domingo, 23 de agosto de 2009

LAS BORROSAS FRONTERAS ENTRE LA ORALIDAD Y LA ESCRITURA


Hay asuntos que a simple vista parecen sencillos, pero que en realidad no lo son. Parece evidente, a simple vista, que hay una nítida diferencia entre aquello que está escrito y aquello que no lo está, pero no es así. Es por ello por lo que, siempre que puedo, intento enseñar a mis alumnos de la Complutense a mirar "a través de las rendijas del saber", y a darle vueltas a las cosas. Sé que las personas que asisten a mis clases no son todas iguales, ni en formación ni en intereses, pero también soy consciente de que han te de tener, al menos, el mismo derecho a sentir la comezón de la curiosidad ante asuntos aparentemente sabidos. Si tomamos el tema que hoy propongo, lo oral y lo escrito, mi interés no está tanto en una definición positiva de ambos hechos, sino en ver cuál es la naturaleza compleja de la relación entre ambas situaciones. Un texto escrito puede contener aspectos orales, como cuando refleja, por ejemplo, una conversación. Por contra, una alocución oral puede estar cargada de "escritura" si, por ejemplo, una persona lee simplemente en voz alta un texto previamente escrito. Recordemos, en este sentido, cuántas conferencias soporíferas hemos tenido que soportar cuando quien habla se limita a sacar unas cuartillas y a leerlas (más valdría que las hubiera repartido antes y nos hubiera dejado irnos a casa). La cuestión es transcendente cuando nos vamos a la Antigüedad y asistimos al nacimiento de las funciones simbólicas de la escritura. En su ameno e intenso libro titulado "La invención de la literatura", Florence Dupont propone que la oralidad y la escritura en la antigua Grecia presentan una naturaleza simbólica distinta, de acuerdo con la cual cada una se destina a diferentes usos:

(…) la historia de los signos gráficos no es la de una técnica, sino la de los diferentes papeles que cada civilización ha podido decidir confiar a una memoria objetivada en inscripciones de naturalezas distintas. Por ejemplo, las tablillas descubiertas en Creta o en Pilos, archivos de los almaceneros reales, no son los ancestros balbucientes de las leyes o de los poemas de Solón (…). De manera global, la cultura griega poshomérica es tan oral como la de la Grecia homérica, y, al propio tiempo, escrita, aunque ambas lo sean de forma distinta. Hay que ir mirando caso por caso, dado que hay escrituras y oralidades, multiplicidad que se corresponde con funciones simbólicas distintas. Baste un ejemplo: no podríamos confundir la escritura-transcripción, que sirve para hacer hablar a las cosas mudas, a los objetos, a los muertos, al pueblo, con la escritura-inscripción, que sirve para registrar palabras vivas y conservarlas.[1]



Me interesa sobre todo esta segunda modalidad, la de la “escritura-inscripción”, destinada a preservar la “palabra viva”, pues este hecho es, cuanto menos, cuestionable desde la perspectiva del mito platónico de Theuth (Fedro 274b-275e y Filebo 18b-d)[2]. Según este mito, la palabra “muere” cuando queda inscrita, es decir, una vez pierde su frescura como medio de intercambio oral. Frente a lo que podría creerse, esta palabra escrita no sirve como remedio contra el olvido, pues queda almacenada en un lugar ajeno a nuestra memoria. El salto cualitativo que se produce de los tiempos de Platón a los de Aristóteles es el que supone el paso de una mayor complicidad de lo oral con lo el medio escrito. El menosprecio que siente Platón por la palabra escrita como “palabra muerta” comienza a sentirse a partir de él como un mal menor frente al peligro de la pérdida del conocimiento si éste sólo se confía a la tradición oral. De esta forma, el mismo Platón rinde homenaje a su maestro Sócrates mediante el mito de la escritura como falso remedio contra el olvido, pero intenta plasmar por escrito la palabra de su maestro.


[1] F. Dupont, La invención de la literatura, Madrid, Debate, 2001, pp. 9-10 y 12.
[2] Los pasajes donde Theuth aparece como inventor de la escritura han suscitado el interés de autores como J. Derrida (“La pharmacie de Platon”, en La dissémination, Paris, 1972, pp.69-197), E. Lledó (El surco del tiempo. Meditaciones sobre el mito platónico de la escritura y la memoria, Barcelona, Crítica, 19922; El silencio de la escritura, Madrid, Espasa Calpe, 19982), o L. Gil (“Divagaciones en torno al mito de Theuth y de Thamus” en Transmisión mítica, Barcelona, Planeta, 1975, pp.100-120 y La palabra y su imagen. La valoración de la obra escrita en la Antigüedad, Madrid, Universidad Complutense, 1995).




Francisco García Jurado


H.L.G.E.

1 comentario:

Iacomus dijo...

Esta diferenciación oral-escrito perduró muchísimo tiempo en poesía. Creo que, por lo menos, no fue hasta los tiempos de Auden (años 40), o de Gil de Biedma aquí en España, que se recuperó realmente el discurso oral como forma de expresión válida en la lírica.

P.S.: Como filólogo, daría un brazo por poder conservar más textos escritos en latín y griego que reproduzcan la forma en que se expresaba la gente realmente ( el Satiricón me sirve un poco de consuelo, pero aun así...).

Saludos,
Jaume