viernes, 25 de julio de 2008

PLACAS ILUSTRES Y TURISMO VII: LATINES EN CHINA



No creo que muchos turistas españoles –y no sé si esto es aplicable al resto de los europeos, aunque imagino que también- visitarán una librería cuando viajen a China. ¿Para qué –pueden pensar- si no entienden nada de lo que dicen los libros que allí venden? A pesar de este inconveniente, nosotros no pudimos resistirnos, sobre todo cuando pudimos apreciar, en una de las librerías del aeropuerto de Beijing, qué hermosos podían ser algunos libros editados en esa lengua críptica, pero tan plástica en su caligrafía. Ya habíamos hecho visitas a librerías en Moscú, y no creo que dejemos de hacerlo a medida que vayamos descubriendo nuevos mundos (las últimas visitadas han sido las magníficas de la Plaza de Wenceslao, en Praga). Nos gusta apreciar la diversidad a partir de algo que nos es reconocible y grato, y ésta fue ya una razón suficiente para que entráramos en una gran librería de la ciudad de Hanzhou, cerca de Shanghai, al caer la interminable tarde china. La librería estaba repleta de personas, a pesar de ser una hora ya avanzada del día, y eso nos hizo pensar que en China siempre hay mucha gente en todas partes. De manera diferente a lo que nos ocurrió en Moscú, donde teníamos que guiarnos por el alfabeto cirílico, en esta librería había subtítulos en lengua inglesa que nos guiaban más fácilmente. Y ahí surgió una pequeña sorpresa. A lo lejos, dentro de la sección de literatura, encontré una recia estantería donde figuraba el contundente rótulo de “Classics”. ¿Qué habrá allí?, pensé. Se trataría, casi sin duda, de autores antiguos, pero de los autores antiguos nacidos a este otro lado del mundo. Mi sospecha se confirmó. Entre otros libros inmortales, estaba, por ejemplo, El viaje al Oeste, libro al que más de un guía chino aludió durante nuestro periplo, en especial cuando llegamos al templo del Buda de Jade, en Shanghai. De todas formas, algo imperceptible me conmovió ante esta experiencia de haber descubierto juntos, en una pared, a los clásicos chinos. Era, precisamente, que se les llamara “clásicos”, que no es otra cosa que una denominación puramente occidental para referirse a los que entendemos que son nuestros autores más importantes, nuestros autores fundamentales, los que nunca dejan de leerse. Un autor latino del siglo II de nuestra era, Aulo Gelio, llamó así a los que él consideraba los mejores autores, es decir, aquellos que escribían con mayor corrección. Era casi una broma, pues los “clásicos” no son otros que los autores que, como los ciudadanos de posición más elevada, pertenecen a la primera clase, al círculo más distinguido de su particular república, la literaria. Luego, unos catorce siglos más tarde, esta denominación esporádica se convirtió en una importante categoría literaria durante el humanismo. El concepto de “clásico”, así formulado, es occidental, y estoy seguro de que su equivalente chino de “maestros” presenta diferencias esenciales. De todas formas, me sorprendió y emocionó ver tan lejos de mi cultura europea el uso de un concepto a todas luces importado. Allí estaba, sobre aquellos anaqueles, el nombre que mi querido Aulo Gelio había dado a los mejores autores de su literatura, ahora aplicado a unos escritores que el latino jamás pudo conocer. Pensamos a menudo que Occidente está en los rascacielos, en el modo de vida más estruendoso, y no alcanzamos a ver que lo mejor de nosotros apenas se ve, pues pertenece al mundo de las ideas y de la cultura. China es famosa por haber inventado la pólvora o el papel, pero nosotros hemos inventado la categoría de “clásico”, hemos inventado la historia como razón primordial de nuestros saberes, o conceptos tan articulados como el de democracia o división de poderes. La imponente colección de arte que atesora el museo de Shanghai, perfectamente ordenada por tipos de manifestación (caligrafía, pintura, sellos, jade...) y períodos no habría sido posible si Winckelmann no hubiera inventado la historia del arte.

El concepto de clásico se escribió por primera vez en latín, una lengua sabia, como la llamaban los franceses cultos en el siglo XVIII al mismo tiempo que la relegaban al rincón de las cosas pasadas. No por ello aflora de vez en cuando donde menos lo esperamos, como en la graduación que nos da nuestro oculista o en un cartel botánico. Qué curioso es el cartel que puede verse a la derecha. Es latín, sí, donde la "u" se ha confundido con la "n", pero latín, en definitiva. Ese "Pinus Tabulaeformis" está junto a un trecho de la misma muralla china, a las afueras de Beijing.


Francisco García Jurado


H.L.G.E.

jueves, 24 de julio de 2008

PLACAS ILUSTRES Y TURISMO VI: T.S. ELIOT EN LONDRES


Algunas veces creemos haber perdido el interés por los libros, por las cosas que, en definitiva, nos hacen sentir más felices. Estas formas de hastío eran comunes, por ejemplo, en los poetas decadentes. No siempre es fácil vivir, ciertas circunstancias nos vuelven algo más insensibles, pero afortunadamente pasan.

El verano de 2003 fuimos María José y yo a Londres. Eran días calurosos y secos que nos permitieron ver una capital británica muy alejada de los tópicos de la niebla y las novelas detectivescas. Londres brillaba como una ciudad mediterránea. Hyde Park tenía un color propio del otoño, y los turistas se bañaban en las fuentes de Trafalgar Square.

Habia pasado mucho tiempo deseando ir a Londres y sus alrededores. Era uno más de mis viajes soñados (como los que ahora comienza a hacer mi hijo Javier con su imaginación; él, tan materialista, preferiría pasar al viaje real directamente). Pero al llegar allí, quizá por efecto del calor, me sacudió cierta indiferencia por las cosas que había que ver y que sentir. Confesé a María José que creía haber perdido el interés por los libros, que ya no iba a ser lo mismo a partir de ese momento. Ella no me hizo demasiado caso, pero guardó aquella confesión para un día más tarde.

El caso es que, paseando cerca de Hyde Park, creo que no muy lejos de Oxford Street, dimos con un puesto de libros de segunda mano. Mi reacción, acorde con mi recién estrenado y anodino estado de ánimo, fue echar un vistazo un tanto indiferente. Pero cuando ya dejaba atrás el puesto noto que camino solo. Miro atrás y encuentro a María José que sostiene en su mano, desafiante, un volumen antiguo. Eran los Selected Essays de T.S. Eliot, y no cualquier edición, sino la tercera, la más completa de todas, al escaso precio de cinco libras. Es un libro de 1951, de un momento todavía próspero para los estudios literarios, y se trataba de un libro publicado por la Faber and Faber, la mítica editorial que dirigió el propio Eliot, y cuya sede estaba en el número 24 de Russell Square. Aquel libro que yo no había encontrado estaba destinado a devolverme el interés por las cosas de siempre. Ya por la tarde, sobre una bonita pradera, mientras María José iba a visitar la catedral metodista, me adentré en la lectura del libro, escrito en un inglés privilegiado. El tema de los clásicos, o la cuestión sobre el talento individual y la tradición son tratados en este libro ejemplar, además de estudiar a algunos poetas inmortales. Supongo que leer a T.S. Eliot en Londres es algo así como tomarse una buena cerveza en un bar de Praga, o una pinta en un Pub de Londres (como hicimos muy cerca de donde había vivido Charles Dickens).

Una vez más, me había equivocado de cabo a rabo. Mi interés y entusiasmo estaba intacto, y quien lo puso a prueba sabía perfectamente que aquellas infelices impresiones no eran más que un mal espejismo. De aquella primera lectura en Londres ya salió la idea de lo que sería un artículo comprometido: La educación clásica y el fin de la cultura europea: Mann, Eliot y Borges . Está ahora accesible en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, y lleva una emotiva dedicatoria a quien "supo encontrar" la magnífica edición de Eliot.

Dado que en la portada del libro venía la dirección de la editorial en 1951, quise visitar, una vez en el mítico barrio de Bloomsbury, el lugar concreto. Allí hay una placa que lo recuerda y allí me hice la foto que veis al comienzo de este blog, y que sirvió de contraportada a mi libro El arte de leer. El edificio se encuentra en una esquina de la plaza (tristemente célebre hace un tiempo por los atentados terroristas de Londres), y fue un privilegio no haber estado simplemente en ella, sino haberla vivido y sentido.


Francisco García Jurado

H.L.G.E.

martes, 22 de julio de 2008

PEQUEÑO INTERMEDIO: MAITE Y EL CURSO DE VITORIA


Quería hacer un pequeño intermedio en la serie dedicada a Placas y Turismo para referirme a un pequeño-gran acontecimiento que tuvo lugar entre los diás 6 y 7 de mayo de 2008. Me refiero al curso que Maite Muñoz, Elena Redondo y Guadalupe Lopetegi organizaron en Vitoria con el sugerente título de "Antiguos y modernos". No ha sido un curso cualquiera, durará para siempre en mi corazón.
Un nuevo paradigma aflora, cada vez más decidido, a la hora de adentrarse en las literaturas antiguas. Es necesario, sobre todo, sacarlas de su clausura (en la que encerraron a tales literaturas los estudiosos del siglo XIX, desnaturalizándolas) y buscar lo que podemos llamar "epistemologias transversales", que nos permitan comprender mejor las cosas de siempre con nuevos argumentos, con miradas imaginativas. Lo que ensayé yo mismo con Aulo Gelio, explicado desde la perspectivas de lectores privilegiados del siglo XX como Bioy Casares, Cortázar o Borges, puede ser un ejemplo, si no bueno, al menos digno de lo que digo. Ya está causando sus primeros efectos.
En todo caso, durante este curso, tuve la sensación, nada común, de que algo estaba al fin cambiando en el panorama de nuestros estudios.
Los días de Vitoria tuvieron, además, un envidiable componente humano. Maite está más allá de los comunes usos académicos, de la distancia y la frialdad, de la tercera persona. La conozco ya desde hace tiempo, por nuestras afinidades personales y de estudios, pues ella se ha dedicado a analizar las lecturas que de los clásicos hizo la admirable Virginia Woolf. No puedo dejar de situar a Maite en el barrio de Bloomsbury, en esas calles blancas y grises que hacen intuir el Museo Británico un poco más allá de una esquina. Ella misma tiene mucho de británica, de lo mejor de esta cultura.
El curso supuso en mí, por aquellos días duros (debido a otras circunstancias) un oasis y, más que nada, una lección de lo que sin ambages quiero llamar "humanidad académica". Gracias, Maite.
Francisco García Jurado
H.L.G.E.

PLACAS ILUSTRES Y TURISMO V: LHOMOND EN PARÍS



Y yo me pregunto: ¿qué rótulo puede ser más ilustre que éste que aquí veis, pura exaltación latina del vino? Mi primer bourdeos lo tomé en París, en un restaurante francés a la orilla del Sena, recomendado por la Guía del Trotamundos. Pero no voy a hablar de eso. Lo que me interesa hoy es esta tienda de vinos que está en el Barrio Latino, en una de sus calles más famosas, La llamada Calle de la Montaña de Santa Genoveva. Fue aquel lugar donde los estudiantes no se distinguían en nada de los goliardos, e hicieron allí durante la Edad Media su reino y señorío. Es el París de Villón y de Abelardo. La calle conserva aún, en alguno de sus rincones, el encanto medieval, pero hoy no es más una cuesta que nos lleva nada menos que hasta el magnífico Panteón. Dice Ernst Robert Curtius que en el siglo XIX el barrio universitario de París todavía dejaba percibir su aroma latino. No en vano, un sabio profesor llamado Lhomond escribió por aquel entonces un pequeño libro que llegó a ser de lectura obligada en la enseñanza del latín. Su titulo, que tanto recuerda al historiador Cornelio Nepote, es DE VIRIS ILLUSTRIBVS VRBIS ROMAE, y todavía es relativamente fácil encontrarlo en librerías de viejo (hay en mi biblioteca una edición de 1891).

Sin sentirme una persona corporativa, a veces siento pena al ver qué pocas ocasiones de gozo intelectual brinda ya el latín a los estudiantes de ahora. Este libro de Lhomond, extractado, fue una de mis primeras lecturas en la lengua de Virgilio, y me sirvió de llave, como a los viejos humanistas, para conocer un mundo nuevo.


En todo caso, cerca de esta Montaña de Santa Genoveva hay otra calle dedicada Lhomond, el autor de DE VIRIS ILLVSTRIBVS, y ya veis que en la propia calle de que os hablo alguien ha tenido la humorada de llamar a su enoteca DE VINIS ILLVSTRIBVS, en un latín perfecto (no como esos restaurantes que ahora afloran junto al Carrefour y que se llaman NOSTRUS).

Celebremos con una buena copa de vino a nuestros amigos franceses, el latinista Lhomond, el sabio Montaigne (ante quien oré en la Rue des Écoles) y el poeta Ausonio.
Francisco García Jurado
H.L.G.E.

domingo, 20 de julio de 2008

PLACAS ILUSTRES Y TURISMO IV: LESSING EN BERLÍN

Si digo que Berlín es un ciudad convulsa apenas digo nada original. Es una ciudad donde la historia se percibe a flor de piel, donde el feísmo de ciertas estéticas modernas ha creado un espacio natural, y donde conviven diferentes formas de ver la cultura, a menudo antagónicas. No os resultará extraño si os digo que mi Berlín preferido es el que me evoca otros tiempos, en particular el paso del siglo XVIII al XIX. Allí está todo, desde que comenzamos nuestro paseo por la Puerta de Brandemburgo y nos damos cuenta de que podríamos estar ante los propíleos de la Acrópolis de Atenas. El paseo por la avenida Unter den Linden es una verdadera delicia. Hace muchos años, en un catálogo de la entonces casi extinta RDA, pude ver por vez primera unas fotografías impresionantes de Berlín Este, y desde entonces soñé y soñé hasta hacer real ese paseo, desde la citada puerta hasta la misma Isla de los Museos.

Pero hoy voy a centrar mi interés en una cuestión de detalle que será, como viene siendo costumbre durante el mes que transcurre, una placa conmemorativa. Tenemos que irnos ahora al Barrio de San Nicolás. Se trata de un barrio reconstruido en los años 80 del siglo XX a la manera de lo que pudo ser el viejo Berlín. La reconstrucción de las ciudades alemanas tras la II Guerra Mundial es una cuestión harto discutible. Se creó una dialéctica entre lo viejo y lo nuevo, se crearon grandes espacios dentro de las ciudades antiguas que terminaron, naturalmente, con el viejo encanto de los centros históricos. No obstante, una pequeña parte de la vieja almendra del casco histórico de Berlín, el que no era de época prusiana, quedó reconstruido (imagino que por interés turístico) tal como figuraba en los viejos grabados. A pesar de ello, cabe ver una interesante peculiaridad en las supuestas casas antiguas: están hechas de materiales prefrabricados. Aún así, supone un gran placer pasear por las callecillas de San Nicolás y acercarse hasta el río para ver, desde la orilla, la catedral de Berlín. Es la foto quizá más turística de la ciudad.

Paseando por estas calles tuvimos ocasión de encontrar la placa que aparece en la foto que abre este blog, y que hay que agrandar si queremos distinguir el nombre que en ella figura. Se trata del pensador del siglo XVIII Gottfried Ephraim Lessing, figura clave, frente a Winckelmann, para saber cómo podría haber sido la Historia del Arte Griego si no se hubieran impuesto finalmente las ideas de este segundo. Lessing escribió, además de alguna obra fundamental de ficción, un libro siempre joven titulado "Laocooonte, o sobre los límites en la pintura y la poesía". En él podemos asistir a la reflexión profunda sobre la naturaleza de la representación visual o escrita. Compara genialmente el episodio de Laocoonte, tal como lo narra y describe Virgilio, con la famosa representación escultórica. La secuencialidad, tan sencilla de exponer mediante el lenguaje, debe encontrar sus propios recursos expresivos al ser presentada de una manera sinóptica. Se trata de un libro concebido para el futuro. Saussure lo tuvo en cuenta, de hecho, cuando habló sobre el carácter lineal del signo lingüístico. Como antes decía, la Historia del Arte Griego habría sido diferente, de hecho, si la concepción dinámica de Lessing hubiera imperado sobre el concepto academicista de Winckelmann, padre de la forma de hacer historiografía más aceptada al cabo de los siglos.
Como tantas veces, el paseo por un lugar ajeno se pobló, de repente, de gratos recuerdos, de emociones imprevistas. Este tipo de reflexiones me devuelve, por unos instantes, a mi condición de estudioso, y me hace olvidar por un rato que no soy más que un mero turista en un lugar ajeno y remoto. Me alegra saber que esa placa berlinesa, dentro de un barrio reconstruido, reinventado, llevará para siempre algo de mí, pues es mi lugar favorito de la gran capital alemana.

Francisco García Jurado

H.L.G.E.