viernes, 26 de abril de 2013

Etimología y literatura: la fiesta verbal

Cuando me invitaron a participar en el número XVI de la revista Periplo, dedicado a los "Dados de la creación" (http://www.revistaperiplo.com/index.html), quise representar un íntimo recuerdo de lector. Hace muchos años, un periódico llamado "Diario 16" tenía un excelente suplemento titulado "Culturas". En él aprendí con deleite cómo, por ejemplo, Augusto Monterroso había tenido una relacion cuando menos curiosa con el latín, o cómo Borges y Derrida habían escrito sobre el mito de Theuth. Aquella felicidad intelectual, ligada básicamente a la casa de mis abuelos, fue la que intenté evocar en el artículo que compuse, y que ha quedado bellamente ilustrado por Giulia Zaffaroni mediante motivos caligráficos que recuerdan las bellas escrituras persas. El artículo celebra la fiesta verbal de la literatura, desde sus orígenes hasta los epígonos, como James Joyce. Por eso el blog se ilustra con la estatua de Joyce en Dublín. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
Guillermo Cabrera Infante puso a una de sus más célebres novelas el título de Tres tristes tigres. Lo había tomado de un conocido trabalenguas, y esta misma circunstancia define muy bien el propio carácter de la obra. Detengámonos un momento a pensar acerca de lo que esta frase nos sugiere: precisamente tres terribles tigres, no dos, ni cinco, ni tan siquiera tres leones o leopardos, sino tigres que, además, no pueden menos que estar tristes. La magia verbal que liga estas tres palabras, entre otras la propia palabra “tres”, en atención a su parecido fonético es, precisamente, la que da lugar a la peculiar imagen del trío de felinos melancólicos. El lenguaje como tal ha creado, pues, una visión concreta desde el caprichoso criterio de las similitudes fonéticas. Esta es la clave de la literatura de creación verbal, que permite, por ejemplo, que un capítulo del Ulises de Joyce gire en torno a las palabras “word” (precisamente la palabra inglesa que designa a la palabra) y “world”, pues acaso una simple letra “l” es tan sólo lo que diferencia una mera palabra del complejo mundo al que puede designar. Ponemos y quitamos letras, un tanto a nuestro antojo. ¿Esto es mero capricho o pura creación? Es difícil que podamos determinar nítidamente la diferencia. Sin tener mucha confianza en el lenguaje como un verdadero instrumento de sabiduría, Platón ya hablaba en su diálogo Crátilo o Cratilo de esa inquietante coquetería verbal que supone elegir las letras para crear unas palabras u otras. Quien da lugar a las palabras es considerado como una suerte de legislador, según Platón, y su oficio se parece al del pintor cuando representa diferentes realidades en sus propias creaciones artísticas. Las letras son como los pigmentos, y con ellas representamos la realidad de la mejor manera que podemos. Lo dicho hasta aquí debe hacernos pensar que la etimología, al menos aquella que es previa a la moderna ciencia del lenguaje, tiene un poderoso componente creador que no es ajeno al de la propia actividad literaria, más bien podemos considerarlo como el germen de la propia literatura como entidad creadora. La misma palabra “poesía” no significa otra cosa que “creación” en la lengua griega, y Borges llamará a Homero “el hacedor”, pues “hacer” no es otra cosa que “crear”. Así pues, el “hacedor” no es otro que el “poeta”, y el poeta no es otra cosa que un irrepetible creador de imágenes y, ¿por qué no también?, de las palabras. Esta dimensión creadora del propio lenguaje tiene la rara virtud de servir de puente entre el presente y el pasado, es decir, entre los antiguos autores grecolatinos y nuestros escritores contemporáneos, y sirve, además, para que establezcamos un enlace oculto entre las palabras y las cosas designadas por estas. Cuando Virgilio, el otro gran “hacedor” junto al poeta por antonomasia, Homero, relata en su Eneida la llegada de Eneas a la tierra prometida del Lacio, que en latín llamamos Latium, pone este hermoso topónimo en relación con el verbo latino que significa “esconderse” o “estar latente”, latet. Una vez más, nos encontramos ante los parecidos fonéticos que invitan a pensar en una relación que transciende la mera semejanza: Latium y latet. Fue nada menos que Saturno quien estuvo oculto o latente en el Latium, pero aquel lugar no se llamó así hasta que el propio Saturno “prefirió” este nombre sobre cualquier otro, agradecido por la seguridad que le había brindado. Curiosamente, la forma verbal “prefirió” en latín se dice MALUIT, y este verbo conforma un perfecto anagrama con la palabra LATIUM. ¡Cuántos juegos de palabras en tan sólo dos versos de la Eneida! Pero cabe establecer, no obstante, dos tipos de juegos para relacionar las palabras, bien por su supuesta etimología (es el caso de Latium y de latet), bien por la recolocación de las letras, o los anagramas (el caso de LATIUM y de MALUIT). En el primer caso, estamos ante una forma primitiva de morfología, pues la base de la palabra puede modificarse con terminaciones distintas, mientras que en el segundo caso son todas las letras, sin exclusión, las que danzan alegremente para recombinarse.

La modernidad, por su parte, vuelve a darnos cuenta de estos curiosos juegos de palabras. Cuando Edgar Allan Poe escribe su poema titulado “El cuervo”, nos habla del “pálido busto de Palas” (“the pallid bust of Pallas”), que el lingüista Roman Jakobson calificó admirablemente como etimología poética. Jakobson regresa a los presupuestos icónicos que Platón, no sin ironía, nos mostraba en su Crátilo, por boca del divino Sócratres, y observamos aquí cómo el significante se relaciona con el significado de una manera que no supone la mera arbitrariedad. Es, precisamente, cuando el lenguaje representa la realidad mediante audaces paronomasias el momento en que adquiere su verdadera dimensión mántica y poética. El mismo Ferdinand de Saussure, el padre, nada menos, que de la lingüística moderna, intentó buscar palabras ocultas y desordenadas tras los antiguos versos latinos del poeta Lucrecio. Por ello, cuando este poeta, cantor de las cosas y su razón de ser, invoca a Venus nada más comenzar sus poema, Saussure cree encontrar, escondido, el nombre griego de la diosa, AP(H)RODITE, sólo que descolocado entre otras letras: A PRO TE DI. El anagrama se ceba en los nombres propios, es normal, y ya lo hemos visto también con LATIUM y MALUIT. Contemporáneo al mismo Saussure, Antonio Machado ensayará anagramas parecidos con el nombre más amado, el de GUIOMAR (“AMOR que asombra, aGUIja, halaga y duele”), y hasta con el nombre de la constelación de VIRGO, que es de donde deriva el del mismo poeta Virgilio (“¡y este fulGOR VIoleta en el diamante!”). El anagrama también se vuelve una ingeniosa broma, como cuando convierte cómicamente el nombre del poeta T.S.Eliot en “Toilets” (no sé por qué, siempre pienso en esto cuando llego a un aeropuerto británico), y desafía el carácter lineal del signo lingüístico, pues aquí el lenguaje recupera características icónicas propias de artes como la pintura. Una vez más, estos aspectos creativos, poéticos, del lenguaje sirven de misteriosos puentes entre formas diversas de representación, como son la verbal y la plástica.

Pero los juegos verbales obedecen desde antiguo a un profundo anhelo del que debo hablar, pues, en caso contrario, dejaría incompleto este artículo. Me refiero al intento de armonizar palabras y cosas, como si el lenguaje tuviera una naturaleza mántica. Hace tiempo descubrí que en la novela Rayuela, de Julio Cortázar, aparecía un precioso y misterioso texto latino. Se trataba de un pasaje tomado de las amables Noches áticas que escribiera ocioso Aulo Gelio, donde este autor latino había tomado prestado, a su vez, una etimología formulada por un gramático. Se trataba de la falsa, pero ingeniosa etimología de la palabra persona, que en latín quiere decir “máscara”. La etimología de la palabra en cuestión nacía de un falso corte entre per- y sona, que recuerda al verbo personare (“hacer resonar”). De esta forma, la máscara se llamaría en latín persona porque haría resonar la voz del actor al ponérsela. Nada más lejos del origen de esta palabra, que proviene del etrusco y, a su vez, del griego. Nada más lejos, probablemente, de la verdad de las máscaras, que no necesitaban potenciar la voz. Sin embargo, en la cándida falsedad de la etimología de persona se esconde un viejo deseo, el de que las cosas tengan un nombre apropiado. Cortázar apela a este texto latino porque hay un momento de la novela donde los personajes, perdidos en el caos de la realidad, tienen cierta necesidad de orden y armonía. Es cuando Cortázar apela al viejo dios Teuth, inventor de las letras (el Melquíades de Cien años de soledad, en García Márquez), como garante de este orden conciliador. La persona, pues, es persona porque per-sonat. Y el propio Cortázar va a hacer algo parecido a lo que hicieron los viejos gramáticos con esta misma y resonante palabra. Él lo hará con el moderno término “máscara”, que se convierte en una suerte de palabra clave dentro de su propia obra. La “máscara” es “más” que una “cara”, una suerte de rostro que va más allá, y que esconde a veces nuestra faz verdadera. “O, make me a mask”, nos cita el propio Cortázar al comienzo de su cuento “El perseguidor”, haciendo propias las palabras de Dylan Thomas.

Vemos, de esta forma, cómo los viejos gramáticos y los modernos creadores tienen algo en común, como es el gusto por jugar con el lenguaje y transformarlo. Un lector no avezado acaso encuentre absurdos semejantes juegos verbales, pero no debemos olvidar que estamos ante lo más íntimo de la esencia creativa. Ya hemos dicho cómo Jorge Luis Borges llamó “hacedor” al “poeta” Homero, como “hacedor” fue también el viajero Ulises cuando se impuso a sí mismo el nombre de “Nadie” con el fin de engañar al monstruoso Cíclope. Cuando los otros cíclopes le preguntaron que quién le había dejado ciego, éste respondió que “Nadie lo había hecho”. Una vez más, jugamos con la doble dimensión lingüística y real, y lo maravilloso es que no podemos saber dónde comienza una y dónde termina la otra. Los tres tigres seguirán estando tristes, pues, en caso de alegrarse, o de dejar de ser tres, o incluso de transformarse en algo que no sea un tigre, se romperá la magia de las reminiscencias fonéticas y entonces dejarán de existir para siempre. FRANCISCO GARCÍA JURADO

4 comentarios:

Unknown dijo...

Profesor, déjeme aconsejarle el instrumento de difusión para las redes sociales. Es una pequeña barrita que se puede añadir en Diseño del blog. Contiene el sobre de Gmail, la B de blogger y la T de Twitter y la F de Facebook. Eso permite la distribución directa desde cada artículo. Si necesita una mano, le doy más datos de cómo ponerlo.

Francisco, sigue delitándonos con cada artículo. ¡Ojalá muchos otros colegas se tomaran la "molestia" de dejar en la red parte de sus pensamientos, reflexiones, ideas, investigaciones, lecturas, etc!

Saludos cordiales,

Fernando Plans

Francisco García Jurado dijo...

Gracias por la sugerencia, Fernando, y, sobre todo, gracias por tu felicitación. Suelo transferir el blog a facebook de manera manual, pues me gusta adjuntar comentarios, pero esta opción automática no es incompatible con la otra.

Mariano Cruz dijo...

Excelente texto. Siempre me ha fascinado el poder creativo de esas etimologías locas. Considero el Cratilo platónico algo extraordinario.

Por casualdad, yo mismo publico un artículo en la próxima entrega de Periplo.

Un abrazo

Francisco García Jurado dijo...

Gracias por el comentario. Y leeré con todo el interés del mundo ese futuro artículo en la nueva entrega de Periplo.