Me acuerdo todavía de aquel político mexicano que, más allá de la Biblia, no era capaz de citar los otros dos supuestos libros que más habían influido en su persona. Naturalmente, tal como son hoy los tiempos, si te dedicas a “cosas útiles”, como la política, no puedes perder el tiempo leyendo e instruyéndote. A quienes nos hemos quedado un tanto en la trastienda de la Historia sí nos ha dado tiempo, sin embargo, a leer algunos libros, especialmente buenos, y esta es la breve historia, que vengo meditando desde hace tiempo, acerca de cuáles son los tres autores (que no libros) que más han contribuido a perfilar lo que ahora soy. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
Aunque la respuesta no parecía fácil, pues hay que elegir tres y sólo tres autores, mis conclusiones han sido claras y, ante todo, honestas. Un autor antiguo, romano para más señas, otro renacentista, originario de Burdeos, y un argentino del siglo XX son, lo sé, los autores con los que más me he identificado a lo largo de mis últimos veinte años. A Aulo Gelio, a Michel de Montaigne y a Jorge Luis Borges les debo el placer ya no tanto de la lectura, sino de la relectura ociosa y de estar sintiendo que cuando los leo aparecen en sus páginas las páginas de otros tantos autores. A Gelio le dediqué una personal antología en Alianza Editorial, a Montaigne le acabo de dedicar un artículo acerca de la peculiar lectura que hace del mismo Gelio (se publicará en Nápoles, en la revista Atene e Roma), y a Borges le he dedicado también un libro, el que se tituló “Borges, autor de la Eneida”. Asimismo, los tres autores han merecido paseos inolvidables por algunos lugares del mundo: Gelio me vino a la memoria en Atenas, cerca del Partenón, cuando vi el Odeón que mandó construir su amigo y maestro Herodes Ático. Montaigne sirvió de perfecta excusa para pasar unos días en Burdeos, donde pudimos entender algunas cosas sobre la relación del autor con su ciudad. En particular, me emocionó encontrar el lugar donde vivió Etienne de la Boétie (en la fotografía), el gran amigo de Montaigne a quien está consagrada la imaginaria conversación que son, en definitiva, sus ensayos. Seguir hablando con los amigos que marcharon, algunos para siempre, supone un desafío tal al tiempo que me hace pensar en cómo la vida es apenas una anécdota comparada con nuestro sentimiento. Borges supuso ya hace muchos años un paseo casi efímero por Buenos Aires, de tránsito entre Tucumán y Madrid, pero Borges también es un paseo indeleble por Harvard, o por la postrera Ginebra, donde intuí que la tristeza podía tener un color indeterminado, parecido al de los recuerdos de infancia. Asimismo, otros lugares menos motivados, más circunstanciales, han terminado igualmente estando unidos a mis autores, como Berlín, ligado a los días felices en que traducía a Gelio, o la misma China, en cuya ciudad de Hanzhou, cerca de Shanghai, pude leer la palabra “Classics” dentro de una librería, lo que me llevó al recuerdo de “classicus” usado por Gelio para referirse a los mejores autores. También he pensado en Montaigne y su defensa de la libertad de conciencia en lugares donde el respeto a los demás brilla por su ausencia (lugares muy lejanos y muy cercanos, a su vez), o he recordado la lenta mano que acaricia la seda de oriente, una mano virgiliana que sólo Borges pudo soñar, en pasajes ásperos y remotos del norte de la India o en plena ruta de la seda, cerca de la mítica Bujara. Gelio, Montaigne, Borges. Sólo con pronunciarlos entro en un mundo de palabras y ensueños, de gratos recuerdos, de clases universitarias perdidas ya en la sucesión ciega de los cursos académicos, y veo cifrada mi biografía más personal e inconfesable entre sus páginas. FRANCISCO GARCÍA JURADO
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