sábado, 11 de octubre de 2008

HUMANISTAS Y HUMANIDAD


Cuando en abril de 2007 acudimos a París para visitar la exposiciónde Praxiteles en el Museo del Louvre me llevé la grata sorpresa de encontrar un texto de Aulo Gelio precisamente en el prinel gran panel explicativo de la exposición. Gelio hablaba, claro está, sobre el escultor griego, a propósito de la palabra Humanitas. Como es frecuente que al comenzar el curso académico recurra a esta palabra en mis clases de introducción, y como sé que algunos de mis alumnos entra en el blog, he creído conveniente colocar aquí lo que cuenta el propio Aulo Gelio sobre la palabra y, al mismo tiempo, acompañar este texto con las apostillas que yo mismo hago en nota a pie de página al respecto dentro de mi traducción de Gelio en Alianza Editorial. Este es el texto de Gelio:


"Humanitas no significa lo que vulgarmente se entiende, sino que sólo utilizan la palabra con propiedad los que hablan de manera pura (Noches Áticas 13, 17)


Aquellos que crearon la lengua latina y quienes la han usado con propiedad no quisieron que humanitas fuera aquello que vulgarmente creemos y que entre los griegos se llama “filantropía”, con el significado de cierta virtud que conlleva la benevolencia hacia los hombres. Muy al contrario, aquellos llamaron humanitas prácticamente a lo que los griegos denominan paideia, es decir, lo que en nuestra lengua se refiere a la formación e instrucción en las artes liberales. Quienes sienten franco interés y deseo por tales disciplinas, éstos son propiamente los más humanistas. El cultivo y aprendizaje de estas disciplinas recibió el nombre de humanitas porque de entre todos los seres vivos tan sólo le fue dada a los humanos.
Así las cosas, casi todos los libros testimonian que los antiguos ya hicieron uso de esta palabra y, en especial, Marco Varrón y Marco Tulio Cicerón. Basta, pues, con ofrecer entretanto un solo ejemplo. Por ello, puse las palabras de Varrón tomadas del libro primero Sobre las cosas humanas, cuyo comienzo es el siguiente: “Praxiteles, quien a causa de su excepcional talento artístico no es desconocido para nadie que sea un poco humanista.” El término “humanista” no se refiere, como se dice vulgarmente, a una persona afable y benévola, incluso aunque sea lega en cuestiones literarias –no sería congruente con el texto citado-, sino a un individuo suficientemente leído e instruido como para conocer, gracias a los libros y a la historia, la importancia de Praxiteles. "


No viene mal ahora que recordemos algo sobre la tradición cultural del término:


Leonardo Bruni adapta en el primer humanismo un hallazgo léxico debido a Cicerón y recogido por Aulo Gelio: el término humanitas. El término, como si hubiera preludiado el Renacimiento, está concebido precisamente a la medida del ser humano. Cicerón expresa perfectamente el carácter de superación humana que encierran los studia humanitatis ac litterarum: “En efecto, si desde mi juventud y gracias a las enseñanzas de muchas personas y a muchas lecturas yo no me hubiera convencido de que en la vida ninguna otra cosa debemos buscar con ahínco sino la gloria y el honor y que para alcanzarlos debemos despreciar todos los sufrimientos corporales, los peligros de muerte y los destierros, nunca me hubiera enfrentado por vuestra seguridad a tantas y tan grandes batallas, a estos continuos asedios de hombres depravados. Pero todos los libros están llenos de buenos ejemplos, llenos de palabras de los sabios, llena toda la antigüedad; y todos ellos yacerían entre tinieblas si no existiera la luz de los libros. ¡Qué gran cantidad de modelos de hombres valerosísimos dignos no sólo de observar sino también de imitar nos han dejado representados en sus obras los escritores griegos y latinos! Al tener yo esos ejemplos siempre presentes en el ejercicio del gobierno del estado, modelaba mi carácter y mi inteligencia con la reflexión sobre esas excelentes personalidades.” (Cicerón, Discurso en defensa del poeta Arquías, 7, 14. Traducción de Antonio Espigares Pinilla).
De humanitas derivó el término “humanista” (“umanista”, en italiano, aparecido en 1490 en una de las Sátiras de Ariosto) y luego, ya a comienzos del siglo XIX, “humanismo”. No obstante, del Pro Archia de Cicerón a la Carta sobre el humanismo de Martin Heidegger ha habido una significativa evolución de la palabra: “En la época de la república romana se piensa, y se aspira a ella expresamente, por vez primera y bajo su nombre, la humanitas. El homo humanus se sitúa frente al homo barbarus. El homo humanus es aquí el romano, que eleva y ennoblece la virtus romana mediante la incorporación de la paidei/a tomada de los griegos. Los griegos son los griegos del helenismo, cuya cultura fue enseñada en las escuelas filosóficas. Esta cultura se refiere a la eruditio et institutio in bonas artes. La paidei/a así entendida fue traducida por “humanitas”. En Roma encontramos nosotros el primer humanismo. De ahí el que éste sea un fenómeno específicamente romano, surgido del encuentro de la romanidad con la cultura del helenismo. El llamado Renacimiento de los siglos XIV y XV en Italia es una renascentia romanitatis. Porque lo que importa es la romanitas, se trata de la humanitas, y por eso de la paidei/a griega (...). Pero si se entiende generalmente bajo “Humanismo” el esfuerzo porque el hombre sea libre para su humanidad y encuentre en ello su dignidad, entonces varía el humanismo según la concepción de la “libertad” y de la “naturaleza”. De igual manera se diferencia según los caminos de su realización. El humanismo de Marx no requiere una vuelta a la Antigüedad como tampoco el humanismo que Sartre concibe como existencialista.” (Martin Heidegger, Carta sobre el humanismo, Madrid, Taurus, 1970, pp. 15-16).

jueves, 9 de octubre de 2008

DIFERENTES VISIONES DE UN HUMANISTA: DIEGO GRACIÁN DE ALDERETE


Un trabajo en curso que preparo para un inminente congreso en la Universidad de Toulouse me está dando algunas preciosas enseñanzas metodológicas que me gustaría compartir.
Por razones técnicas que ahora no vienen al caso, tengo que disertar sobre las traducciones de Tucídides en España hasta el siglo XIX. Que Diego Gracián de Alderete es, por excelencia, y a pesar de sus numerosos errores de interpretación, el traductor que vertió los libros de Tucídides al castellano no es una cuestión nueva ni fácil de narrar de una manera original. Es por ello por lo que decicidí centrarme en una cuestión aparentemente accesoria, y dejar a un lado la edición del Tucídides de 1564 para centrarme en las reediciones siguientes, las del siglo XIX. Gracias a la labor de David Castro en nuestro grupo, en particular su estudio sobre la Biblioteca Clásica de Luis Navarro inspirada intelectualmente por Menéndez Pelayo, sabia que en 1889 se había vuelto a publicar este Tucídides. Lo que no sabía, y fue toda una sorpresa, fue saber que el Marqués de San Román, militar y bibliófilo que dejó un importante legado a la Academia de la Historia, también dio a la prensa los libros de Tucídides en 1882. He indagado, por tanto, en las razones culturales por las cuales durante aquel decenio de los años 80 se volvió a editar dos veces la obra del historiador griego en una versión hispana considerable como clásica, si bien plagada de errores.
En gran medida, mi decisión de centrarme en estas ediciones ha convertido una circunstancia en un argumento, pues, al mismo tiempo, he observado cómo también la propia vida de Gracián de Alderete se vuelve parte de diferentes relatos sobre el humanismo español. Dos polos cabría establecer, bien definidos: de un lado, el que encabeza Menéndez Pelayo con su estudio sobre los traductores españoles y, de otro, el representado por Marcel Bataillon en su libro ya clásico Erasmo en España. Tales obras ya no son sólo estudios, el tiempo las ha convertido en fuentes primarias para poder comprender las directrices ideológicas por las cuales se construye nuestra moderna idea de Renacimiento hispano. Mientras Menéndez Pelayo traza la figura de Gracián como representante singular de la tradición cultural hispana, en función de lo cual cree necesario volver a publicar su traducción de Tucídides, Marcel Bataillon convierte al humanista en exponente del erasmismo. Para Menéndez Pelayo o su discípulo Bonilla el erasmismo en España era algo así como una anécdota, pero para Bataillon se convierte en un argumento que nutre las numerosas páginas de su libro.
De esta forma, la propia biografía de Gracián presenta estas dos líneas interpretativas bien diferenciadas. Así pues, mientras el Tucídides de Gracián es para Menéndez Pelayo un exponente de una tradición hispana a la que hay que volver constantemente frente a las influencias foráneas, para Bataillon no es otra cosa que un representante de la historia "seria", frente a las novelas de caballería, algo que cabe encuadrar dentro de las corrientes erasmistas de pensamiento.
Estudiar, por lo demás, las características de cada una de las dos reediciones de Tucídides a finales del siglo XIX también ha sido una interesante experiencia. San Román edita, probablemente a partir de una edición propia de 1564, su Tucídides de 1882. Es un ejemplo de reedición apenas actualizada (incluso el historiador aparece como "Thucydides"). Sin embargo, la reedición de la Biblioteca Clásica es una edición modernizada, si bien no corrige los errores de traducción. En ambos caso sí hay una coincidencia significativa: la necesidad de volver a editar un monumento de la cultura española como ejemplo de la llamada "historia pragmática": militar en el primer caso y política en el segundo.

Repito, pues, que mi estudio intenta convertir ciertas circunstancias (las corrientes interpretativas de la vida de Gracián o las reediciones del XIX) en argumentos.


Francisco García Jurado

H.L.G.E.

martes, 7 de octubre de 2008

LECCIONES "LIBERALES" SOBRE LOS HUMANISTAS DEL RENACIMIENTO


Uno de los grandes retos que contempla nuestro grupo de investigación UCM es el de la construcción de la idea de Renacimiento en España. El empeño de esta construcción se fue configurando más de un siglo después de que ese Renacimiento tocara a su fin y antes incluso de que tuviera el nombre por el que ahora lo conocemos. Pienso en Gregorio Mayáns y sus afanes de recuperación del pasado patrio. De la Ilustración heredamos la valoración del Renacimiento como un período áureo. Para unos historiadores, como Michelet, no es más que el período en el que comienza a gestarse el ascenso imparable hasta la propioa Ilustración, según otros, como Burckhardt, un paradigma en sí mismo, un pequeño mundo. Sea como fuere, en la configuración de ese Renacimiento ideal confluyen otos aspectos, como el nacimiento del mundo moderno o la propagación del protestantismo. En España tuvimos a unos de los más activos divulgadores de las nuevas ideas historiográficas en mi admirado Alfredo Adolfo Camús. Sus conferencias en el Ateneo de Madrid tuvieron que ser decisivas, si bien de ellas no conservamos más que documentación indirecta. Cuando tenga recopilados suficientes documentos emprenderé la labor de recontruir el contenido de tales conferencias. Precisamente, lo que hoy voy a hacer es presentar un documento periodístico muy interesante al respecto:


"La discusión (20 de noviembre de 1863)

Nuestro querido amigo el Sr. D. Alfredo Adolfo Camús, doctísimo humanista, comenzará el lunes 23 del corriente, en el Ateneo, a dar una serie de lecciones sobre los latinistas del Renacimiento. El objeto de estas lecciones no es tan sólo hablar de los hombres eminentes, que florecieron en aquel gran despertar del profundo letargo de la Edad Media; el docto profesor de literatura clásica expondrá, sin duda, con la lucidez de su talento y su vasta erudición, la parte, que, a nuestra amada patria, cupo en la difícil y noble tarea de restaurar los estudios de la antigüedad clásica. A lado de los Scalígeros y Erasmos en Italia, destacarán los no menos célebres Nebrija, Sánchez de Brozas, Luis Vives, el gran maestro de Felipe II, en unión de otros ilustres varones que dieron a España un lugar tan distinguido entre los que cultivaron en aquellas época los difíciles estudios clásicos.
Sabida es la justa reputación que goza el señor Camús, como profundo conocedor de la literatura clásica, por lo cual tendrá la juventud que acude al Ateneo, el gusto de oír los grandes conceptos, los atinados juicios que con severo aticismo, saber hacer el señor Camús y que admiran cuantos aman de todas veras el progreso de los escabrosos y útiles estudios clásicos.
Reciba, pues, el docto profesor nuestra enhorabuena por el laudable propósito de renovar, si no el mismo asunto, al menos el mismo género de provechosas tareas, que, de seguro, han de redundar en provecho de la juventud estudiosa, y han de aumentar, si esto fuera posible, la legítima reputación que ya goza el insigne profesor de la Universidad Central."


FRANCISCO GARCÍA JURADO

HLGE.

domingo, 5 de octubre de 2008

MIS VIDAS IMAGINARIAS DE MARCEL SCHWOB


No voy a comenzar contando aquello de que los lectores de Marcel Schwob configuramos una secta difusa que se reparte por el mundo. Una mutación de esa secta, no una secesión propiamente, se ha producido con el multitudinario Roberto Bolaño, que no dejaba de ser un gran lector de Schwob. Sobre este autor, mal llamado simbolista, bastante inclasificable y lector de Edgar Allan Poe, se asentó la poderosa sombra se Jorge Luis Borges, que lo eligió como precursor de su Historia Universal de la Infamia. Por muchas razones, cuando llegó a mis manos el libro de las Vidas imaginarias de Schwob en la mítica Biblioteca Personal Jorge Luis Borges ya no volví a ser jamás un lector sano.

Las vidas imaginarias de Schwob, en particular las basadas en textos latinos, tienen un inquietante aroma filológico. Séptima, la hechicera, nace de una tabella defixionis escrita en latín con caracteres griegos y de un pasaje de la Eneida; Lucrecio, poeta, es en sí mismo el germen del Aleph de Borges y toda una contrahistoria de la literatura latina oficial; Lesbia, matrona impúdica, se vuelve un cuento latino oscuro y febril; finalmente, Petronio, novelista, es una vuelta de tuerca a la estética simbolista que gira en torno a la literatura latina imperial. Tales personajes son reales, pero sus vidas no lo son tanto.

Cuando vi la película Roma, de Adolfo Aristarain, pude ser consciente de las precisas citas a Schwob que se hacen durante la etapa de formación literaria del protagonista. Se habla de la Cruzada de los niños, un libro iniciático y escalofriante, pero sobre todo se recrea una edición particular de las vidas imaginarias. Se trata de la edición publicada en Buenos Aires el año de 1944, por la editorial Emecé. Ya antes había llegado a Hispanoamérica, en concreto a México, la obra de Schwob, donde fue traducida por Rafael Cabrera en 1922. Borges tradujo algunas vidas de Schwob en los años 30, dentro de la Revista Multicolor de los Sábados. Pero la edición de 1944 constituye en particular un pequeño icono literario de esa translación del autor francés a otro siglo, el XX, y a otro continente, el americano, donde encontraría la inmortalidad. Fue Ricardo Baeza el traductor que unió para siempre su nombre al de Schwob.

Tuve ocasión, hace más o menos un par de años, de encontar en Madrid, en una librería de viejo cercana al Retiro, la mítica edición a un precio mínimo. En la librería sólo había una señora mayor, a quien su hijo había dejado por un rato al cargo del negocio. Era por la mañana, una mañana radiante, y la señora me contó que tenía un problema en los ojos. Tuve que ayudarla a buscar el libro entre los montones apilados junto al mostrador. Fue encontes cuando pude sentir en mis manos la tela editorial azul y ver el frontispicio con la imagen de Schwob que ahora podéis contemplar al comienzo de este texto. Partí de allí con un precioso fragmento de una historia oculta de la literatura.


Franciso García Jurado

H.L.G.E.

viernes, 3 de octubre de 2008

MENÉNDEZ PELAYO Y SU BIOGRAFÍA ACTUALIZADA


Voy a reproducir dos textos muy interesantes escritos sobre Menéndez Pelayo en agosto del año 2002. Curiosamente, han pasado ya seis años desde ese momento, y quedan otros seis para que se celebre el centenario de la muerte del polígrafo santanderino. Por lo demás, sobre él se siguen proyectando las sombras de los vendavales políticos, lo que no deja de ser un síntoma de vitalidad. Por cierto, me está gustando el libro que acaba de enviarme la Sociedad Menéndez Pelayo: me refiero a los Tres estudios bio-bibliográficos sobre Menéndez Pelayo (Santander, 2008), pulcramente editado y con una actualizada biografía a cargo de don Benido Maradiaga, ilustre y sabio santanderino. Es toda una invitación a contextualizar a Menéndez Pelayo en su contexto histórico (qué bien nos vendría que esto pasara con algunos ideólogos de su época que aún hoy siguen teniendo una nefasta vigencia)
Francisco García Jurado
H.L.G.E.

ABC 1 de agosto de 2002

Opinión

Menéndez Pelayo
Por JULIÁN MARÍAS. de la Real Academia Española
ACABO de hablar de don Marcelino Menéndez Pelayo en su Santander, en la Universidad Internacional que lleva su nombre. No está incluido en el admirable «espesor del presente» que caracteriza a la cultura española, que hace posible que autores muertos hace ya muchos años sigan plenamente vivos, sean leídos, no solamente estudiados, susciten admiración, repulsa, discusión.
Menéndez Pelayo no está presente. Nació en 1856, murió en 1912: una vida breve hasta en su tiempo, aprovechada con fantástica actividad. Creo que se explica esa ausencia de Menéndez Pelayo en el repertorio de aquello que pervive, con lo que, queramos o no, contamos siempre.
Algunas excelencias de su figura explican este resultado. Fue enormemente precoz. Lector insaciable, descubridor y devorador de libros, había acumulado un inmenso saber, una maduración impropia de sus años. Es sabido que hubo que modificar la ley para que pudiera ser catedrático de Universidad al filo de los veinte años. En ese tiempo publicó dos grandes libros llenos de erudición, de conocimientos nuevos e improbables: «Historia de los heterodoxos españoles» y «La ciencia española». Rebosaban saber y entusiasmo, irrefrenable adhesión por lo que había sido la España que se veía como tradicional. Había un punto de exageración al mezclar con lo egregio lo que era simplemente normal y aceptable.
Esto sucedía hacia 1876, año en que se fundó la benemérita y valiosa Institución Libre de Enseñanza, que tenía otro signo, también estimable, tal vez innecesariamente polémico. En esos medios, entre los llamados krausistas, surgieron innecesarias polémicas con la obra de Menéndez Pelayo. El espíritu crítico, tan necesario, tan valioso, lleva dentro la amenaza del negativismo. A Menéndez Pelayo lo sacaba de quicio el que, en nombre del progreso, se negara casi todo lo que se había hecho en España durante largo tiempo, sin conocer apenas los libros que don Marcelino había devorado desde la primera juventud. Esto hizo que la figura de Menéndez Pelayo quedara consignada a una posición que no fue realmente la suya.
A medida que fue madurando se fue abriendo; su horizonte fue muy amplio, su curiosidad creció, su tolerancia también. En su mocedad había hablado desdeñosamente de las «nieblas germánicas»; en su importantísimo libro «Historia de las ideas estéticas en España» habla sobre todo de autores alemanes.
Sus estudios posteriores son abrumadores por su cantidad y conocimiento, también enriquecedores e iluminadores. Lope de Vega y Calderón, la poesía hispanoamericana, todos los entresijos de la literatura española y su proyección al otro lado del Atlántico, todo eso fue conocido, historiado fervorosamente por Menéndez Pelayo. Fue la gran figura intelectual de la Restauración, con enorme prestigio institucional, en la cátedra, en la Real Academia Española, en la dirección de la Biblioteca Nacional. Quizá todo eso hizo olvidar un poco que era ante todo un escritor. Lector y escritor, eso fue toda su vida Menéndez Pelayo. Por las razones que he apuntado quedaba adscrito a una interpretación parcial, yo diría un poco lejana y no muy inmediata, de su figura y su obra.
Muy poco después de la guerra civil, Pedro Laín Entralgo publicó un inteligente estudio sobre Menéndez Pelayo, a la vez que aparecía mi libro «Miguel de Unamuno», al que costó un año encontrar editor, porque en aquel momento era fácil publicar contra Unamuno, pero no sobre él. Pienso que es simbólica la coincidencia de estos dos libros, que significaban la reconciliación en la calidad y en la verdad de valores españoles que nunca debían haberse enfrentado, que juntos componen a lo largo de la historia una maravilla, que en su fragmentación y contraposición parecen a veces dos medios desastres.
Todo esto permite entender el hecho doloroso de que Menéndez Pelayo haya sido poco y sesgadamente leído, que no haya llegado a integrarse en su lugar, en la espléndida época que fue la Restauración, lo que ahora están descubriendo el conocimiento y la buena fe. Por esto ha quedado fuera de lo plenamente actual, no enteramente vivo. Urge remediar ese error; habría que poner a Menéndez Pelayo en su verdadera situación, allí donde le corresponde estar.
La edición nacional de sus Obras Completas es admirable porque permite que existan juntas; pero al mismo tiempo las han cerrado en una especie de fortaleza que pocos visitan, por falta de tiempo y de estímulo. Sería menester que existiera y fuese accesible a todos una edición de aquellas porciones de la obra de Menéndez Pelayo que tienen pleno valor, que son actuales, que podemos asimilar; en suma, que están vivas.
Decía Ortega que la historia consiste en que inyectemos nuestra sangre en las venas de los muertos. Es una faena de resurrección, que se cumple muy desigualmente, según los países y los tiempos. Sería apasionante lanzar una ojeada a este aspecto de la vida humana y de la historia. Tal vez en ello se encontrara la clave de innumerables aciertos, de tantos desastres que han sobrevenido a la humanidad.
He hablado de tiempos; esa operación la han ejecutado ejemplarmente algunos países durante siglos y luego se han desentendido de ella; han sido los momentos en que ha hecho su aparición una decadencia más o menos grave, más o menos duradera.
Sería ocasión de ejercitar con Menéndez Pelayo esa suprema generosidad, tan remuneradora: intentar inyectar nuestra sangre en sus venas, que se paralizaron hace ya tantos años, en 1912. Todavía no están anquilosadas. Se vería que empezaban a reverdecer y a anunciar frutos promisores, por desventura no gozados hasta ahora.


ABC 4 de agosto de 2002

Opinión

El retorno de Menéndez Pelayo
Por César ALONSO DE LOS RÍOS
En alguna ocasión he reivindicado la figura sapientísima de Menéndez Pelayo, no sólo por razones de justicia sino porque la presencia de su obra es imprescindible para nuestra cultura. Porque ¿acaso se puede andar por la historia del pensamiento español sin el concurso de esa maravillosa caja de claves que es la «Historia de los heterodoxos españoles»?, o ¿cómo se puede hablar de nuestra literatura -y de la europea- sin tener que recurrir a las «Ideas Estéticas»?
Por esta razón junto a la alegría del desayuno tuve el miércoles la que me proporcionó el artículo de Julián Marías sobre don Marcelino. Con la autoridad que le es propia, con la contención y la discreción que le caracterizan, el Maestro Marías se lamentaba del olvido en el que ha caído Menéndez Pelayo. Rezumaba su artículo un dolorido sentir pero, sobre todo, reflejaba el desconcierto por lo poco que tiene que ver tal olvido con una cuestión de modas.
Si Marías pudo y puede entender que «su» Unamuno de la posguerra tuviera dificultades para su publicación (tardó un mes -nos recuerda- en encontrar un editor), ¿qué pudo suceder para que, unos cuantos años después, a partir de los setenta, la obra grandiosa de Menéndez Pelayo quedara oscurecida, postergada, minusvalorada e, incluso, la propia personalidad de quien consiguió establecer un magisterio hegemónico y de forma precoz? La respuesta es sencilla: la actitud de una buena parte del pensamiento progresista respecto a Menéndez Pelayo ha sido y sigue siendo de «hostilidad» descarada.
Sucedió que el stablishment cultural oficial fue sustituido desde mediados de los sesenta por el civil progresista (a pesar de estar en la oposición) que tenía su propia estrategia cultural en la que no sólo no cabía Menéndez Pelayo sino que era un pensador a abatir. Y en efecto quedó abatido, y de poco valió la voluntad de Lain y compañeros que le tenían en tan grande estima. La revuelta cultural que se produjo en los medios universitarios españoles en los años sesenta y setenta tuvo el sentido que tienen todos los movimientos contra el padre, esto es, contra lo establecido y lo heredado. El propio Ortega iba a ser negado por los mismos que se hicieron mayores políticamente el día de su entierro. Martín Santos intentó dejar en «Tiempo de silencio» el rechazo que sentía su propia generación ante el autor de «La rebelión de las masas», pero eso no fue a más porque, aparte del trabajo sólido de discípulos de Ortega como el propio Marías, fuera de España seguía entero el nombre de Ortega. Mientras Martín Santos le ridiculizaba, Susan Sontag le citaba con admiración. Él, con Unamuno, es el único pensador que figura en los índices bibliográficos sobre el pensamiento en el siglo XX. No ocurre lo mismo con Menéndez Pelayo a pesar de la importancia de su obra: es de «uso» interno y su «ideología» participa de la beligerancia desencadenada por la confrontación de las dos Españas. No obstante, Menéndez Pelayo debería haber sido salvado de esa pugna, ya que él hizo algo verdaderamente impagable: ha sido capaz de analizar y valorar a autores con los que estaba en total desacuerdo de tal modo que, aun siendo así, nos proporciona toda la información sobre ellos, los salva del desconocimiento o del anonimato. Así por ejemplo a Blanco White no es Goytisolo ni siquiera Lloréns quien lo saca de la sombra, sino Menéndez Pelayo.
El pensamiento progresista no ha podido soportar esta lección del autor de «Los heterodoxos», ha preferido darle la espalda pero, al actuar así, lo ha pagado muy caro: ha tenido que prescindir de ese inmenso cajón de claves.
El artículo de Marías me ha dado mucha alegría porque me ha permitido presentir que está próximo el retorno de Menéndez Pelayo.

miércoles, 1 de octubre de 2008

DULCE BELLUM INEXPERTIS: CONCIENCIA DE UN HECHO HISTÓRICO


En marzo de 2003 publiqué en El País una carta al director con el siguiente título:

“LA GUERRA ES DULCE PARA LOS INEXPERTOS”


La carta, breve, decía lo siguiente:

"Los movimientos pacifistas del siglo XIX pusieron en circulación un viejo adagio: “La guerra es dulce para los inexpertos” (DVLCE BELLVM INEXPERTIS). Estos movimientos pacifistas y progresistas tomaron su lema de las recopilaciones de frases de la Antigüedad que publicara Erasmo de Rótterdam en el siglo XVI, cuyas ideas contra la guerra, por cierto, podrían seguir levantando ampollas todavía hoy, si se leyeran. La frase en cuestión, que el gran humanista holandés tomó del poeta griego Píndaro, dice que, en efecto, sólo la guerra es dulce para aquellos que son ignorantes. Animo a leer el soberbio texto que contra la guerra escribiera Erasmo partiendo de este adagio. Pasado el tiempo, Pérez Galdós, liberal, positivista y admirador de Erasmo, lo recogió en uno de sus Episodios Nacionales, el titulado Bailén, rememorando el lugar de una famosa batalla. Por todo ello, y porque sigo creyendo que el saber, contra ciertas falacias, nos puede hacer mejores, me ha parecido oportuno rescatar esta vieja pero lúcida reflexión humanista y liberal contra la guerra. Enigmática, es una frase que da qué pensar, pero que, sobre todo, pone en su sitio a quienes parecen haber descubierto antes de ayer que los grandes males sólo se resuelven con peores remedios. "


Es curioso que en aquel momento, al escribir, la carta, no fuera tan consciente de lo que quería decir entonces como lo soy ahora. Estaba a punto de comenzar la guerra de Irak, cuyas razones, como las de tantas guerras, desde la Antigüedad, no dejaban de ser más que tristes pretextos. Ahora que por motivos profesionales estoy releyendo a Tucídides, cada vez pienso más en el aspecto pragmático de su magnífico relato. En todo caso, me he dado cuenta en mi propia piel de un aserto del profesor José Antonio Maravall cuando dice que a menudo la cercanía a un hecho histórico no implica tener más conciencia del mismo. Cuántas veces vemos los errores al cabo del tiempo y somos verdaderamente conscientes de las cosas ocurridas cuando éstas ya han pasado, incluso hace siglos.


Francisco García Jurado

H.L.G.E.

lunes, 29 de septiembre de 2008

OVIDIO, DELACROIX Y VERLAINE


Algunas tardes quedo con Javier Espino en mi casa para hablar sobre trabajos y proyectos. Lo cierto es que, aunque solemos trabajar mucho, lo pasamos muy bien, pues de la tranquilidad de la tarde emana a menudo mucha creatividad e ideas. A veces soñamos con ser eruditos de un gabinete ilustrado, dedicados enteramente al deleite de la conversación amena y culta. Javier tiene entre manos un trabajo sobre el poeta Antonio Puche, autor adscrito a la estética del modernismo y natural de Lorca. Sus versos le atraparon desde la primera tarde que tuvo en sus manos un libro de versos del poeta, editado por nuestro amigo José Luis Molina. Puche es un gran lector de Paul Verlaine, como no podía ser menos, y resulta que, una de las últimas tardes que quedamos, Javier trajo a casa un precioso libro editado por Renacimiento que contenía las traducciones hechas por Manuel Machado del gran poeta francés. El libro, de 2007, lleva el precioso título de Fiestas Galantes, y es literalmente una fiesta para los buenos lectores. Me he hecho con un ejemplar de este libro en la Librería La Central que está en el céntrico barrio barcelonés del Raval. En realidad, buscaba más que nada un poema que, según recuerdo, había leído con catorce o quince años (una edición bilingüe, en Libros Rionuevo), pero que ahora, tras la lectura hecha con Javier, me dejó boquiabierto. Se trata de la composición titulada "Pensamiento de la tarde", dentro de Parábolas, y que no es otra cosa que un poema dedicado a Ovidio. Este es el poema, en la versión machadiana:
"Echado en la marchita hierba del destierro - bajo - los tejos y los pinos que el granizo platea -ya errante, como las sombras que suscita - la fantasía, por el horror del paisaje escita - mientras alrededor, pastores de rebaños fabulosos, - se asustan los tárbaros de ojos azules - el poeta del Arte de Amar, el tierno Ovidio - abraza el horizonte con ávida mirada - y contempla mar inmesa, tristemente.
El cabello crecido y gris que le atormenta - formando sombras va sobre su frente plegada - el traje desgarrado, entrega la carne al frío, cómplice - de la acritud de su entrecejo fruncido y de su mirada fatigada, - la barba espesa, inculta y casi blanca.
Todos estos testigos de un duelo expiatorio -dicen siniestra y lamentable historia - de un amor excesivo, áspera envidia y de furor - y algo de responsabilidad de Emperador. -Ovidio tétrico, piensa en Roma, y luego otra vez, - en Roma, que su gloria ilusoria decora.
¡Ay, Jesús!, me habéis muy justamente oscurecido: - mas si Ovidio no soy, al menos soy esto."
Un verdadero Ovidio simbolista es lo que encontramos en este poema. Por lo que vi en el libro de Ziolkowsky titulado Ovid and the moderns, es necesario poner en relación el poema con un cuadro de Delacroix que se conserva en la National Gallery: "Ovid among the Scythians", pintado en 1859. En este sentido, queda clara la relación (tan propia de la literatura francesa finisecular) entre literatura y pintura. Es notable, asimismo, lo que debe este poema a otro anterior escrito por Pushkin acerca de Ovidio desterrado, y en el que luego se inspiraría el mismo Ossip Mandelstam para su libro Tristia (a San Pertersburgo fuimos hace un tiempo, para sentir "el terciopelo de la noche soviética" y los lugares donde Mandelstam sintió aquella ciudad como una nueva Atenas).
Cabe señalar, muy en la línea de mis indagaciones historiográficas, cuánto debe este poema a la "historia externa" de la literatur latina, en particular a la biografía de Ovidio: las razones de su exilio, prosaicas líneas de un manual de literatura, quedan aquí convertidas en versos.
Y queda otra cosa que es, simplemente, un rasgo de genialidad: el final de poema, a modo de una "voz poética", entre Ovidio y Verlaine, que preludia al propio Ovidio de Mandestam. Robert Browning inventó el monólogo dramático, cuyas características ha desentrañado como nadie Jaime Siles. Esta poesía en primera persona, tan parecida a un monólogo del teatro, ni es exactamente del autor ni de la persona evocada. Es, simplemente, una voz. Qué maravilla de versos finales, que preconizan al Ovidio cristiano de Vintilia Horia (Dios ha nacido en el exilio), pero también evocan la conversión del propio Verlaine.
Cuánta belleza e historia caben en un verso.
Francisco García Jurado
H.L.G.E.