras instituciones culturales españolas acogen retratos de los autores clásicos, algunos de los cuales se han convertido incluso en iconos que confieren prestigio al mismo lugar donde aparecen representados. La exposición "Los autores que habitan entre nosotros" ofrece una inédita y singular galería de fotos donde pueden verse algunas de esas esculturas, pinturas o vidrieras, que conviven con nosotros y se convierten, de esta forma, en paisaje silencioso. Un ejemplo significativo lo constituye la estatua de Columela que puede encontrarse en el caso antiguo de la ciudad de Cádiz (reproducido en la fotografía), o la de Quintiliano en la ciudad de Calahorra.
Varios profesores llevan estudiando desde hace tiempo la trascendencia de la literatura grecolatina en distintas literaturas modernas, en la cultura y la sociedad, el nacimiento de la historiografía de la literatura grecolatina o la relevancia de los autores mismos en el propio estudio de la literatura clásica. Al hilo de este mismo estudio, puede observarse cómo en algunos de los libros y sitios web que consultamos aparecen imágenes de autores clásicos entre otras ilustraciones, aunque no se les suele dar importancia alguna y normalmente ni siquiera se explicita de qué época son ni de dónde proceden. Si bien hay cada vez más estudios sobre la mitología clásica en el arte, la presencia de la literatura clásica y de los autores clásicos mismos en el arte no ha interesado de igual manera. Sin embargo, los autores literarios han gozado de un gran prestigio a lo largo de la historia y en múltiples ocasiones. Al igual que los héroes o los santos, forman parte del imaginario colectivo y salen de las bibliotecas y librerías para ocupar su espacio en un museo o en una plaza pública.
Así las cosas, vemos esculturas de autores clásicos erigidas en sus localidades natales, obras de arte que los representan en museos, bibliotecas, catedrales, manuscritos, libros, monedas, billetes e incluso en sellos de correos.
Para esta ocasión hemos querido centrarnos tan sólo en obras que encontramos en España. Las representaciones iconográficas de los autores grecolatinos no sólo constituyen un mero adorno, dado que vienen motivadas por diferentes razones. Además, estas representaciones pueden ayudarnos a comprender mejor la compleja relación entre el arte y la literatura clásica. Con este planteamiento se pretende extraer nuevos datos sobre la proyección de la literatura clásica y de cada autor concreto tanto en la cultura de las diversas épocas a la que pertenece cada obra de arte como en distintas regiones geográficas.
PUEDE VISITARSE EN http://www.facebook.com/media/set/?set=a.10151147538252199.447802.130834052198&type=1

lunes, 12 de noviembre de 2012

Un tópico historiográfico, o por qué los españoles corrompieron la literatura


Somos esclavos de los tópicos, que no dejan de ser una forma de complejos colectivos. Los tópicos falsean la historia, la escriben con trazo grueso, y estas falsedades pasan a ser parte de nuestras realidades. Nos encadenan, en suma, desde un pasado inventado a un presente canalla. Por Francisco García Jurado, del GRUPO DE INVESTIGACIÓN UCM "HISTORIOGRAFÍA DE LA LITERATURA GRECOLATINA EN ESPAÑA"

La historiografía literaria dieciochesca escrita en Italia veía en los escritores de origen hispano a los causantes de la corrupción de las letras latinas[1]. Menéndez Pelayo desarrolla en el tomo III de su "Historia de las ideas estéticas" un pormenorizado estado de la cuestión, poniéndola en relación con el controvertido "problema de la ciencia española"[2]:

"Reinaban por entonces entre los escritores italianos singulares preocupaciones acerca de la cultura española. El influjo de las ideas francesas por una parte, y por otra el recuerdo de nuestra larga dominación, que forzosamente había de serles antipática, habían ido engendrando, aun en la mente de los varones más doctos y prudentes, una serie de conceptos falsos e injuriosos, que pedían pronta y eficaz rectificación. No llegaba ciertamente en los eruditos italianos el desconocimiento de nuestras cosas hasta el ridículo extremo de preguntar, como el enciclopedista Mr. Masson: «¿Qué se debe a España? Y en diez, en veinte siglos, ¿qué ha hecho por la civilización de Europa?»” (Menéndez Pelayo 1962, 337)

Por lo que parece, el negativo juicio estético de los eruditos italianos tanto acerca de los escritores hispano-latinos como de los del siglo XVII se atribuye al condicionamiento del clima español:

“(...) al investigar las causas de la corrupción de las letras latinas en la era de Augusto, y de las letras italianas en el siglo XVII, solían los críticos de aquel país achacar al influjo español la mayor culpa en estos accidentes fatales, asentando muy gratuitamente, pero no sin cierto color de verosimilitud, que, así como la familia de los Sénecas corrompió la pureza del gusto en la era de los Césares, así la dominación española en Milán y en Nápoles coincidió con la depravación de la elocuencia y de la poesía italianas, perdidas y estragadas por el contagio y el remedo de los vicios de los dominadores; de donde inferían que debía de haber en el clima de España y en el temperamento de los españoles alguna influencia maléfica para el buen gusto, en todas edades y civilizaciones. De tales ideas, profesadas con más o menos exageración, no está libre la voluminosa y concienzuda Historia Literaria de Italia, del doctísimo abate Tiraboschi (...). Pero el más extremado sustentador de las opiniones antedichas era un escritor mucho más ligero que Tiraboschi, y cuya reputación ha venido tan a menos con el transcurso de los tiempos, que hoy está casi enteramente borrada: el abate Xavier Bettinelli (...)” (Menéndez Pelayo 1962, 337-338)

Finalmente, Menéndez Pelayo se refiere a la contundente respuesta de los jesuitas españoles expulsos:

“Quizá las proposiciones de Tiraboschi y Bettinelli no tenían en la mente de sus autores todo el alcance y gravedad que Lampillas, Andrés y Serrano les dieron al impugnarlas, ni era, por otra parte, un crimen capital no gustar o gustar poco de Séneca, de Lucano y de Marcial, que fueron el principal objeto de la disputa, por ser nuestros Jesuítas más dados al estudio de la literatura latina que al de la vulgar. Pero es sabido que el patriotismo se crece y se inflama más con la lejanía de la patria (hasta cuando ésta se ha mostrado áspera y desagradecida), pareciendo entonces graves ofensas al honor de la madre adorada los que en otra ocasión quizá pasaran por leves alfilerazos" (Menéndez Pelayo 1962, 338-339)

La cuestión no es interesante tanto por su propuesta en sí como por lo que implica, pues no deja de estar relacionada con el mito historiográfico de los orígenes hispano-latinos de la literatura española, entendida ésta como una realidad geográfica ligada al temperamento. De esta polémica no se encuentra rastro alguno en los manuales alemanes y franceses consultados, si bien nos ha llamado la atención que en un manual anglosajón del XIX, el de Robert William Browne[3], se siga explicando el estilo de Lucano a partir del clima español:

“His imagination was rich –his enthusiasm refused to be curbed. They were such as we might suppose would be nurtured by the warm and sunny climate of Spain. His sentiments often exhibit that chivalrous tone which distinguish the Spanish poets of modern times. We may discern the nobleness, the liberality, the courage, which once marked the high-born Spanish gentleman; and the grave and thoughtful wisdom which makes Spanish literature so rich in proverbs, and which peeps out even from under the unreal conventionalisms of the contemporary Roman philosophy” (Browne 1853, 459)

Sin embargo, lo que ahora resulta más relevante es lo que parece ser una relectura exótica y romántica, casi propia de un viajero inglés por España, de aquella antigua apreciación dieciochesca.

Somos esclavos de los tópicos, que no dejan de ser una forma de complejos colectivos. Los tópicos falsean la historia, la escriben con tinta gorda, y estas falsedades pasan a ser parte de nuestras realidades. Hace falta una sutil mezcla de coraje e inteligencia para superarlos.

[1] Amador de los Ríos sitúa perfectamente la cuestión en uno de los mejores manuales de literatura española del siglo XIX, su Historia Crítica: “Fue así como, mientras severo y por demás descontentadizo, lanzaba Boileau los rayos de su crítica contra el teatro de Lope, Calderón y Moreto, osó el caballero Tiraboschi, cuya grande erudición y diligencia eran universalmente aplaudidas, acusar a los poetas españoles de ser desde antiguo origen del mal gusto, incluyendo también en el anatema a los padres del teatro moderno. Empresa era esta en que se le arrimaba el abate Bettinelli, resolviendo de plano y sin apelación que en todas las edades había sido España contraria al desarrollo de la buena literatura, corruptora en la antigüedad de la poesía latina, y del siglo XVI en adelante la italiana” (Amador de los Ríos 1969, LXXVIII).
[2] Este asunto, tan susceptible de interpretaciones viscerales y equivocadas (López Piñero 1982, 4-5), desde la crítica que Nicolás Masson de Morvilliers publicara en la Encyclopédie méthodique (1782), encuentra su momento más encendido en la polémica entablada por Menéndez Pelayo frente a juicios “progresistas” como los que Gumersindo de Azcárate, y guarda una cierta e interesante vinculación con nuestra historiografía literaria latina. Entre otras cosas, el afán recopilador de bibliografía hispana de traducciones de clásicos que encontramos en manuales como el de Villar y García pueden responder indirectamente a la reivindicación de la existencia de una ciencia hispana.
[3] El autor fue profesor de literatura clásica en el Kings College de Londres.

BIBLIOGRAFÍA

Amador de los Ríos, J. (1969) Historia crítica de la literatura española. Edición facsímil. Tomo I, Madrid, Gredos (ed. original de 1861)
Browne, R. W. (1853) A history of Roman classical litterature, London, Richard Bentley
Menéndez Pelayo, M. (1962) Historia de las ideas estéticas en España III. Tercera edición, Madrid, CSIC

FRANCISCO GARCÍA JURADO
H.L.G.E.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Las sentencias latinas de Publilio Siro

Thornton Wilder recreó en su novela Las idus de marzo al mimógrafo Décimo Laberio con un nombre ficticio, Pactino. Cuenta Wilder cómo César tuvo que degradar a éste de su condición de caballero a causa de los duros ataques que aquél profería contra su persona. A esta circunstancia alude Aulo Gelio cuando nos habla del rival teatral de Laberio, Publilio Siro. De Publilio, al margen de un fragmento en el Satiricón de Petronio, sólo se han conservado las colecciones de sentencias. Esto ha convertido al mimógrafo en un involuntario autor moralista, algo que nos recuerda, asimismo, a Séneca. Estas sentencias pasaron a los cánones escolares de la Antigüedad e hicieron las delicias de humanistas como Erasmo (en la imagen), que las publicó en 1514. Pocos saben que Francisco Navarro y Calvo añadió a su traducción decimonónica de las Noches áticas (1893) la traducción de las sentencias de Siro. Las sentencias están en el tomo segundo, a manera de apéndice, y al no aparecer reflejadas en la portada del libro han quedado durante años desconocidas. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO


Hermosas sentencias escogidas de los mimos de Publilio Siro (17, 14)


Publilio Siro frecuentó el género de los mimos, y fue tenido en tal consideración que se le consideraba casi igual a su rival Décimo Laberio. Sin embargo, fue tan ofensiva la maledicencia y arrogancia de Laberio contra César que éste declaraba públicamente que los mimos de Publilio eran más aceptables y honestos que los de Laberio.

Es costumbre citar frecuentes y hermosas sentencias de Publilio, muy apropiadas para el uso de la conversación común, de entre las que, por Hércules, me apetece copiar aquí las siguientes, cada una contenida en un solo verso:


Mala es la determinación que no puede cambiarse.

Recibe beneficio quien da a una persona digna.

Has de soportar y no desaprobar lo que no puede evitarse

A quien se le permite más de lo justo, quiere más de lo conveniente.

Un compañero conversador en el camino hace las veces de un vehículo.

La frugalidad es como la miseria, pero de buena reputación .

El llanto del heredero es risa bajo su máscara.

La paciencia, dañada, con mucha frecuencia se convierte en furor.

Sin razón culpa a Neptuno quien por segunda vez naufraga.

Considera al amigo como si fácilmente pudiera convertirse en enemigo.

Cuando se soporta una antigua injuria se propicia una nueva.

Jamás se supera un peligro sin riesgo.

La verdad se pierde con la disputa desmedida.

Parte de beneficio hay en saber negar con gracia lo que se nos pide.

(Aulo Gelio, Noches áticas. Trad. de Francisco García Jurado, Madrid, Alianza Editorial, 2007)

martes, 6 de noviembre de 2012

Agustín García Calvo y su maestro Antonio Tovar


Ya no se conserva el “vítor” pintado en la fachada de la Catedral de Salamanca, frente al Colegio de Anaya, en conmemoración de la investidura como Doctor honoris causa, allá por 1954, del dictador que fuera durante cuarenta años jefe del Estado español, Francisco Franco. En aquel vítor podía leerse un ambiguo "Miles Hispanus Gloriosus", cuyo sentido literal, “soldado hispano glorioso”, bien podía trastocarse irónicamente, merced al recuerdo de la comedia titulada Miles gloriosus (El soldado fanfarrón) de Plauto, en “soldado fanfarrón”. De aquel mundo quizá ya no quedan apenas más que unos cuantos recuerdos, de entre los cuales traemos aquí uno muy significativo. (en la fotografía, los chapiteles del claustro del Colegio Fonseca, en Salamanca) POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
Estamos ante dos grandes maestros, uno discípulo del otro, además de ser ambos profesores de latín y de representar muchas más cosas. Al tiempo, uno y otro encarnan dos posturas vitales y políticas bien distintas ante la vida. Se trata de la necrología que Agustín García Calvo escribió en recuerdo de Antonio Tovar Llorente (1911-1985), fallecido un lejano día de diciembre de 1985. Apareció en el diario El País, y nosotros la recogimos para nuestro libro sobre el profesor de latín en la literatura española:

“La noticia de la última paz de este hombre me ha alcanzado aquí, retirado unos días de la Corte, entre las nieblas del Duero, y así no me ha dejado asistir a sus honras fúnebres, que no es ciertamente lo que más siento, y me ha tomado seguramente bastante por sorpresa, sin haber tenido tiempo de hacerme, como dicen, a la idea: sólo un par de días antes se me había dicho que había motivos para esperárselo, a lo cual sin duda la pereza o lo que sea no me había dejado prestar bastante oído; y además tenía aquí, de junio todavía, la que ahora habrá de ser la última carta que de él me llegue, donde en su flexible y clara letra de siempre me confesaba haber «pasado una tarde maravillosa» leyendo los prolegómenos de un libro que había yo sacado por entonces.
¿Consuela algo el haber dado algún placer a los que se han ido? No lo sé. Y, además, eso de consolarse, ¿no es también negocio de los sobrevivientes? ¿Quién consolará a los otros, a los que han pasado es pleonas, como decían los antiguos, a la mayoría, a donde se dice que Tovar ha pasado ahora?
Ni sé tampoco si esto de pronunciar epitafios de los caídos o de escribir en su memoria puede ser otra cosa que bulla y comercio de los que siguen vivos, o que se lo creen, y manera de integrar en la rutina consabida la herida de lo que no hay Dios que lo entienda. Pero, por si acaso hay en esa costumbre de los hombres algo más que bombo y tejemanejes culturales, por si acaso puede servirle de algo a él o a quien sea, porque no se sabe...
Quiero conmemorar la manera en que se trabó mi amistad con él: se me antoja que en aquel breve trance se revelan alguna de las mejores gracias de su figura, y querría hacer por que siguieran vivas.
Había yo caído a mis 17, terminándose ya la guerra mundial, a estudiar en Salamanca, y andaba él por los patios y las aulas del palacio de Anaya de joven catedrático, de poco más de 30, con su alta traza un poco bamboleante, con su cara, si bien afeitada, profundamente sombreada de su barba prieta, con su lazo de lunares bajo la nuez.
No recuerdo si me había dado ya antes de lo que cuento clase de Latín; pero seguro que la cosa no se habría precipitado de no ser por otra circunstancia: es a saber, que el Régimen no había instituido todavía profesores especiales para las enseñanzas de formación del espíritu nacional o educación política, o como se llamara la cosa por entonces; y así, se encargaban de ello nuestro decano, tan agudo maldiciente de personajes de la historia, Ramos Loscertales, y don Antonio, que con el derrumbamiento de los ideales germánicos debía de estar pasando también sus guerras interiores, sin que se le notara, sin embargo, en el semblante, si algo adusto, sereno siempre, prometiendo en su seriedad sentido y masa humana, y no negado de cuando en cuando a una risa estrepitosa y un tanto caballuna.
El caso es que en alguna de aquellas clases de política se dedicó don Antonio a declararnos que, al fin, cuál fuera el partido que uno tomara o las ideas, de izquierda o de derecha, a las que uno se afiliase y por las que luchara, era cuestión de segundo orden: que lo que importaba era tomar partido, fuera el que fuera, y no quedarse vagando por las zonas medias de la indiferencia política y el me-da-lo-mismo, lo que al fin no revelaba más que mera conformidad con la miseria propia (trataba él de dar actualidad y nueva vida al tópico antiguo, que Cicerón, por ejemplo, discute con sus amigos, de que al sabio no le es dado en la contienda civil quedarse sin tomar partido), y que, por tanto, ya que él tenía que estar allí presentándonos unas ideas y una actitud determinada, nos invitaba a que nos opusiéramos a lo que se nos dijera, a que tomásemos por lo menos partido en contra, y no que lo recibiéramos con una docilidad que quizá no fuese más que indiferencia y aburrimiento.
Debieron de quedarme dando vueltas las palabras, hasta que me atreví a escribirle una carta en que con torpes letrujas le decía, si bien recuerdo, que bueno, que, ya que se nos invitaba a estar en contra, no me interesaba a mí oponerme a las ideas azules y oficiales con otras de oposición y rojas, sino enfrentarme a aquello mismo que nos decía él sobre la necesidad de tomar partido, proponiéndole que, aparte de la línea que las actitudes políticas trazaban de izquierdas o de derechas, incluidas las odiosas zonas de indiferencia, había también la posibilidad de salirse fuera de las líneas (creo que hasta le pintaba un esquema de la cosa) y ponerse a hacer frente a la línea toda desde fuera; en fin, una misiva lo bastante impertinente como para poner a prueba el temple y el humor de quien la recibiera.
Pues bien, recuerdo ahora, y qué vivamente, cómo una mañana me llamó aparte entre las clases y estuvo paseándose conmigo largo rato en torno a las pilastras del patio aquel de Anaya, respondiendo seriamente a los términos de mi carta y haciéndome hablar más y más sobre el asunto, como si mis patochadas de adolescente le interesaran tanto como los discursos de los sabios.
Así se fraguó aquella amistad, que había luego de seguirse en los años siguientes amasando (y mucho de nuestras historias posteriores se me ha borrado piadosamente, pero sin enturbiar el recuerdo de su figura de aquellos años), con las tardes en la biblioteca de Clásicas, que había Tovar abierto en aquella sala larga, sus muros llenos de libros a la mano, los de los viejos fondos en ringlera con las últimas novedades, sus grandes mesas y sus dos pupitres con sillones frailunos (qué sobra de emulación filial y falta de respeto el ocupar el de don Antonio las tardes que él no estaba) y sus dos balcones abiertos a la calle de Palominos y, acá abajo, al jardín de la facultad de Ciencias, donde el profesor Galán alineaba para experimentos genéticos sus infinitos tiestos de guisantes; y aquellas otras tardes de paseo los dos solos cuesta de Tentenecio abajo hasta las orillas del Tormes, saltando de la poesía contemporánea a los Principios de Trubetzkoy; o las sesiones en la Facultad misma, como aquella en que nos dijo que había que decidirse, rindiéndose a la necesidad de especializarse, por hacerse o filólogos o lingüistas, él, que nunca se decidió por hacerse una de las dos cosas; pero así eran las contradicciones en que estaba la mejor gracia de su magisterio; o las largas visitas en su casa (me temo que algunas demasiado largas, dada mi mucha adhesión y mi escasa atención a los modales), en que alternaba alguna amonestación sobre la importancia del escrúpulo filológico en la puntuación y acentuación del griego (harta paciencia para la barbarie de mis primeros tratos con las letras de los antiguos) con otros ratos en que para algunos familiares se ponía él a tocar algunas piezas al piano con gusto y tacto seguro, y otros en que, llevándome a su despacho, soportaba pacientemente, a propósito de la Vida de Sócrates que acababa él de publicar, mis invectivas y groseras bromas contra la figura del sátiro pensante, que sólo eran, por mero afán de llevar la contra, preludios del más hondo enamoramiento.
Tenían entonces los libros de su biblioteca, que tantas veces me prestara en aquellos años, un ex libris en sello de tinta con la máxima estoica que dice Oút'ólbos oúte phóbos, que se había hecho bastante popular entre los hispanos como «ni dicha ni miedo».
Ni dicha ni miedo. Ojalá que esas palabras, maestro, te hayan acompañado hasta tu fin, y más allá.” (Agustín García Calvo, “En memoria de Tovar”, El país, 24 de diciembre de 1985)

El texto que acabamos de leer se define por la serenidad ante la vida y la muerte. Contiene, además, el recuerdo del primer encuentro entre docente y alumno, como contrapunto a ese último y definitivo adiós que significa la muerte. Naturalmente, no estamos ante un mero retrato literario, pues nos encontramos ante un profesor real, universitario y laico, de quien García Calvo señala algunos aspectos físicos (la barba prieta, el lazo de lunares) y de su carácter (seriedad combinada con la risa), destacando, sobre todo, su juventud en el momento en que se le retrata. El entonces “don Antonio” será llamado, al cabo del tiempo, “Tovar”, y más aún, “maestro”. Las impresiones del paso por aquella Salamanca de los años 40 son honestamente gratas y positivas. Hay algunos aspectos reseñables en lo que se refiere a lo estrictamente académico. Por un lado, la referencia a esas clases de formación del espíritu nacional que tiene que impartir el profesor de latín y entonces falangista Antonio Tovar, y que hacen apuntar a García Calvo su rechazo ácrata al sistema político como tal. Hay, por lo demás, una serie de referencias puramente científicas que nos recuerdan cómo un puñado de profesores universitarios fueron capaces durante la posguerra de traer los nuevos métodos de investigación entonces en boga por Europa, como es el estructuralismo de la Escuela de Praga, al que alude García Calvo. También podemos ver una preciosa alusión a un hecho que con el tiempo iba a escindir en buena medida los estudios filológicos, como era su repartición en filología y lingüística. Esta circunstancia la hemos tenido que vivir (y a veces hasta sufrir) los que después hemos pasado por las facultades de letras(1). Finalmente, cabe destacar el profundo respeto intelectual que el profesor muestra ante aquellas “patochadas de adolescente”, tal y como el mismo autor define sus reflexiones. No es en esta ocasión demasiado pertinente la cita de un autor latino, salvo la pasajera que encontramos de Cicerón. Tovar y García Calvo han salido de los estrictos límites de la filología latina, y es por ello, quizá, por lo que la figura de Sócrates tiene un peso más específico en esta semblanza. Ello apuntaría, asimismo, a esa afición común que uno y otro han mostrado por los clásicos griegos. FRANCISCO GARCÍA JURADO

[1]  A este respecto, puede ilustrarnos muy bien acerca de lo que decimos el trabajo de Tovar titulado “Apuntes sobre la Filología Clásica desde España”, en Tovar 1941, pp. 127-140.

domingo, 4 de noviembre de 2012

"Difícilmente podré morir del todo": un poeta ruso llamado Horacio

Marina Tsvietáieva (1892-1941), autora de la generación de Anna Ajmátova y de Ossip Mandelstam, es una de esas mentes privilegiadas y trágicas que vieron cómo su mundo de poesía sublime, de Atenas pertersburguesas, desaparecía bajo el yugo soviético. No se les permitió ser como eran, sublimes, distintos, y no pudieron ni supieron sucumbir poco a poco a la vida gris que se les imponía.
POR FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE.
Hace tiempo podíamos leer en un diario un titular sobre Marina Tsvietáieva que nos devolvió a un recuerdo intenso del verano que María José y yo visitamos Moscú. El titular era contundente, hermoso: "Difícilmente podré morir del todo", y es una frase de Marina tomada de una de las últimas cartas que escribió durante su exilio parisino, cuando vivía en la calle y en la extrema pobreza: "Mi vida es terrible. Es mi no-vida... Difícilmente podré morir del todo". Esta frase desoladora es, ante todo, un anhelo que va más allá de la vida, un grito que se impone sobre las circunstancias que constriñen nuestro ser carnal. La frase, sin quererlo, es un eco del poeta Horacio, de su oda trigésima del libro tercero de Odas, la que comienza con un verso inmortal: EXEGI MONUMENTUM AERE PERENIUS ("levanté un monumento más duradero que el bronce"), y que en su verso sexto nos dice NON OMNIS MORIAR, es decir, "no moriré del todo". Que hayamos reconocido a Horacio en este título es un hecho que va más allá, mucho más lejos, de la pedantería o el mero culturalismo. La sombra del poeta romano se confirma ya dentro del artículo, cuando Tsvietáieva anota a sus diecisiete años: "No hay nada real por lo que valga la pena luchar, por lo que valga la pena morir. ¡La utilidad! ¡Qué ordinariez. Lo útil con lo agradable...". Esa frase incompleta del final de la cita es parte de un famoso verso del Arte Poética horaciano, OMNE TULIT PUNCTUM QUI MISCUIT UTILE DULCI (v. 343), es decir, que "ganó todos los votos el que fue capaz de unir lo útil con lo dulce". Marina Tsvietáieva ha aprendido seguramente (no tengo que comprobarlo estudiando su biografía) la preceptiva clásica: tiempos de juventud y de proyectos. Pero el otro eco horaciano es seguramente mucho más vital e íntimo que el de una mera lectura académica, es con toda seguridad un verso que acompañó a Marina a lo largo de toda su dura vida, un verso que anduvo en su cabeza incluso cuando vio morir a su hija de inanición. Voy a contar ahora por qué este verso nos ha recordado nuestro viaje a Moscú, porque aquí está la clave de todo.
Cuando llegamos al aeropuerto de Moscú vivimos una pequeña pesadilla de espera en una interminable cola. Incluso tuvimos que organizar a los desconocidos que estaban junto a nosotros para cerrar filas e impedir que se nos colaran los que iban llegando después con la intención de pasar por el control de pasaportes antes que nosotros. Una vez que tras un tiempo indefinido y denso pudimos acceder a la salida del aeropuerto nos esperaba una joven rusa para acompañarnos al hotel. Nosotros aún salíamos con la adrenalina a flor de piel, tras tantas tensiones (incluso María José había sido retenida durante un rato porque no coincidia una cifra de su visado con la del pasaporte). La muchacha, guía turística, se sentó en el asiento delantero de un mercedes negro y nosotros dos fuimos detrás, mientras el conductor, un joven ruso, hacía de las suyas al volante. Comenzamos a hablar y ella, muy en su oficio, centró la conversación en contarnos cosas sobre Moscú que en realidad ya sabíamos. Después de haber rechazado cortésmente todas las rutas turísticas que nos ofreció (recorridos nocturnos en bus y cenas típicas) quise que habláramos de algo más personal, algo que al menos rompiera un poco el hielo de aquella situación. Le contamos que éramos profesores de lenguas clásicas, y ella, entonces, nos dijo que lo único que sabía de literatura latina era el poema de Pushkin titulado, precisamente, EXEGI MONUMENTUM. y cuyas dos primeras estrofas (en versión de Eduardo Alonso Luengo) son las siguientes:

Me erigí un monumento que no labró la mano,
la ruta que a él conduce no cubrirá la hierba,
y alza muy por encima del pilar de Alejandro
su indómita cabeza.

No moriré del todo - mi alma en la sacra lira
sobrevivirá al polvo y no se pudrirá,
y célebre he de ser mientras aliente un vate
en este mundo sublunar.

Cuando esta muchacha nos habló de Pushkin y de Horacio pude recordar, entonces, en la inmensa lejanía, dónde estaban nuestros queridos libros de Horacio, en la biblioteca española que ahora era una realidad remota, pero que aún permanecía unida a nosotros sentimentalmente por todos los recuerdos personales que suscitan nuestros libros del poeta latino. Fue entonces cuando sentí que Horacio también era un poeta ruso, un poeta que, como Ovidio, había sido cantado y evocado por el gran poeta que funda la poesía rusa, Alexander Pushkin, y que aquello era ya bastante para que comenzara a sentirme ubicado en aquella nueva realidad que se nos abría ahora en la inmensa ciudad de Moscú. Al igual que Mandelstam se sintió Ovidio en los últimos días de su vida, Marina Tsvietáieva evocó un verso de Pushkin-Horacio aprendido durante los tiempos escolares. Cuando un poema pasa a formar parte de nuestro propio ser comienza a ser una compleja y profunda forma de cultura. Todo esto me vino a la cabeza cuando leímos ayer, durante una luminosa mañana de sábado, el periódico del día anterior. En ese momento, María José y yo sentimos uno de esos "claros del bosque" que se abren (afortunadamente) a menudo en nuestra vida cotidiana, y una evocación, una evoación como ésta, compartida por ambos, nos hizo inmensamente felices.
Francisco García Jurado

H.L.G.E.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Agustín García Calvo, sueño y realidad

Soñé que estudiaría filología clásica en la Complutense y que Agustín García Calvo abriría aquel nuevo periplo vital desvelándome los misterios de la poesía latina. Leí su libro sobre Virgilio, en la mítica colección "Los poetas", durante un verano de transición, entre el miedo y la esperanza de mi futuro incierto. Entonces fue cuando soñé sus clases. Agustín García Calvo resumía en su persona la esencia de mis aspiraciones y ensueños. Sin embargo, jamás estudié en la Complutense ni tampoco recibí sus enseñanzas. Pero la suerte cruzó nuestros destinos al cabo de los años en el despacho 321 del departamento de Filología Latina. Hoy ha fallecido y también muere algo en mí. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE
Necesitamos construir quimeras, sí, quimeras, sobre las que fundar nuestras aspiraciones. Mi mito de juventud no fue un futbolista, ni un actor, sino un poeta y catedrático de filología latina. Fue Agustín García Calvo. Mi abuelo anarquista lo admiraba y solía escucharlo cuando hablaba en el Ateneo de Madrid, o cuando iba a los locales de la CNT. Fuimos mi abuelo y yo a su presentación del libro "Heráclito, razón común", en el Ateneo, y me sentí muy orgulloso cuando al final Agustín nos hizo un ademán de despedida. Por aquel entonces Amancio Prada ponía música a alguno de sus más sentidos poemas, como "Libre te quiero", que a mis dieciocho años me pareció un antes y un después para la lírica amorosa. También me maravillé con su versión de "Edipo Rey" de Sófocles, que interpretó de manera admirable José Luis Gómez. Agustín García Calvo era mi profesor de latín soñado, y hasta recopilé los artículos que el diario EL PÁIS (hoy ya irreconocible) publicaba sobre él y de él. Cómo voy a olvidar las crónicas de las fiestas trágicas que celebraba en la Universidad de Verano de Santander, donde Agustín disertaba sobre las contradicciones del amor, o cómo voy a olvidarme de su artículo "¡Viva Sócrates!", que escribió para replicar a su antiguo discípulo Savater. Tampoco quiero dejar de evocar otro artículo, "Como moscas", donde una supuesta alumna suya contaba cómo se había pasado el verano leyendo a los historiadores clásicos, editados en los Oxford Classical Texts, y donde tan sólo había encontrado muertes por doquier. Me recuerdo leyendo este artículo en la Dehesa de la Villa, tan cerca ya de la Ciudad Universitaria, donde soñaba que Agustín García Calvo me desvelaría los arcanos de Virgilio. Pero todo esto no pasó, y en verdad ahora me alegro. Mi recuerdo, pues, se confunde ya con un viejo anhelo que seguramente, de haberse realizado, hubiera resultado decepcionante. Prefiero ahora haber soñado a Agustín García Calvo. Los años me llevaron ya como ayudante de facultad a la Complutense, y vine a caer en el antedespacho de la cátedra de Agustín. Al principio apenas sabía qué decirle, y él apenas se daba cuenta de mi existencia. Creo que fue una mañana gloriosa, al cabo ya de unos tres años desde mi ingreso en la facultad de filología, cuando Agustín entró al despacho y dijo unas palabras para mí mágicas: "Hola, Paco". Al fin, al nombrarme, me había otorgado la existencia, como si de un demiurgo platónico se tratase. En definitiva, aquí no voy a contar por decoro y profundo respeto a un maestro consumado sus pequeñas miserias humanas. Me refiero a cosas como sus disgustos matutinos con Isabel, que llamaba temprano al despacho para saber si Agustín había llegado. Él se sentía controlado por este ejercicio inocente y rutinario de su compañera. Tampoco quiero pensar en su casi inexistente relación con el resto del departamento de filología latina, o recordar su desinterés absoluto por lo que podía tener que ver con la vida universitaria y administrativa. Cuando ya le cumplía su plazo de profesor emérito, dado que aún no había concluido su ingente tratado sobre prosodia y métrica, quiso pedir al departamento que se le permitiera seguir (ab)usando de sus medios materiales. Me preguntó a mí, sí, a mí, si debía bajar o no a hacer este ruego o demanda a la reunión del consejo de departamento que se iba a celebrar. Yo le contesté que no (me re)bajaría. Él, con el beneplácito del director del departamento, pudo formular su petición al comienzo del consejo, para no tener así que asistir al resto de la reunión (que no deja de ser nuestra obligación) y esperar hasta el punto final, el de ruegos y preguntas. Él bajó al consejo y formuló su petición en estos términos: que eligiéramos entre NUESTRA COMODIDAD (quedaba un despacho libre) o LA CIENCIA (su tratado de métrica y prosodia). Y tras esto terminó diciendo: "Y ahora les dejo a Vds. con sus cosas". No sé si no se le concedió este privilegio de quedarse más tiempo por lo que dijo o si realmente lo dijo para que no se le concediera. Esto, como veis, no es una historia de héroes ni de víctimas. Tuve la suerte de convivir en ese despacho 321 de la Complutense con Agustín durante unos cuantos años. Sufrí los millones de llamadas telefónicas preguntando por él, sufrí sus visitas de acólitos y de personas inclasificables, como el pintor que había conocido Agustín durante su estancia parisina, y que venía a vender cuadros y dibujos. Conmigo siempre, siempre, fue amable y hasta cariñoso, y más de una vez aprendí de sus observaciones y enseñanzas esporádicamente. Quizá lo peor de García Calvo era el mito de García Calvo, que le perseguía como un fantasma. Ahora recuerdo que la última llamada telefónica que recibí en el despacho 321 fue la del actor José Luis Gómez. Acababan de dar a Agustín el premio nacional de teatro. La última vez que vi a García Calvo fue en la Plaza de España. Era de noche e iba cabizbajo, con el pelo recogido en una coleta, y no me atreví a sacarlo de su ensimismamiento. Me pareció pequeño, insignificante, en comparación al gigante que creía ver cuando impartía alguna de sus inclasificables conferencias. Agustín fue perdiendo poco a poco su estrella, que duró más o menos hasta los años noventa del siglo XX. En EL PAÍS escribió un artículo contra las feministas que le valió el ostracismo del diario progre. Tampoco sé si lo expulsaron del diario por haber escrito este artículo "incorrecto" o si lo escribió para que lo expulsaran. En sus años dorados, cuando Leguina presidía la comunidad de Madrid, compuso un anti-himno con música de Pablo Sorozábal. Ya no vive Agustín, pero sigo viéndolo desde mis irreales sueños recitando los versos más hermosos de Virgilio y trato de olvidar tristes realidades. Descanse en paz, maestro. FRANCISCO GARCÍA JURADO